Beatriz Vanegas Athías

Escritora de Majagual (Sucre), 1970

 

Editora de Ediciones Corazón de Mango. Doctoranda en Letras, Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Columnista de El Espectador y El Meridiano de Sucre.

 

Sus más recientes publicaciones: Crónicas para apagar la oscuridad, crónicas y reportajes, Ediciones Universidad Industrial de Santander, 2011; Con tres heridas yo, poemas, Ediciones Caza de Poesía, 2012; Todos se amaban a escondidas, cuentos, Ediciones Corazón de Mango 2015; Festejar la ausencia, antología poética, Un libro por centavo, Universidad Externado de Colombia, 2015; ABColombia poemas para niños, Ediciones Corazón de Mango, 2018; Llorar en el cine, poemas, Ediciones Corazón de Mango, 2018, Goles, chilenas y gambetas, poemas para niños, Ediciones Corazón de Mango, 2018.

 

Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, Premio Nacional de Poesía Casa Silva y Premio Internacional de Poesía Pilar Paz Pasamar, Jerez, España.

 

 

 

Las Damajuanas*

 

1

Vivían en la Calle de la Estampa. La mayor se llamaba Inma y la menor Damajuana. Pero esto es un decir, en realidad sólo se llevaban dos años. Inma había venido de Magangué y Damajuana era del pueblo. Por ser nativa de Sacramento, su nombre se impuso sobre el de Inma. Así que todos dimos en llamarlas Las Damajuanas. En esa costumbre sacramentense de llamar niña a toda señora, doña o persona mayor que inspirara respeto, ambas se convirtieron en “las niñas Damajuanas”. Aunque a mí nunca me gustó igualarlas porque siempre creí que cada una de las Damajuanas tenía su manera propia de habitar Sacramento.

 

Su casa pintada de verde olivo era sencilla y estaba ubicada en la esquina de más movimiento de la calle. Nadie recordaba desde qué época vivían allí. Para mí, siempre tuvieron cuarenta años y una tienda a donde mi madre me enviaba a conseguir botones y encajes para los vestidos que mi tía me cosía.

 

La más amable era la niña Inma, sus cabellos cortos y peinados hacia atrás dominados por el aceite Johnson, daban a su rostro tal adustez, que era fácil suponer los raudales de paciencia que derramaba cada acto de su día. Tenía tal serenidad para buscar el botón preciso en cada uno de los compartimen- tos del estuche transparente donde guardaba miles de todos los colores y formas. Hasta que hallaba el necesario. Entonces cobraba, los envolvía en el papel de colores cortado en cuadritos; guardaba las monedas en el cajón de madera y me decía que le diera saludos a mi mamá de su parte.

 

La casa de las niñas Damajuanas era una tienda, seguida de una trastienda dividida por un cancel hecho con sacos de urea a donde se empacaba el arroz pilado para la venta. Allí, en la trastienda, había una cama grande y otra chiquita, un ventilador, un escaparate que parecía un barco anclado y en ruina y dos mecedoras de hierro tejidas con plástico.

 

Después seguía el patio que era el sitio más grande y bello. Tenía sembrado lirios, un palo de limón y dos de guayaba. Uno entraba al patio y veía cómo en el aire se cruzaban el aroma del limonero con el de la guayaba y el de los lirios. En esa amalgama no se distinguía cuál era el olor más sabroso. La tierra pisada era de color rapé y de ella emergía un palomar que a veces parecía que se iría volando en las patas de los cientos de palomas que aterrizaban a comer maíz partido, arroz sin cáscara y a darse un chapuzón en las vasijas plásticas llenas de agua que Inma siempre mantenía aseadas.

 

Pero lo que más me gustaba de aquel patio era una inmensa escultura de barro que en forma de iglú permitía la entrada y la salida de una pala que despedía los más apetitosos olores. Olor a pan recién horneado, a molletes, a galletas polvorosas, a pan de agua, a galleta de panela, a bizcochos con bocadillo.

 

Todas las tardes me enviaban a donde Las Damajuanasa comprar el pan para el desayuno y todas las tardes Inma, aprovechaba un descuido de Dama para guiñarme el ojo y echar en mi bolsa de plástico, dos galletas polvorosas de más. Era la ñapa, me decía con picardía. Enseguida levantaba la voz para que Dama escuchara:

 

- Estas polvorosas son las más deliciosas porque tienen un corazón de bocadillo para meter el dedo y llevarlo a la boca pleno de dulce.

 

Yo estaba de acuerdo.

 

Una tarde que fui a comprar el pan, noté que Inma estaba muy apresurada por atender a los clientes. Iba y venía de la tienda a la trastienda. Cuando llegué, me hizo pasar al patio y suplicó que la esperara mientras despachaba a una señora que venía por dos libras de ñame. Me senté en una mecedora y vi que en la cama grande estaba dormida la niña Dama. A su lado, una mesita de noche llena de frasquitos de remedios. Estaba arropada en plenos treinta y ocho grados. El rostro   de Inma cambió de la ansiedad a la angustia cuando puso su mano en la frente y el cuello de la niña Dama.

 

Con cuanta delicadeza la sentó y le dio una cucharada de jarabe. Con cuánta delicadeza dejó que la cabeza de Dama se posara nuevamente en la almohada. Con cuanta angustia suspiró y caminó como quien se dirige a la horca a buscar los panes que desde hacía más de media hora yo aguardaba. Recibí mi encargo, entregué el dinero, pasé nuevamente por la cama donde la niña Dama era un montón de espasmos y me subí a la bicicleta para pedalear calle arriba, pensando en que Inma había olvidado darme las dos galletas polvorosas que siempre me obsequiaba de ñapa.

 

 

2

Mi mamá me llevaba los domingos a misa. Escuchaba y era feliz con la banda de música que tocaba La Lorenza. Manuelito Flórez nos extasiaba con sus solos de clarinete y después se unían con alborozo las trompetas, el bombo y los platillos de Adán Alemán. Ir a misa era una fiesta. En esas estaba cuando de pronto vi que pasaban muy cerca de nosotras Las Damajuanas. Iban hermosas con sus mantillas negras. La niña Dama caminaba un tanto endeble, pero el fuerte brazo de Inma sostenía su caminar. Dieron el último toque y entré con mi madre a misa. Situada detrás de ellas podía observarlas a mi antojo. Me encantaba ver el cuchicheo de Las Damajuanas, me embebía ver cómo Inma estaba pendiente de Dama, cómo la ayudaba a levantarse luego del ofertorio.

 

Mi mamá se acercó a ellas cuando terminó la misa y preguntó por la salud de Dama, Inma aprovechó para sobarme la cabeza y guiñarme el ojo. Entonces me dijo que ya no se iba a olvidar más de darme la ñapa, que disculpara su olvido del otro día.

 

Salimos de misa y vi cómo mucha gente indagaba por la salud de Dama. Eran muy queridas Las Damajuanas, de eso no había duda. Las vi alejarse tomadas del brazo hacia la Calle de La Estampa, a lo lejos sólo se divisaba una calle de polvo amarillo transitada por decenas de feligreses que retornaban a sus casas. Mis ojos se alargaron detrás de un par de señoras con mantillas negras que iban felices conversando de lo lindo.

 

 

3

Crecí y vi cómo envejecían las Damajuanas. Aunque su vejez era distinta a la de mi tía, por ejemplo. La vejez de ellas era una vejez serena, apaciguada. La vejez de mi tía, tal vez por sus cinco hijos, era una vejez angustiada. Marcada por arrugas como caminos que nadie quisiera transitar.

 

Muchas bodas presencié en la Iglesia. En los festejos de los matrimonios siempre me encontraba con Las Damajuanas. En una de esas fiestas noté cómo Inma se embriagó y a Dama le tocó llevarla casi cargada a la casa.

 

Eran muy buenas bailadoras. Cuando daban las tres de la mañana, los parejos que habían tomado desde el día anterior, caían sobre mesas y mecedoras fulminados por el ron. Las mujeres veían que apenas empezaba la fiesta, se quedaban sin parejos. Pero Inma surgía dicharachera. Conjuraba la pe- sadumbre y con desparpajo invitaba: ¡Pues si no hay parejos, bailemos entre nosotras! ¿O es que nos vamos a perder esta banda que suena tan bueno?

 

Hasta que el día clareaba las mujeres bailaban en la calle con los pies descalzos. Primero se emborrachaban los músicos de la banda que ellas. Yo veía cómo descendía el licor de las botellas y pasaba a las gargantas de las festejantes, pero esas mujeres seguían tan impávidas como si padecieran una sed insaciable. Mi madre era una de esas mujeres y las Damajuanas una de las parejas que no perdía una sola pieza. Entre sueños, las veía abrazarse ante la indiferente ebriedad de las demás.

 

 

4

Un día Inma amaneció muerta en la cama de la trastienda. Fue un infarto escuché que dijeron. Corrí hasta la tienda que ya estaba atestada de vecinos y casi me caigo del susto cuando escudriñé el rostro de la niña Dama y percibí que en menos de un día le cayeron todos los años encima. Sus ojos verdes se volvieron grises de tanto salir por ellos unas lágrimas gruesas y silenciosas. Sus cabellos negros se platearon como si hubiesen estado expuestos a una nieve indeleble. No gritaba, no se daba golpes de pecho como se acostumbraba en el pueblo. Sólo miraba y miraba a Inma que parecía dormida y entre más la miraba, más lloraba. Los dolientes se acercaban con tal recato, que nunca había imaginado a mis paisanos capaces de ser tan respetuosos con el dolor ajeno.

 

Siempre me pareció mágica la manera cómo en Sacramento los espontáneos voluntarios fabricaban la escenografía de la muerte en cuestión de minutos. Raudos entraban veladoras, sábanas blancas, floreros, cuadros de las ánimas del purgatorio, de la Virgen del Carmen y del Corazón de Jesús para decorar el altar al que no podía faltar el vaso de agua para que el alma de la muerta llegara en la noche a saciar su sed y no se quedara atascada en el purgatorio. Las sillas se dispusieron en círculo en un abrir y cerrar de ojos. Y las mujeres más viejas vistieron bellamente a la difunta.

 

Entonces vi cómo el patio cambió sus olores: ahora expelía el olor del dolor que salía de las veladoras, de las flores de coral y cayenas que se sumaban a lo que debían oler las lágrimas de Dama y de los más cercanos a ella.

 

Medio pueblo fue al entierro. Dama estaba desmadejada, pero entera. Soportó la procesión con el ataúd. El interminable sermón del padre. La entrada al cementerio. Sus sobrinas la sostenían porque creían que se iba a desmayar. Pero no, Dama misma ayudó a entrar el ataúd a la bóveda con manoscerteras tatuadas de venas como ríos verdes. Después regresó a la casa como quien marcha en una procesión. Y se sentó en una mecedora del patio a llorar en silencio y a levantar las manos para recibir los abrazos de pésame que fueron más de cien.

 

A las cinco de la mañana mi madre y yo regresamos exhaustas a la casa.

Dama se fue a vivir a La Calle De la Luz, a casa de las sobrinas. Allí fue confinada a la cocina y a la crianza de cuanto niño le trajeran los sobrinos. Extrañamente para Sacramento, las dos sobrinas, Griselda y María de los Ángeles tampoco se casaron nunca.

 

El año que cumplió ochenta y siete años, Dama murió de muerte natural, veinte años después de Inma. Fui al sepelio con mi madre y con mi hijo menor.

 

Caminábamos como contando los pasos cuando veníamos de regreso del entierro. Entonces pasé por la esquina de la Calle de La Estampa que hoy se llama Calle del Comercio, y a pesar de que en esa esquina ahora funciona un hotel, llegó a mi nariz un olor delicioso, suave, aromatizado. Un olor muy parecido al de aquellas galletas polvorosas, las que Inma me daba de ñapa y que tenían en el centro, un corazón de bocadillo para saborearlo con fervor.

 

 

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* Del libro “Todos se amaban a escondidas” de Beatriz Vanegas Athías, Ediciones Corazón de Mango, 2017. 2ª. ed.

 

 

 

 

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