Carlos Cely Maestre

Actor y director de teatro; guionista y escritor de ensayo, novela y cuento. Su novela “El Ministro” trata con profundidad y a través de una impactante trama, el tema del conflicto armado colombiano. Graduado en “Guion de Cine y Televisión” en la Universidad del Rosario; con diplomados en “Dramaturgia de Cine y Televisión” y en “Dirección de Actores”, además de un pregrado en “Electrónica y Comunicaciones” y un posgrado en “Telemática” de la Universidad del Cauca.


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Carlos Cely Maestre
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EL JUICIO

 

El juez recorrió el recinto con la mirada, examinando, uno a uno, los presentes en la audiencia pública de juzgamiento. Se detuvo unos segundos en la fisonomía del acusado, tratando de entender cómo un sujeto con una apariencia tan inofensiva podía haber cometido los horrendos crímenes de los cuales se le acusaba. Todos los asistentes hablaban en voz baja generando un desagradable zumbido que crecía a cada segundo, convirtiéndose por momentos en un ruido insoportable. El magistrado pidió silencio y, recién en ese instante, los presentes se dieron cuenta de su presencia.

 

—Señor fiscal, tiene el uso de la palabra —dijo.

—Gracias, señor juez— contestó de forma mecánica el aludido, y se quedó viéndolo con una mirada vacía, como un enajenado, sin atinar a pronunciar palabra.

 

El breve lapso en que se contemplaron los dos hombres, en silencio, les permitió comunicarse la extraña preocupación que les generaba el particular caso que tenían entre manos. Aunque parecían compartir criterios frente a las decisiones que debían desprenderse del juicio, los exteriorizaban de manera bien distinta: el juez se mantenía equilibrado, pendiente de cualquier información hablada o gestual que le permitiera alimentar, lo mejor posible, sus reflexiones; el fiscal exponía sus argumentos y acusaciones de manera apasionada, como si lo atara a las víctimas una relación muy cercana que no le permitía controlarse, y que lo llevaba, en ocasiones, a maldecir entre dientes, o a desfasarse en sus comentarios.

 

—Limitaré mi primera intervención —agregó, por fin— a hacer un breve resumen de los hechos objeto de este juicio. La noche del 24 de abril de 1980, el acusado, Adolfo Vélez Carranza, llegó en compañía de otros tres sujetos hasta la vivienda que, en el caserío El Solar, ocupaban Martínez Justo Román, de 37 años de edad, su cónyuge, Pérez Julia Imelda, de 34, y sus hijos Martínez Pérez Pedro Antonio, de 18, Martínez Pérez Juliana, de 14, y Martínez Pérez Héctor Alfonso, de 11. Cuando el padre de familia escuchó voces que lo llamaban desde fuera, abrió la puerta de la vivienda y los recién llegados, sin mediar palabra, la emprendieron a machetazos contra él, de manera inmisericorde, hasta causarle la muerte. Enseguida, lo descuartizaron frente a su familia, cuyos miembros gritaban horrorizados ante el dantesco espectáculo, que, después, se repitió con cada uno de ellos. A la niña, este... despreciable asesino... —el fiscal se detuvo, bajó la cabeza y se llevó una mano a la frente—. ¡Perdón, señor juez! El acusado..., la violó antes de matarla y descuartizarla.

 

El fiscal clavó su airada mirada de censura en el acusado, un hombre mestizo, delgado, de mediana estatura y facciones agudas, que lo observó sin ningún tipo de reacción en su rostro, como si no lo habitara sentimiento alguno. Podía pensarse que se trataba de una persona sorda que no había escuchado nada de lo allí narrado.

Desde el puesto que ocupaba al lado de su cliente, el abogado defensor reparó también en el fiscal quien, al descubrir su mirada, movió la cabeza negativamente, desaprobando el hecho de que estuviera defendiendo a ese ser sanguinario. Enseguida, el abogado volvió la vista al frente y se encontró con los ojos del juez que lo exploraban inquisitivamente.

 

—Si el defensor desea intervenir...

—Sí, señor juez, voy a intervenir —se puso de pie y dio unos pasos al frente, hizo una respiración profunda y empezó a hablar—. Hace unas semanas, cuando..., como defensor público, se me asignó este caso, dudé muchísimo en aceptar, dado lo execrable de la acción perpetrada por el acusado contra todos esos seres indefensos a los que se refirió el fiscal; conversé con mi esposa sobre el tema, y los dos, después de horas y horas de charla, llegamos a la conclusión de que no podía ejercer la defensa de este hombre a quien, en ese momento, veíamos como un ser monstruoso..., un ser despreciable. —Hizo una pausa y continuó—. No obstante, decidí visitarlo en su sitio de reclusión para tratar de entender, si eso era posible, y así fuera de forma mínima, las razones que lo impulsaron a actuar de esa manera... Recuerdo con extraña nitidez la primera charla que sostuvimos y el gélido ambiente que envolvía el pequeño recinto en el que nos encontrábamos, cuyas paredes acusaban enormes manchas oscuras, producto de una extrema humedad que, incluso, dificultaba respirar. Antes de empezar a hablar y aprovechando que parecía estar inmerso en quién sabe qué pensamientos, observé con suma curiosidad toda su fisonomía, hasta que me encontré con su mirada, tan glacial como la habitación que ocupábamos, y una especie de escalofrío se asentó en mi cuerpo. Cuando pude reaccionar, le pregunté al acusado si había cometido los actos horrendos de los cuales se le acusaba; de manera cruda y lacónica, me respondió que sí. Aturdido por su cinismo y su insensibilidad, lo interrogué acerca de los motivos y, sin el más mínimo asomo de arrepentimiento, me contestó que ese era su trabajo. ¡Su trabajo! ―repitió el jurista, enfatizando una respuesta que le parecía absurda.

 

—¿Cómo así? —indagué—. ¿Cómo así que su trabajo? ¿Lo contrataron para asesinar?

«—Sí —me contestó.

»—¿Quién lo contrató? —le pregunté casi gritando.

»—Alias El Sueco —agregó—. El jefe paramilitar de la zona. Y no fui el único; en el pueblo contrató a varios que estábamos desempleados.

»—Pero..., ¿cómo así que usted aceptó un empleo en el cual la labor... a desempeñar era... matar? Usted es un inconsciente ―exclamé.

»—Casi... toda mi vida he hecho lo mismo —replicó el acusado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y, conservando una expresión de inocencia casi infantil, añadió unas palabras que taladran mi mente desde entonces: “Cuando cumplí los 17 años, tuve que conseguir trabajo para ayudar con los gastos de la casa; después de mucho buscar, el único empleo que conseguí fue como ayudante del matarife del pueblo..., en el matadero municipal. Tenía que ayudarle a mi jefe a matar y a degollar reses y cerdos... Él me fue enseñando cómo hacerlo. Unos meses después, lo detuvieron y lo encarcelaron por matar a puñaladas al amante de su esposa; dicen que le pegó más de cien. A mí, me ascendieron a su puesto y, desde entonces, empecé a ganarme la vida matando... Ese era mi trabajo: matar”.

»—Pero... no es lo mismo matar animales que matar personas ―le reclamé, furioso—. Es algo muy distinto...

»—¿Ah, sí? —me preguntó, con una ingenuidad que parecía cinismo—. ¿Por qué?

»—Porque las personas piensan, los animales, no.

»—¿Como así? ¿Los animales no piensan? —indagó con extrañeza—. A mí me parece que sí, que los animales piensan y, a veces, más que uno. De todas formas..., sienten, como las personas, y se nota que les duele bastante cuando uno les corta el pescuezo, porque se quejan muchísimo... Chillan muy fuerte. Me acuerdo que los primeros días de trabajo yo no podía dormir bien, porque apenas me cogía el sueño, se me aparecían los ojos de las vacas que me miraban con terror y, después, me despertaba escuchando sus terribles alaridos... Estuve por renunciar al empleo, pero... al fin me habitué.»

—Yo, señor juez y presentes en esta audiencia, le sostuve la mirada al acusado unos instantes, mientras, con desespero, buscaba en mi mente algún argumento que me permitiera rebatirlo, pero... no lo hallé. Me marché del lugar. No supe qué más decir.

 

El abogado se calló y un fuerte murmullo invadió, poco a poco, la sala. La expresión del fiscal denotaba rabia y confusión. El juez tuvo que exigir silencio varias veces, para lograr reinstalar la calma.

 

—Esa noche —continuó el defensor—, llegué a la casa y le conté a mi esposa la charla que había sostenido con Adolfo Vélez; quería que me diera su opinión. Me sentía bastante desconcertado y, como ella es socióloga y ha estudiado bastante la naturaleza humana, me pareció que su criterio podía ayudarme a encontrar la claridad que, en ese momento, me era esquiva. Ella me miró y, después, suspiró.

«—No sé qué decirte —musitó—. Por ahora, frente a lo de los animales, lo único que se me ocurre es contarte una anécdota que puede parecerte simple, pero que a mí me cambió el concepto que tenía de ellos. Un día salí de la casa y me fui caminando hacia la avenida; habría recorrido unas dos cuadras cuando, de repente, divisé un perro que caminaba rápidamente en sentido contrario; no corría, caminaba. De pronto, se detuvo, miró hacia atrás, luego, volvió la vista de nuevo hacia delante, se quedó quieto unos segundos y decidió devolverse. Yo lo observé mientras se alejaba y concluí que ese ser pensaba; como tú y como yo, como cualquier ser humano; seguramente, no por medio de palabras, como nosotros lo hacemos, pero estoy segura de que, en ese instante que se detuvo, ese perro recapacitó y tomó la decisión de regresar. Desde entonces, me he dedicado a observar con detenimiento el modo de actuar de los animales y no he encontrado más alternativa que corroborar ese criterio. He visto, por ejemplo, la forma como los pájaros se relacionan: se pelean y se persiguen, o se seducen y se aman. Cuando advierten la presencia de los humanos, nos miran y nos analizan, para tratar de establecer qué actitud llevamos; si los vamos a agredir o no; si, en ese instante, representamos un peligro para ellos. Con base en ese análisis, deciden huir o quedarse.

»—Hace poco, conversé con una amiga sobre estos hallazgos y ella me contó que un conocido, empleado de un matadero, le había comentado que las reses, cuando llegaban en los camiones, se negaban a bajar del vehículo y a entrar al lugar; era como si supieran que las iban a matar; para obligarlas a descender se veían forzados a aplicarles choques eléctricos mediante unos bastones...

»—He llegado a concluir que los animales, incluso, tienen conciencia — añadió mi esposa, con aire reflexivo.»

—Yo la miré con cierta sorna, pues ya su tesis me parecía algo exagerada.

«—No te burles —me dijo, conservando la seriedad—. ¿Te acuerdas del perrito pequeño que vive a tres casas de aquí y que ladra todo el tiempo, cuando lo dejan solo? ¿Por qué crees que ladra?»

—No sé; se sentirá solo —contesté.

«—Exacto —agregó—. Se siente solo, es decir, que tiene conciencia de que está solo. Si no tuviera conciencia de sí mismo y de su soledad, no ladraría, no se quejaría.»

—Finalizó diciendo que estaba completamente segura de que los animales razonan y de que matarlos es una especie de... asesinato.

 

—Objeción, señor juez —intervino el fiscal con agitación y hablando muy fuerte—, el alegato del defensor es inconducente; está... tratando de manipular los sentimientos de los presentes, y, aquí, las decisiones deben tomarse en derecho y a partir de las pruebas. Además, me parece inconcebible que pretenda comparar la muerte cotidiana y necesaria de los animales que sirven de alimento al género humano, con un asesinato tan bárbaro y sanguinario como el perpetrado por este hombre. ¡Es inaudito!

 

El ambiente en la audiencia se agitó en un instante y comentarios a favor y en contra brotaron de casi todas las bocas.

 

—¡Silencio! ¡Silencio, por favor! —gritó el juez. Cuando la calma se restableció se dirigió al abogado defensor—. ¿Tiene algo de peso que permita refutar la tesis del fiscal, abogado?

—Señor juez... Yo creo que el señor fiscal tiene razón al sostener que los fallos deben darse en derecho y partiendo de hechos probados. Sin embargo, el contexto en el que se realizaron tales hechos es de suma importancia para establecer el tamaño de la culpa; y el contexto no puede limitarse a las circunstancias de modo, tiempo y lugar; un juicio tan... particular, tan... sui géneris como éste, con hechos tan oscuros e incomprensibles que, óigase bien, se están volviendo cotidianos en nuestra sociedad, debería alertarnos y llevarnos a analizar con mayor profundidad las causas que los están generando. No podemos quedarnos en los efectos sin explorar con minucia las causas. Estamos en la obligación de compartir, al menos con los otros dos poderes públicos, las enseñanzas que extractemos de nuestra labor, que no puede circunscribirse a aplicar castigos. Como sociedad y como seres humanos estamos en constante evolución, o involución, ya no sé qué pensar, y acorde con ella deben cambiar nuestra constitución política y nuestras leyes; debe existir una realimentación constante entre los poderes judicial y legislativo para que el segundo pueda modificar y ajustar las normas a los comportamientos que se vayan detectando, como producto de la aplicación de algunas, quizás muy laxas, que puedan estar conduciendo a una especie de degeneración social. De juicios públicos, como el que adelantamos, pueden desprenderse legislaciones y jurisprudencia que se acerquen más a la realidad que vivimos. ¿Qué tal que después de un análisis juicioso lleguemos a concluir que la permisividad de unas leyes, por ejemplo las relacionadas con el respeto y la protección a los animales, esté conduciendo al empleo de otras de carácter punitivo? Yo quisiera pedirle, respetuosamente, señor juez, que me permitiera hacer un último razonamiento en el cual no pienso extenderme; un razonamiento muy importante que me tomará solamente unos minutos presentar.

—Adelante.

—Gracias, señor juez. Examinemos, en primera instancia, las consecuencias que pueden derivarse de la aplicación del principio de autoridad. En los países donde existe la pena de muerte, cuando un acusado es condenado a dicha pena, se requiere, para ejecutarla, contar con un funcionario que realice el procedimiento. Para dar muerte, por ejemplo, a un sentenciado a la cámara de gas, se requiere de las personas encargadas de conducirlo a la cápsula de acero, atarle los pies, las manos y el busto a la silla en la que morirá, sellar la puerta para que el mortal gas de cianuro no se filtre al exterior y accionar la palanca que activará la salida del gas; también, se necesita de un médico que asegure el estetoscopio al tórax del condenado y establezca el momento en que su corazón deja de latir. Estas personas son conscientes de que están matando a otra, pero los tranquiliza, supongo yo, el hecho de saber que lo hacen en cumplimiento de una orden expedida por una autoridad competente, en este caso, el juez. Puede colegirse, entonces, que siempre que exista una autoridad, a quien el encargado de ejecutar la pena respete y obedezca, no van a existir problemas de conciencia.

«Utilizando una simple analogía, podríamos deducir que los funcionarios encargados de poner en funcionamiento las cámaras de gas en las cuales eran asesinados los judíos, en el tercer Reich, lo hacían sin ningún tipo de remordimiento, ya que estaban cumpliendo una orden emanada de la máxima autoridad del Gobierno: el Führer. Esta persona podría sentirse identificada con la que, en otro país, con leyes y en circunstancias distintas, efectúa el mismo trabajo.»

—¡Pero, por Dios, ¿qué tesis absurdas está lanzando usted? ¿A dónde quiere conducir este juicio?! ¡Protesto, señor juez! ¡Protesto! ¡Me niego a continuar escuchando todos esos... despropósitos!

 

Un extraño nerviosismo se había ido instalando en los presentes que, sin recato alguno, empezaron a hablar y a discutir a grandes voces; algunos dejaron escapar improperios contra el abogado y su defendido. El juez se vio forzado a intervenir.

 

—¡Silencio! ¡Silencio o desalojo la sala! ¡Silencio! —gritó.

 

Poco a poco, la calma volvió a la sala.

 

—Señor fiscal —le reclamó, con tono severo—, le exijo que respete el uso de la palabra que le he otorgado al abogado defensor y que, la próxima vez, espere su turno para hacer los comentarios y plantear las argumentaciones que considere pertinentes. Si queremos construir una sociedad más pacífica y civilizada, estamos en la obligación de aprender a escuchar, con respeto, lo que nuestros contradictores tengan para decirnos, por muy absurdas que sus palabras puedan parecernos. ¿Ya terminó, abogado?

—No, señor juez. Necesito unos minutos más.

—Continúe.

—Para el caso de las Fuerzas Militares, el principio de la obediencia debida ha sido objeto de múltiples análisis y críticas, por cuanto en él se apoyan con frecuencia soldados y policías acusados de diversos delitos, quienes trasladan a sus superiores, es decir, a quienes les dieron la orden para ejecutar un hecho, posiblemente delictivo, la responsabilidad de su accionar. Dicho accionar parte de la especificación precisa, por parte del Gobierno, en cabeza de su comandante en jefe, del enemigo a perseguir y a enfrentar; este enfrentamiento debe conducir al arresto o a la muerte del enemigo. En este caso, al igual que en los que veíamos antes, tampoco parece haber cargos de conciencia en quienes, por orden de una autoridad competente, matan a una o varias personas, sean ellas delincuentes comunes, guerrilleros, paramilitares o narcotraficantes.

Las organizaciones armadas que han decidido apoyar al Estado desde la ilegalidad, como los paramilitares, o enfrentarlo por no compartir su sistema político y económico, como los guerrilleros, actúan de una manera similar. Sus comandantes establecen de manera explícita quiénes son sus enemigos y ordenan combatirlos, dando como resultado su detención o su muerte.

—¿Pretende usted —lo interrumpió el juez, con el rostro desfigurado y tembloroso— equiparar la misión que cumplen nuestras Fuerzas Militares con las actividades terroristas de la guerrilla y los paramilitares?

—¡De ninguna manera, señor juez! ¡No es mi intención! Lo único que quiero dejar en claro es que todas estas actividades tienen detrás las órdenes de personas que ni siquiera se mencionan en los juicios y que son los verdaderos autores de todos estos crímenes; los autores intelectuales; los asesinos detrás del asesinato; quienes se valen de la necesidad de otros seres para cometer sus fechorías; comandantes guerrilleros o paramilitares de alto rango, políticos y empresarios que vienen a cumplir el papel de autoridades competentes.

—Objeción, señor juez. No se puede ir por ahí lanzando acusaciones de manera irresponsable. Si el abogado defensor conoce los nombres de las personas a las que se refiere como autores intelectuales, está en la obligación de denunciarlas...

—¡Por supuesto que sí! —exclamó el abogado—. El acusado se comprometió, en charla que sostuvimos hace unas horas, a informar el día de mañana, a esta audiencia, los nombres de dos importantes y reconocidos políticos, hoy miembros del alto Gobierno, que instigaron el asesinato motivo de este juicio. Estoy seguro de que la vinculación de dichas personas a este proceso generará una conmoción nacional. —Hizo una pausa, miró a su defendido y retomó su alegato—. Termino mi intervención, señor juez, solicitándole que, al momento de tomar el veredicto y emitir condena, tenga en cuenta que criminales como Adolfo Vélez Carranza son producto de una sociedad sumamente injusta en lo económico y lo social que conduce a mucha gente, por pura necesidad y abandono del Estado, a trabajar, incluso, como mercenarios en los grupos armados ilegales; son cientos de miles los hombres y mujeres que no han encontrado otro empleo y otra oportunidad distinta a la de sumarse como combatientes a cualquiera de los ejércitos en guerra, en cuyo medio se van degenerando como seres humanos. O en trabajos, como el de matarife, en el que el respeto por la vida y el dolor ajeno se pierden por completo; trabajo que, como sociedad, delegamos en unos pocos, para sentirnos inocentes de la muerte de los animales que nos engullimos, aunque íntimamente sepamos que, al hacerlo, estamos ordenando su muerte. Considero ésta, una actitud hipócrita por parte de todos nosotros, los que nos llamamos cristianos o católicos, puesto que sabemos que el mandamiento divino de “no matarás” no se circunscribe a los seres humanos; cuando Dios dijo: no matarás, ordenaba respetar la vida de todos los seres vivos, incluidos los animales que optamos por convertir en nuestro alimento, y todos los otros que, como los elefantes, por citar tan solo una especie, sacrificamos sin necesidad alguna, para arrancarles los colmillos, y con el marfil hacer toda clase de joyas y adornos, sin importar que con ello los estemos llevando a su extinción. ¡Qué vergüenza que los seres humanos seamos capaces, por deporte, de masacrar a punta de garrote, todos los años, cientos de miles de focas en el Polo Norte, para luego traficar con sus genitales y sus pieles...! En fin, citar ejemplos de la maldad y la barbarie del hombre sería una tarea de nunca acabar. Creo que vivimos en una sociedad enferma; una sociedad que, si quiere sobrevivir, requiere de un cambio urgente y profundo. Eso es todo, señor juez. Sólo me proponía poner en un contexto social más sincero y real, libre de tanta hipocresía y doble moral, el acto criminal ejecutado por el acusado. Gracias, su señoría.

—Señor fiscal: su turno.

—Sí, señor juez... Yo..., sin tanta palabrería, y tomando como base lo sanguinario, infame y cobarde del asesinato múltiple perpetrado por al acusado; cobarde porque sólo un ser muy cobarde puede ser capaz de matar niños y adultos indefensos, quiero pedirle, respetuosamente, que aplique la máxima condena permitida para este tipo de delitos. Soy consciente de que en nuestro país no existe la pena capital, si no, mi petición sería que fuera esa la pena impuesta. El argumento de que nuestra injusta sociedad crea este tipo de criminales no tiene asidero en la realidad; todos los aquí presentes habitamos en la misma sociedad y no por ello nos hemos convertido en delincuentes y, mucho menos, en asesinos. Así que no considero que el contexto social del que hablaba el abogado sea un atenuante y, mucho menos, un eximente de ese atroz crimen que se realizó con extrema sevicia y tuvo como colofón la violación de una niña de catorce años. Gracias, señor juez.

 

El juez observó con detenimiento al fiscal y, luego, fijó su mirada en el acusado, cuya expresión continuaba siendo la de un ser ajeno, distante, vacío; un cuerpo cuya mente vagaba sin rumbo quién sabe por dónde. Podría afirmarse que, durante todo el juicio, este hombre había sido víctima de una especie de posesión paranormal; quizás, el alma de uno de los muchos animales que degolló en su época de matarife lo había encarnado; sus ojos parecían, por momentos, los de una de las reses que acostumbraban visitarlo en sus visiones y pesadillas nocturnas.

 

—Por hoy, se levanta la sesión —señaló el magistrado, a la par que se ponía de pie—; nos vemos mañana, a las 10 a.m., en este mismo recinto.

 

Abandonó la sala, y todos los demás, excepto el abogado y su cliente, hicieron lo mismo. El primero lucía muy golpeado por las palabras del fiscal; dejó caer la mirada al piso, y se pasó la mano por la cabeza.

 

—¿Por qué la violó?

—Me gustaba.

 

El abogado cerró los ojos con fuerza y apretó las mandíbulas y las manos.

 

—¿La violó porque le gustaba?

—Sí. Llevaba meses tratando de conquistarla y ella me ignoraba todo el tiempo; me pasaba por la cara todos los días a un revoltoso de izquierda que hasta terrorista debía ser... Dizque era su novio el hijueputica. No me lo quiso dar por las buenas, pues... me tocó tirármela por las malas...

—¡Qué maldad tan grande la suya! —dijo con una mezcla de tristeza y de rabia, y se quedó unos segundos vagando en la nada, sintiendo un hueco enorme en su alma—. ¿Por qué nunca me contó nada de esto?

—Usted no preguntó. Además..., son cosas de la intimidad de las personas...

—¡Pobre niña!

—¡Pues sí! ¡Lástima haber tenido que matarla! —Juntó los labios con fuerza, y movió la cabeza como negando un destino que hubiera deseado muy distinto—. Creo que hubiéramos hecho bonita pareja. —El abogado lo observó con incredulidad—. Sí; no me mire así. Ella, igualito que hacían las vacas y los terneros cuando trabajaba en el matadero, se me aparece por las noches y se queda mirándome; pero no con susto ni con rabia; me parece que me mira como con compasión; es una mirada amorosa... Desde que la maté, llego todos los días al catre con la ilusión de verla, para compartir en sueños lo que no pudimos compartir en la vida real...

Se interrumpió por el ingreso súbito de los miembros de la guardia carcelaria que, en segundos, lo esposaron y se llevaron; el abogado se quedó sentado durante cerca de media hora sin poder recobrarse. Como un ente, salió del juzgado y caminó cuadras y cuadras hasta que se encontró frente a su casa. En un estado similar se mantuvo hasta que el sueño lo venció no sabe a qué horas de la madrugada; todo el tiempo se negó a compartir con su esposa los pensamientos que lo atormentaban.

 

Al día siguiente, a la hora indicada por el juez, se hicieron presentes todos los que habían asistido el día anterior, excepto el abogado y el acusado; el primero ingresó cinco minutos después, saludó de forma lacónica y ocupó su puesto. El juez miraba intranquilo su reloj. Al rato, ingresó un oficial de la policía y se acercó al juez; le habló muy bajo y cerca al oído. Unos segundos más tarde, se marchaba por la misma puerta que había ingresado.

 

—Señores... —empezó a decir el juez—, este juicio... se suspende de manera... definitiva. —Dejó salir un suspiro—. Lamento tener que informar a esta audiencia que el acusado, en circunstancias que todavía no son claras, fue asesinado hace cerca de una hora, cuando se disponía a abordar el vehículo que lo traería a este recinto.

 

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Autor:

CARLOS CELY MAESTRE

 

Actor y director de teatro; guionista y escritor de ensayo, novela y cuento. Su novela “El Ministro” trata con profundidad y a través de una impactante trama, el tema del conflicto armado colombiano. Graduado en “Guion de Cine y Televisión” en la Universidad del Rosario; con diplomados en “Dramaturgia de Cine y Televisión” y en “Dirección de Actores”, además de un pregrado en “Electrónica y Comunicaciones” y un posgrado en “Telemática” de la Universidad del Cauca.


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