Tatik Carrión

 

Licenciada en Lengua Castellana y Comunicación, especialista en gerencia de proyectos educativos. Ha dedicado la mayor parte de su tiempo y de su vida a promover la lectura y escritura de literatura a través de diversos proyectos, entre los que se destacan: Encuentro de Escritores Fuerza de la Palabra, Programa Radial Tertulia Poética y su blog personal “Tatikescribe” en el cual, comparte una exquisita selección de poemas y cuentos cortos de autores universales.

 

Ha ganado varios premios y menciones, entre ellos: El cuento, “La lagartija” fue finalista en el I Premio Nacional de Cuento, La Cueva, 2011; “El gato Escritor”, Premio a las narrativas culturales, Ministerio de Cultura, 2012; Segundo puesto, con el poema “El olvido” Fundación Andrés Barbosa Vivas, 2013. El microrrelato “El paseo” fue destacado por su calidad narrativa en el primer concurso de relato breve de la FILBO 2015. 

 

Sus poemas, cuentos y reseñas aparecen en antologías literarias y diferentes revistas.

 

Tatik apoya nuestro proyecto de comunicación como Redactora de la sección de Literatura, a través de su separata "FUERZA DE LA PALABRA, Encuentro de Escritores y Lectores", sección que invitamos a visitar.


LA LAGARTIJA

 

“Cuando mi voz calle con la muerte,

mi corazón te seguirá hablando”

Rabindranath Tagore

 

El vecino se llamaba Pascual. Llegó con una lagartija muerta y unas frunas. Tenía los dedos llenos de mugre y los ojos grandes y oscuros. Liliana y yo nos miramos como entre sorprendidas y felices. A Liliana no le gustaba ver animales muertos, le dio rabia, se tapó los ojos. Yo me acerqué y observé a la lagartija, era verde como todas, fea y larga. No sentí compasión, de pronto si hubiera sido un conejito.

 

Liliana se destapó los ojos y miró. Regañó al vecino y dijo que enterráramos al animal. Pascual aceptó y yo dije que tocaba cavar, como si fuéramos a enterrar un tesoro.

―Podríamos ir al río ―dijo Pascual.

Mi hermana sonrió, parece que eso la calmó, le gustó pensar que seríamos buenos enterrando la lagartija.

―Yo no la llevo. Me da cosa ―les dije mientras caminaba adelante de ellos.

 

El río ya no era como antes… Estaba más sucio y seco, y los pastizales estaban quemados. Había basura y olía mal. Nos pusimos tristes por el paisaje árido y de pronto Pascual dijo: “--¡Les voy a echar la lagartija!” --Gritamos como locas y salimos a correr como perseguidas por un fantasma; corríamos y gritábamos. Pascual se reía y no corría tan rápido porque nos alcanzaba y se acababa el juego. Ahogadas y despeinadas, paramos. Estábamos en otra parte, un lugar más lejano a donde casi nadie iba. Tomamos aire profundamente y nos sentamos en el pasto. Pascual miraba alrededor.

―¿Dónde la enterramos? ―preguntó.

―¿Por qué la mataste? ―le preguntó. A Liliana se le asomó el rencor otra vez.

―¡Yo no la maté! Se estaba muriendo cuando la encontré ―respondió Pascual con voz seria.

―¡La dejaste morir! ¡Eres una porquería! ―le gritó Liliana y se puso de pie.

―¡Claro que no! Yo la quería salvar…pero no tenía aire y… se murió.

Ambos  miraron la lagartija tendida en el piso.

 

El sol nos daba en la cara. Se me ocurrió que nos metiéramos al río. Ya habíamos hecho las tareas y nuestra madre estaba en los cultivos. Lili hizo el almuerzo temprano, pero no queríamos ir a comer, preferíamos jugar y Pascual era el nuevo, venía del otro pueblo. Ya no tenía papá, como que se lo habían matado.

Caminamos despacio buscando un lugar para la difunta lagartija. A mí me daba igual enterrar o no al animal. Nos alejamos del río.

―¡Aquí! ―señaló Pascual.

Abrimos un hueco a seis manos.

―Más hondo, más hondo ―ordenaba Liliana, desesperada.

La metimos en el fondo. Entonces si me dio pesar, pero hice como si nada. Recordé a mi abuela, cuando se murió porque le dijeron que a mi tío lo habían encontrado ahorcado en el otro pueblo. Recordé a mi tío y la nariz me empezó a picar para llorar.

―¡Entierren esa maldita lagartija, ya! Estoy cansada y además quiero jugar. Después el sol se va y ya no tiene gracia meternos al río ―les dije empujando la tierra al hueco con los pies. 

 

Me miraron asustados pero ninguno dijo algo.  Pronto estuvo tapado el hueco y nos fuimos al río. Nos quitamos las camisetas casi al mismo tiempo, nos reímos cuando nos vimos el pecho al aire. A Liliana le dio pena. Pascual trataba de no mirarla. Lili era morenita como mi mamá, en cambio yo era blanquita como mi papá. Pascual era morenito como Lili, de pronto más y era alto, más alto que las dos.

 

Nos sumergimos. El agua nos acarició, nos sentimos libres y empezamos a jugar, a echarnos agua a puñados. Bastó con hacerle un gesto a Liliana para hacerle entender que nos uniéramos en contra de Pascual. Así lo hicimos, lo atacamos con toda el agua que nuestras manos pequeñas podían agarrar. De pronto escuchamos tres disparos. Ni nos miramos. Salimos rápido del río, buscamos las camisetas. Pascual nos cogió de la mano y corrimos los tres. Llegamos a un tronco, tal vez fue un árbol muy grande. Nadie entierra los árboles cuando se mueren. El espanto nos palpitaba en el pecho.

―¿Quiénes son? ―preguntó Liliana con la voz temblorosa.

―Seguro son ellos ―susurró Pascual

―Son los matones de los otros pueblos, los que mataron a mi tío. ―dije y una voz chillona se me esparció por la garganta.

―¿Habrán matado a alguien? ―preguntó Liliana recogiendo las rodillas para abrazarse. 

―Sí. ―respondió Pascual.  

Nos quedamos callados,  harto rato. Se nos secó la ropa sobre la piel. Pascual dibujó en la tierra. Liliana le dibujó alrededor de sus figuras.  Yo pensaba en el posible muerto. Me lo imaginaba como a mi tío: con los ojos abiertos. Otra vez me picó la nariz.

―¡Esos matones son unos hijueputas! ―grité de repente.

Liliana le susurró algo a Pascual. Él se puso de pie, me abrazó y me dijo en el oído: “--No llore. Cuando yo sea grande los voy a matar a todos.  No quedará ninguno vivo. Por mi papá y su tío. Se lo juro”.

Lo abracé más fuerte. La idea de la venganza me gustó.

―¡Juguemos otro rato! ―propuso Pascual.

―Tengo miedo y me quiero ir ―respondió Liliana.

―¡Ayyyy Liliana…otra vez! Yo me voy a quedar con Pascual…no me quiero ir a la casa.

―¡Que mi mamá nos va a regañar!

―¡Qué me importa! ¡De malas! Además mi mamá llega por la noche.

―¡Yo me voy! ―dijo y se alejó.

Pascual y yo nos miramos.

―¿Qué hacemos? ―me preguntó.

―Ah, esa Liliana, siempre es así. Siempre sale con esas…Toca llamarla, si no se va sola.

―¡Liliana! ¡Liliana! ―gritamos.

 

Liliana se dio vuelta, nos miró y otra vez cogió camino acelerando el paso.  Corrimos y la alcanzamos. Estaba furiosa, no nos hablaba. Al fin le habló a Pascual porque le regaló una flor.  Jugamos un rato en un árbol trepándonos como micos. Pascual trataba de no mirarnos los calzones. Ambas teníamos falda. Yo una blanca y ella una rosada con flores. Cuando estuvimos en la copa del árbol, pudimos ver qué tan grande era la vereda y tratamos de adivinar dónde quedaban las casas. Pascual nos contó historias, y yo para no quedarme atrás me inventé algunas. Liliana se reía mucho, sabía que eran puras mentiras.

 

Estábamos poniéndole cuidado a Pascual, cuando escuchamos otros dos disparos. Nos bajamos del árbol y nos escondimos detrás. Liliana iba a llorar. Pascual le tapó la boca con la mano y la abrazó. Yo me agaché hasta que me arrodillé y me asomé. Eran cuatro hombres, miraban para los lados, no hablaban, solo se miraban. Liliana respiraba fuerte, le apreté con fuerza una pierna porque nos podían encontrar y matar. Entendió. Nos quedamos quietos mientras sus pasos se acercaban. Pascual los observó con odio igual que yo, en cambio Lili lo hizo con miedo. Pasaron de largo. Respiramos. Nos quedamos ahí como unos cinco minutos. A lo lejos se veían sus cuerpos, cada vez más pequeños, avanzando hacia las montañas.

 

Otra vez caminamos en silencio. Yo le quería preguntar a Pascual por su papá, pero me dio miedo su reacción. Si a mí me mataran a mi papá, no quisiera que me preguntaran por eso, así como no me gusta que me pregunten por mi tío. Liliana se fue abrazada con Pascual. Miramos el cielo despejado. Pensé en mi tío y en los cuatro hombres. .. A mí me gustaba Pascual y a Liliana también. Como yo me había dado cuenta, decidí que era mejor dejárselo a ella. Yo no quería casarme ni tener hijos. Yo lo que quería era buscar a los matones de mi tío y quemarlos. En cambio Liliana era dulce, era como mi mamá, quería tener hijos y ganado, ¡ah! y una casa grande, eso decía.

 

Pascual sacó las frunas, estaban mojadas. Él se comió una y a nosotras nos dio de a dos. Se me pegaron a los dientes, con la lengua las saqué, eran de limón. Ya era tarde y seguramente nos iban a regañar, aceleramos el paso.

 

Cuando llegamos a la casa, la mamá de Pascual estaba afuera, se veía rara. Era una mirada que yo había visto antes. Se vino caminando hacia nosotros, y regañó a Pascual desde lejos, no se entendía bien lo que decía. Pascual soltó la mano de Liliana. Todos nos separamos como si no fuéramos tan amigos.

―¡Pascual! Vaya se baña y se pone el traje negro.

Los tres nos miramos rápidamente. Pascual se alejó lentamente con su madre. Otra vez recordé el entierro de la lagartija, estaría debajo de la tierra, para siempre. Me dieron ganas de llorar pero apreté los ojos.

Nos quedamos afuera con Liliana haciéndonos las trenzas para que no nos regañaran.  Salió mi mamá, con el rostro hinchado y pálido.

―¿Dónde estaban?

Nos quedamos mudas del susto.

 

― ¡Alístense! Mataron a su papá en el río.

 

 




 

DELIRIO

 

A la mujer le dolía tanto la cabeza que se le estalló. El ruido fue parecido a la explosión de un globo inflado con helio. El cuerpo inerte cayó. En el aire, las palabras y las imágenes flotaban. Eran muchas, todas las que guardaba desde pequeña.

 

Las personas que estaban en la plaza principal quedaron sorprendidas. Algunas se asustaron y salieron a correr; otras agrandaban los ojos para ver más allá de las visiones, y pocas, con seguridad y éxtasis, caminaron con pasos firmes hacia la magia flotante del corazón femenino que se abría como para el amor.

 

Un niño señaló la imagen de una muchacha elevando una cometa. “¿Qué es esto que vuela?”, dijo el niño con asombro. “No la toques”, le dijo su madre abrazándolo y acompañando ese descubrimiento que los uniría para siempre. El abuelo disfrutó viendo cómo la palabra amor se iba elevando lentamente por los árboles y luego por los cielos. Sonrió. Varios jóvenes siguieron las palabras: sosiego, pasión, locura, libertad, alegría... y desaparecieron en esa bella travesía.

 

Los paisajes se acomodaron como exposiciones de pintura. Los susurros enamoraron a los hombres solitarios y las canciones despertaron esperanzas en las mujeres tristes. Los olores se confundieron entre sí y se impregnaron en la piel de los habitantes que entraron en ese ensueño.

 

“A lo mejor esta mujer fue escritora”, se dijo un hombre que en la palma de su mano sostenía la imagen de un libro abierto. Se entregó a la lectura sin importarle los hechos alrededor. Página a página leyó una historia en la que el viento, cantando, llevaba y traía razones de las orillas de todos los mares del universo.

 

Los miedos también festejaron su libertad y salieron a incrustarse en otras cabezas. El más grande se instaló en un anciano que empezó a decir que el mundo se iba a acabar y que no se quería morir. Gritó tanto que la voz se le escapó. Asustado, salió en su búsqueda. Por entre el gentío, la voz volaba libre como un pájaro que había estado enjaulado toda su vida. A lo lejos se veía un hombre mayor correr detrás de un ave multicolor por todo el pueblo, un lugar que no aparecía en los mapas. Ambos desaparecieron.

 

La risa y el llanto de la mujer resonaban por todas partes. Los rostros de los hombres que amó se fueron desdibujando lentamente. Primero como copos de nieve y luego como una tenue lluvia de cenizas. El olvido llegó a la misma hora de la muerte, como seguramente alguna vez le fue revelado.

 

El cuerpo fue robado por un mendigo, quien lo arrastró y lo puso debajo de un árbol donde se escondió con la evidencia. Le contó su vida mientras le ponía pedazos de pan en las manos. Fue feliz por estar acompañado, se abrazó a ella y se quedó dormido tan profundamente que no volvió a despertar.

 

Mujeres llorando y riendo, hombres en silencio y tarareando, niños correteando imágenes como burbujas de jabón que al tocarlas desaparecen, unos danzando y otros leyendo, todos fuera de sus casas y sus cabezas: así pasaron horas y horas hasta que la nostalgia, lo más grande que tenía aquella mujer en su vida, se apoderó de todos, enmudeciéndolos para siempre.

 




 

VOCES

 

“Los libros van siendo el único lugar de la casa

donde todavía se puede estar tranquilo”

Julio Cortázar.

 

La entrega fue oportuna. Los dos camiones retornaron vacíos a la ciudad. La casa se llenó de libros. Todo el capital ahorrado durante muchos años y obtenido en tareas y oficios que nunca les gustó, lo invirtieron en literatura. Los propietarios se concentraron en adaptar los espacios y en revisar el inventario, pasaron tantos días así que no se dieron cuenta de que los personajes de las obras salían a conversar unos con otros como si se tratara de un encuentro de viejos amigos. ¿De qué conversaban? De lo único que sabían, de sus propias historias: mujeres que hablaban de sus soledades, hombres que recordaban su primer amor, gatos extraviados en otras dimensiones, niños llorando o riendo, armas, muertos, entierros, casamientos, orgasmos y secretos, llenaron la única casa del pueblo que ahora tenía biblioteca. Los libros ocuparon la sala, el hall (que era bastante estrecho) el rincón de las escaleras y casi como una epidemia en el cuarto: cajas de cartón aquí y allá, hileras por colores y tamaños por todas partes: debajo de la cama, en las mesas, cerca al armario, debajo de las sillas. Luego, como por suerte, recibieron una carta de una fundación que les informaba sobre una donación que ellos no solicitaron nunca pero que aceptaron con gracia y sorpresa. La pareja feliz recibió las nuevas adquisiciones, encontrando en esta nueva etapa lo que no hallaban en la realidad: la dicha. Fueron felices así una década. Los libros ocuparon el espacio de los hijos que nunca tuvieron. Días enteros entregados a la lectura y a la cocina.

 

Con el tiempo se hizo necesario vender algunos muebles y regalar la cama del cuarto de huéspedes. Por fortuna, la lectura no se convirtió en una competencia sino más bien en un encuentro con el otro. Cuando Lola estaba de mal genio y quería decirle algo a Darío, le sugería la página tal del libro tal; Darío leía y para darle una respuesta, ojeaba uno, dos o tres y luego le señalaba el nombre de la obra, el autor y la página. Esas eran sus cartas de amor, su forma de saberse, su correo.

 

Hubo tiempo hasta para escribir. Después de profundas lecturas e inacabables tertulias, escribían interminables ensayos, reseñas y artículos y de allí nació la idea de conformar una editorial. Ambos pensaron que desde su casa podrían trabajar, obtener recursos y vivir de la labor de publicar a otros. Unas semanas después, eran editorial e imprenta. Tuvieron que contratar a Macías para la impresión y a Matilde para los oficios y la alimentación, (una vez no comieron durante tres días por estar leyendo). Matilde y Macías se encantaron tanto con los libros que decidieron radicarse en el centro del pueblo para estar más cerca de la editorial e involucrarse en sus actividades.

 

Todo funcionó muy bien durante muchos años, la empresa, la escritura, la lectura y el amor, pero algo ocurrió: Darío comenzó a tener sueños raros que desembocaron en una ilusión extraña con la hermosa protagonista de una novela que estuvo debajo de una hilera larguísima de libros: “Lucía no come chocolates”.

 

Nadie sabe a ciencia cierta, ni siquiera el mismo Darío, cuándo empezó a soñarla, a desearla e inventarla. Las charlas con su mujer comenzaron a ser más cortas y más escasas. Se le veía alegre a todas horas, hasta romántico cantando boleros y tangos. Lola, en cambio, estaba ensimismada, le dolía la violencia y la injusticia; se aislaba del mundo. No era raro verla sentada en el piso en algún rincón por horas y horas, primero, devorando libros y, luego, dolorida por lo leído. Una vez lloró dos días seguidos por la muerte de un niño de un pueblo que no existía.

 

Entre Darío y Lola empezó a crecer un gran abismo. Los amigos dejaron de visitarlos al notar la distancia insalvable de la pareja y el cambio abrupto de sus personalidades. Sus empleados cansados, renunciaron a la empresa familiar.  Lola decepcionada, decidió encerrarse del todo y no tener mucho contacto con la realidad, en cambio su esposo, convirtió sus salidas al café, en un ritual. Aunque le costara concentrarse en las lecturas (porque frecuentemente se le iban los pensamientos a ese ser imaginario que era Lucía). Esa tarde tampoco pudo concentrarse, decidió dedicarse al ensueño para sentirse libre. Cuando se dio cuenta, ya era tardísimo, se levantó, buscó dinero y pagó. Cuando iba a cruzar la puerta para dar con la calle, una voz le dijo:

 

—Señor, se le quedan sus libros.

 

Darío volvió la mirada lentamente mientras pensaba que esa voz tan deliciosa debería tener al menos un rostro deslumbrante y al contemplarla, lo confirmó.

 

—Yo también voy de salida y me fijé que usted dejaba sus cosas —agregó la mujer.

Era bellísima, alta, pelo largo negro, ojos grandes y la boca pintada de rojo. ¡Era la mujer de la novela! La invocó tanto que vino a buscarlo en el lugar de sus plegarias.

 

—Gracias —contestó, sorprendido y nervioso.

 

Ella le sonrió y se fue. Él se quedó inmóvil mirándola desaparecer, tratando de comprender a los fantasmas, buscando en su cabeza una escena como ésta en los capítulos ya leídos de la novela. Se sintió un poco tonto y envejecido. Pensó en todos los años que ya tenía encima, en lo desagradable de su apariencia física y a pesar de que la aparición de su amor duró un segundo, seguía nervioso y declarándose el hombre más torpe y cobarde del mundo; sí, claro… ¡tuvo la oportunidad de contarle a su personaje preferido lo que sucedía en su mente y la dejó ir! Tantos días pensando en ella y no ser capaz de confesarse. Después de esa sensación de malestar se prometió cambiar y en el camino a casa evocó tantas veces la escena de la aparición que resultó repitiendo una y otra vez lo que él dijo en esa pequeña conversación: “Gracias”.

 

Al regreso a su casa volvió a conversar con Lola.

 

—¿Crees en los fantasmas? —le preguntó muy inquieto con el libro de Lucía en la mano.

 

—Claro, ¿quién dice que nosotros no somos un par de ellos?

 

Tanto leer sobre espíritus que ellos mismos terminaron siendo espectros de un pueblo que ahora les parecía ajeno. Compartieron nombres de autores que mencionaban asuntos paranormales en sus obras. Aunque algunas risas acompañaron la charla, pronto el tema acabó y cada uno volvió a la enfermedad de las alucinaciones.

 

Un martes de febrero, Lola se levantó más temprano y se dirigió a la biblioteca. Mientras se acercaba, observó a lo lejos un hombre sentado de espaldas a ella. Asombrada y al mismo tiempo soñolienta, quiso engañarse de que se trataba de Darío, pero no era así. Su esposo dormía todavía. Asustada y curiosa, se sentó encima de una caja de libros y se quedó mirándolo. Recordó la charla de días pasados. ¿Sería un fantasma? ¿Qué se le pregunta a un espíritu? ¿Se presentarían por alguna invocación especial? El hombre en silencio, se pasaba las manos por el rostro una y otra vez, hasta que no pudo contener las lágrimas. El llanto era suave como las lloviznas de esa mañana. Gimoteaba sin decir una sola palabra. Lola se conmovió y se acercó.

 

—¿Por qué lloras?

El hombre giró su cuerpo hacia ella y empezó a disolverse lentamente hasta desaparecer. Ella se acercó y se fijó: eran cenizas de letras minúsculas y delgadas. “Eso terminamos siendo”, pensó y las arrojó al jardín. Una extraña alegría se apropió de ella como quien tiene una extraordinaria revelación.

 

Darío empezó a visitar el café con más frecuencia. Esperaba con ansias el regreso de Lucía. Pasaron dos semanas y la ansiedad le devoraba el tiempo, el pensamiento y hasta el apetito. La tal Lucía, o la mujer a la que él llamó así, no dio señales de vida. Le preguntó a las meseras y a uno que otro conocido… nadie daba razón de la mujer hermosa que él describía.

 

La editora alteró el tiempo en su vida. Dormía todo el día y en las noches conversaba con sus nuevos amigos que no eran imaginarios ni fantasmas, simplemente hombres y mujeres de otras dimensiones y épocas con otras formas de vivir. Era gracioso verla por la sala golpeando en las cajas y en los libros para que ellos salieran a su encuentro. Tenía que susurrar, bajar la voz porque temía que su marido despertara y la hallara en semejante situación, y no era porque fuera vergonzosa o ridícula sino porque él sabría qué tan grande era su soledad y comprendería que a pesar del tiempo compartido, ahora eran dos extraños en un mismo espacio.

 

La protagonista que no comía chocolates, apareció de nuevo con el cabello más corto y los ojos más grandes. Darío estaba en el establecimiento y no dudó un solo instante en abordarla, en ofrecerle un café, en decirle que se fueran juntos a la Patagonia, a la punta del mundo, a la muerte, a donde ella quisiera ir, bastaba con que ella mencionara el lugar y allí estaría, para verla y contemplarla, desnuda, vestida, riendo, durmiendo… Él podía enseñarle todo, a vivir, a escribir, a tejer, a amar, a excitarse, a morir…Él y ella como en la novela leída unas doce veces sin descanso alguno. Se sabía los capítulos de memoria. Pensaba una y otra vez en qué le habría cambiado a esta escena, al final, al comienzo…

 

Lola interrogó a su esposo sobre su paradero en las tardes, no por celos sino para arreglar una cita con José, un historiador desaparecido en 1967 quien para salvarse de la muerte, escribió casi mil cuentos y se incluyó en ellos para sobrevivir. Después de visitar varios países de esa extraña manera, lo “instalaron” en la casa de Lola. Contó que las bibliotecas y librerías le resultaban aburridas porque todas las mujeres salían espantadas cuando él se les presentaba. En cambio, cuando se reencontró con Lola, un amanecer en el jardín, se sintió tranquilo porque ella le sonrió abrazándolo con sus ojos después de escuchar su historia de cenizas. Desde ese momento entablaron una relación hermosa mediada por los poemas, por los golpecitos en la caja en que ella lo guardaba, en los besos que no se daban y en el futuro que parecía no existir…Le contó que aprendió varios idiomas gracias a un amigo profesor que andaba de librería en librería en forma de diccionario buscando la palabra “devoción”. Como ambos tenían tiempo suficiente, el uno le enseñó idiomas al otro y el historiador le resumió el mundo en tres años.

 

Por supuesto que Darío conquistó a la misteriosa mujer que sólo él conocía. Nunca se le había visto tan enamorado hasta quiso llevarla a la casa para que estudiara y dedicara su vida a los libros, pero optó por regalárselos y alquilarle un apartamento. A pesar de que ya no cruzaba palabra con su esposa, no fue capaz de perturbarla más de lo que ya parecía estar. Lola durmió por primera vez y por muchos días con José; la noche la sorprendía abrazada a la nada y con el rostro más tranquilo del mundo. Deseaba hablar todo el tiempo con el inquilino más importante de su casa, buscaba escenas para conversar: “página treinta y siete, no, no, no esa no era, ¿cuarenta y siete? ¡Ahhhh! ¿En qué página quedé de verme con él? Seguramente dejé olvidado el libro en alguna parte” y corría aquí y allá, buscando entre las cajas, entre las hojas y sus ojos, las líneas que ahora eran su vida.

 

Lucía se cansó de escuchar poemas y canciones. El insoportable viejo la buscaba y la celaba a todas horas y en todas partes. Se sentía tan abrumada que tuvo que inventarse un viaje. Le dijo que se marcharía para siempre a lugares que no podía revelar, que era una expedición secreta. El enamorado se opuso y prometió cambiar, pero la historia de las persecuciones se repetía cotidianamente. Hastiada se fue de un momento a otro sin dejar siquiera una nota de agradecimiento o de despedida. Darío entristeció. Bajó excesivamente de peso y las grandes ojeras hicieron que vecinos y amigos pensaran en extrañas enfermedades; además, lo veían hablando solo por la calle, recitando poemas, cantando boleros y repitiendo el nombre de una mujer desconocida.

 

Matilde y Macías, en un acto de solidaridad por ayudar a los que fueron sus jefes se encargaron de la casa y de la editorial. Los primeros meses hicieron los envíos convenidos e imprimieron algunas obras nuevas. Los autores publicados empezaron a hacer exigencias ridículas como publicidad con posters y eventos costosos a los cuales no acudían sino sus familiares. Pronto los amigos de la pareja se cansaron de la editorial, de la imprenta y de las actividades literarias. Matilde, quiso convertir la casa en una gran biblioteca como para no acabar con todo de una sola vez, pero cuando recordaba que muy pocos leían se resignó a conservar los libros más significativos y en su oficio juicioso, regaló, donó y prestó muchos y con ellos se fueron Lucía no come chocolates y La historia no perdona olvidos, el libro de cuentos del historiador.

 

Darío regresó a la casa y se instaló en el cuarto de huéspedes. Lola guardó silencio y no pidió explicaciones. Pasaron semanas y quizá meses, y no salían de su letargo. Dejaron de lado sus nombres, sus angustias, sus alegrías, sus antojos… se fueron olvidando de sí mismos, y ya ni horarios hubo para alimentarse y dormir. No volvieron a salir de su casa ni a comunicarse con nadie. La última vez que se les vio parecían sombras, ella dando círculos en su jardín sin flores y él, concentrado en sus pensamientos hacía la ausente Lucía. De manera paulatina se fueron apagando como una vela cuando llega a su fin, convirtiéndose en voces que susurraban, cantaban y se silenciaban; voces que caminaban por la casa, recordando cómo fueron y gimoteando por ello; murmullos que se escurrían por las paredes, la cama, los sillones. Se fueron a dormir en sus libros de cuentos, delirios y poemas, los mismos que ellos escribieron para perpetuarse, para no morirse olvidados en algún rincón polvoriento o en el mueble alto de una biblioteca a donde unas manos humanas no alcanzan.

 

A veces, Matías y Matilde, los escuchan susurrar entre las hojas.

 

 

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Separata Literaria Quira Medios

FUERZA DE LA PALABRA

Redactora Tatik Carrión