UN LUGAR DONDE SE PIERDE LA IDENTIDAD

Ivonne Caicedo Ramos

Icara Mundos, Letras

Octubre, 2018

icara1994@gmail.com

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"En Latinoamérica, el sistema educativo industrialista (reflejo del pensamiento positivista pragmático -léase funcionalismo- del imperio prusiano del siglo XIX, basado en la disciplina de la obediencia) ha calado la educación hasta la médula. Esta penetración nos convirtió en una región propicia para el subdesarrollo, nos asignó un rol de proveedores de insumos y mano de obra barata. La pedagogía positivista, con la negación de lo plural y su sustitución por lo unívoco, se pone en contradicción con la cultura latinoamericana. La pluriversalidad, esencia contextual en una región donde coincide y coexiste la multiplicidad, hace que los procesos culturales vayan en sentido contrario a los de la academia, por lo tanto ésta, más que fortalecer nuestra cultura, la destruye y la niega para generar espejismos de logro; aquí, ser un exitoso universal es más importante que ser un individuo que pertenece y aporta a su contexto cultural. (Enunciado inicial de la Ponencia, sobre pensamiento creativo, seminario de formación para formadores, sector artístico.   Ivonne Caicedo Ramos 2012, Instituto para la Artes IDARTES, Alcaldía Mayor de Bogotá)

 

Se habla de pedagogía como un campo del conocimiento que se dedica a enseñar a enseñar. La transmisión de conocimientos como único objetivo, hace de la pedagogía una especialidad que cada vez se aísla más de la vitalidad cultural, y convierte al conocer en sólo una serie de procesos de acumulación de información. En regiones donde la tradición oral forma parte primordial de la cultura, como en Colombia y, en general, en Latinoamérica, la educación pretende hacer hablar al estudiante como se escribe, y, así, inicia éste el desmembramiento de su entorno específico, empujándolo a habitar en una acefalia de contexto.

 

La expresión oral proviene de un imaginario cultural ancestral que da identidad al individuo, lo ubica en la historia con sus relaciones y maneras de comunicarse, es decir, le permite percibir la realidad de manera cosmogónica y le genera relación con ella. La expresión oral fortalece el sentido de pertenencia a partir de la tradición; la sonoridad, los dejos, las exclamaciones y los matices amplifican las lecturas de las expresiones grupales y, a su vez, las particularizan. Los relatos, enriquecidos de generación en generación, admiten los cambios; se los apropia ajustándolos a su propia lógica, la misma que proviene de la acción de la cultura. La escritura, en cambio, requiere de estructuras que se recrean, posibilita la síntesis y plantea un lenguaje fijo, más concreto. El problema está en que, al efectuar esta sustitución, la academia inicia en el estudiante un proceso de "limpieza oral", de aculturación que tiende a la imitación de modelos ajenos a su naturaleza y entorno social, apartándolo de los referentes que lo rodean, "formándolo" dentro de esquemas estándares aparentemente correctos. Se lleva al individuo a romper toda relación con su contexto y se le niega y rechaza el conocimiento propio con el que llega, el que él ha construido en su entorno con su participación social

 

La escritura tampoco es afortunada, ya que es impartida como una norma, llena de tecnicismos que no tienen expresión particular y que, además, permiten ser usados para medir el nivel de adaptación del sujeto al sistema y sus valores, su desaparición como ser libre y pensante, según sea su comportamiento, aceptable o no, ante la validación. Escribir, entonces, se reduce a copiar, a realizar planas técnicas que carecen de un objetivo estructural. 

 

La redacción de escritos no es algo común, ya que los docentes se conforman con la repetición de escritos ya usados. Si bien, la expresión oral da identidad cultural, la escritura refleja estructura de pensamiento, por tanto la selección y escogencia de frases no puede ser gratuita. El enriquecimiento del léxico se reduce, en un estudiante que copia, repite, hace tareas pero nunca expresa su punto de vista con un propio estilo de escritura. Es así como el estudiante termina con una oralidad deformada, muchas veces vulgar, y niveles muy bajos para expresarse por medios escritos.

 

Entrar hoy día al aula de clases, es entrar a un lugar sin identidad, donde se masifica la expresión oral y se niega el origen de cada individuo, reafirmando el aburrimiento asociado al proceso de conocer. Los jóvenes pierden la energía de la curiosidad  y aprenden rápidamente a memorizar esquemas que no les significan nada más que la posibilidad de complacer a un docente y obtener una buena calificación.

 

Como la tradición proveniente de la cultura es apartada del aula, la formación del estudiante se limita a ser un mero “moldeamiento del estudiante” para que pueda acoplarse a un colectivo académico; colectivo que se toma también como ente abstracto, que existe aparte de ese ser, un modelo que hay que alcanzar. La paradoja surge de inmediato: la pedagogía, una profesión hecha para la cualificación del individuo,  retomando su función histórica de ser instrumento de ideologías. El individuo de difumina para   convertirse en un objeto social anónimo, estándar, en medio de un entorno ideal que le niega su procedencia. 

 

Esta es una más de las formas de blanqueamiento social mediante la cual el individuo es debilitado gracias a la imposición de un falso concepto de “superación”; una formación insertada que, cuanto más especializada es, mayor importancia adquiere, identificando la disciplina con un esquema ideal de “conocimiento superior”. Desde temprana edad, entonces, el estudiante establece separaciones y no relaciones, perdiendo la opción de tejer conocimiento, y se convierte así en sólo un acumulador de partículas de información sueltas, que no tienen relación entre sí ni con su cotidianidad.

 

La pedagogía, intercambio de ideas y experiencias entre dos seres particulares, pasa a ser una especialización que engendra metodologías y formas para ser, hacer y saber hacer, ahondando en la fragmentación que es considerada como equivalente sustituto de “pensamiento desarrollado”. El estudiante, desorientado, se aleja de la realidad con el fin de decidirse por una disciplina en la cual especializarse y poder obtener, en la cuadrícula social, un puesto de trabajo para el que ha sido entrenado. A su vez los pedagogos, profesionales de la enseñanza, estudian formas de transmitir saberes, conocimiento que se otorga como un objeto-mercancía, separándolo del pensamiento-acción permanente y de su naturaleza. Desde planes curriculares y de estudios, métodos, fundamentos y didácticas, los docentes planean, verifican y evalúan a sus estudiantes. La posición de los participantes en este largo proceso es planteada, entonces, como una relación vertical en la cual el docente, poseedor del conocimiento, está por encima del estudiante que espera ser educado. Conductista, estructuralista o para la libertad, la pedagogía se ha convertido en un instrumento efectivo para que los sistemas de poder opresivo moldeen y manipulen a su antojo a la sociedad  objetivo para el cual fue diseñada desde tiempos antiguos. Los sistemas autoritarios tienen claro que, en didáctica, la repetición forma seres obedientes e idólatras fácilmente manejables, mediante una pedagogía que se inserte desde edades tempranas. 

 

Esta pedagogía crea generaciones de estudiantes de aula fija que reciben sólo información, lo que genera un apego al índice y a la enumeración. El aula fija se instala como único espacio donde el individuo aprende modelos para ajustarse a una sociedad, ente abstracto, a la que hay que pertenecer, desde la funcionalidad masiva coercitiva y no como resultado de una libre decisión individual. 

 

La masificación desaparece al sujeto activo, lo modela y lo introduce en estándares predeterminados que no lo reconocen como partícipe dinámico y generador de conocimiento desde su propia lógica. La educación se convierte, así, en un poder despojador de derechos que promueve la pérdida de la historia personal y siembra el desarraigo y la negación de lo que se trae, ya que toda esta historia es tomada como  un "vicio", una tara, que hay que curar con terapias estratégicas, que no son otra cosa que sistemas y métodos para fijar el olvido de sí mismo.

 

¿Dónde queda el pensamiento como acción? Cuando los integrantes sociales pierden su sentido propio y el de la otredad, la ruptura en los colectivos es inevitable. Por lo tanto, el pensamiento, real consecuencia de la interacción en los tejidos sociales, no es posible porque ha sido redefinido e instrumentalizado desde el aula a la cual se le asigna el privilegio de ser único espacio para adquirir conocimiento. El aislamiento coloca al entrenado en un carril previsible que lo desboca hacia la apropiación y tenencia, para tratar de compensar la pérdida de su identidad y lo convierte en un ser frágil, cada vez más dependiente y expuesto a la influencia de los sistemas mediáticos del poder que lo avasallan, imponiéndole verdades convenientes para ese poder.  Con el tiempo éstas se convierten en sus propias verdades. La repetición de slogans instala la mentira como una verdad, y la lógica de interacción es fijada desde un esquema predeterminado.

 

En el campo del arte, los sistemas academicistas está provocando un daño atroz, ya que promocionan técnicos virtuosos para la interpretación y no creadores que dinamicen la sociedad. La formación en el arte y para el arte no pueden sujetarse a estos sistemas porque su naturaleza es totalmente contraria. El artista trabaja desde lo subjetivo y su interpretación de la realidad. Por lo tanto el aula no puede estandarizar los procesos, por el contrario debe propender por la búsqueda de la autoría, en donde la estructuración del pensamiento creativo sea prioritaria. Así el autodidactismo como potenciación del individuo entraría a conformar un aula flexible, que se alimenta de los encuentros entre sujetos, donde los procesos están estrechamente relacionados con la vida y las transformaciones de los tejidos sociales. Es urgente recuperar los espacios para el pensamiento, la memoria y la consciencia, así el conocimiento obtendrá su lugar justo en una sociedad contemporánea, propiciando que nuestro país salga del arcaico sistema que la mantiene en el subdesarrollo.




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