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Un hombre de familia

Nicolás Correa

nicolas.culturagcba@gmail.com

 

Lo habían discutido en la comida. Ella le había dicho que debían festejar, cincuenta y cinco años no se cumplían todos los días. Él había sido reacio a la idea, nunca había dejado de serlo, y le dijo que ya no soportaba que todos llegaran, comieran y se fueran. Ella argumentaba que cincuenta y cinco años era más de la mitad de una vida y él le decía que no iba a vivir más de setenta años, por lo tanto ya había pasado la mitad de su vida.

Esa noche se acostaron y ninguno dijo nada. La discusión había tenido una última palabra: la de ella, y la negativa de su marido. Por la mañana, la mujer se levantó temprano, encendió un cigarrillo y abandonó la cama, mientras él la espiaba de costado. El reloj marcaba las ocho y media y él aprovechó para abrir la ventana y dejar que el viento fresco se llevara el humo. Se quedó pensando en que era una mujer estúpida cuando tenía ganas. Esa idea de llenar la casa de gente extraña que luego no vería el resto del año, que comieran su comida, tomaran su bebida, usaran su baño y se marcharan, esa idea no le agradaba. Sabía bien de qué se trataba todo eso. En una fracción de segundo se desplazó por su cabeza la imagen del cumpleaños de quince de su hija. El puto cumpleaños de quince de la nena, se dijo. El hombre hundió la cabeza en la almohada y la movió en signo de negación.

Estuvo en la cama hasta las once de la mañana, tratando de elucubrar alguna medida que pusiera freno al festejo, cuando sintió la voz de su hija en el comedor. Necesita plata, se dijo. , viene a pedir plata, pensó. Siempre que viene lo hace. Pero mañana es mi cumpleaños, ¿sería capaz de sacarme lo poco que tengo? Giró en la cama y quedó frente a una pared descascarada por la humedad. Siguió las grietas que se formaban como si fueran venas que se desprendían del cemento.

Se puso de pie y abrió la puerta para ver si su mujer y su hija estaban en el comedor, pero no las vio. Salió de la pieza y se iba a meter al baño, cuando escuchó un murmullo en la cocina. Apoyó la espalda en la pared y miró al frente. Se desplazó sin hacer un movimiento de más, acercándose a la puerta de la cocina.

― Mamá, no puedo aguantarlo más, tengo que decírselo. Papá es el único que no lo sabe y no es justo.

― Hija, es el cumpleaños, ¿te parece buena idea elegir este momento?

― ¿Y sino cuándo, mamá? Me querés decir, ¿cuándo? No puedo estar mucho tiempo guardándome esto, mamá.

― No te enojes, Telma, por favor, no te enojes, Telmita. Si creés que es el momento, decíselo y se acabó.

― Mamá, no sé si es el momento pero lo único que sé es que no puedo seguir callándome.

Hubo un silencio que el hombre compartió con las dos mujeres. Se miró las manos y las giró de un lado a otro. Se fue a la pieza sin hacer ruidos y se volvió a meter en la cama.

El techo estaba cuarteado por la humedad, a decir verdad, la humedad lo había ganado todo. ¿Cómo he dejado que esto pase? De pronto, la imagen de su hija le llegó a la cabeza, pero la intentó esquivar. No quería pensar en lo que había escuchado. No quería pensar en lo que no sabía y le ocultaban. Arrastró la mirada desde el techo, por una rajadura, y se posó en una imagen del Sagrado Corazón que su madre le había regalado.

Contempló la imagen como si contemplara el rostro de su madre. Hacía mucho tiempo que no iba a misa. Una vez al mes acompañaba a su madre a la parroquia del barrio, y rezaban y oraban y pedían juntos por la salud, el trabajo y la unidad de la familia. Él no creía demasiado, pero le hacía muy bien saber que a su madre eso la hacía sentir segura. Le encantaba detenerse frente a la imagen del Sagrado Corazón y entonces le hacía prometer a él que nunca dejaría que la familia se desuniera. 

Escuchó la voz de su hija que le decía a su mujer que debían ir al supermercado antes de que cerrara. La puerta de la pieza se abrió y él cerró los ojos, su mujer abrió el placard y seguro metió la mano en la caja de los ahorros, no la vio, pero lo suponía. No había otro lugar de dónde sacar la plata. Después caminó hacia él y le besó la frente. A veces sospechaba que ella no llegaba a darse cuenta de las cosas, de cómo era todo aquello de las fiestas y las celebraciones. Pero fue buena, se dijo, fue una buena madre y una buena mujer. No quedaba más que darle el gusto y pasar aquella jornada.

Madre e hija salieron de la casa y él depositó sus pensamientos en la hija. Sin querer se le ocurrió que podría estar embarazada. Se imaginó corriendo al hospital municipal con su hija en brazos, mientras su mujer los seguía. ¿Es eso lo que me esconden? Esa chica que le pedía plata a fin de mes, porque no le alcanzaba el sueldo, esa chica no podía ser madre. Nunca había llevado ningún hombre a la casa. Es imposible que esté embarazada. Hoy en día pasan esas cosas, pero no a ella. Lo único que podía pensar era en qué sería de ella si llevara en su vientre una criatura, qué sería de la criatura, qué sería de él criando a su hija y a su nieta.

Por un momento contuvo la respiración. Tenía una visión, una visión oscura que nunca había sospechado le depararía el destino, una visión de pobreza al final de su vida, de intranquilidad, de miseria. Era como volver a una infancia lejana y hambrienta, que alguna vez, había creído que no retornaría jamás. El corazón le latía más de la cuenta. Hizo un cálculo rápido de los ahorros que tenía en el banco, de la plata que le debía su hermano y de algunas cosas que podía vender, pero no llegaba a juntar unos pocos pesos. Su hija dejaría el trabajo por el embarazo, volvería a su casa y él, con sus cincuenta y cinco años, tendría que mantener a la chica y a la criatura. Los pañales eran caros, lo sabía por sus compañeros de trabajo más jóvenes, que lidiaban con los precios, y sabía que hasta alguno de ellos le ponía pañales de tela a su hijo. Recordaba algún comentario como: Mi último aumento se ha ido en varios paquetes de putos pañales, o No puedo creer que sea tan chico y cague tanto. Pero ¿qué más podía hacer si su hija estaba preñada? ¿Qué opciones tenía?

― Le podría sugerir que abortara.― Dijo en voz alta.

Es una locura, pensó, mientras negaba con la cabeza. ¿Y quién será el padre de ese chico? ¿Será un hombre sano o un chico como ella? Si es chico, seguramente no debe tener un buen trabajo. Tal vez ni siquiera tenga un trabajo. Yo a esa edad, sólo quería ponerla en todos lados, meditó. De pronto, sintió que una densa electricidad le recorría el cuerpo. ¿Y si es un tipo más grande? ¿Un viejo como yo? Lo único que aseguraba que fuera un hombre mayor era que tendría la capacidad de darle de comer a una criatura y quizá hasta de irse a vivir con ella. Sería una solución. Pero es imposible, ¿qué sería de un domingo en familia? Ambos se sentarían en el sillón a ver los partidos toda la tarde, irían a jugar al truco al centro de jubilados y saldrían a correr los domingos por la mañana. Serían dos abuelos. Pobre criatura, pensó.

La puerta de calle se abrió y escuchó las voces de su hija y su mujer. Siguió con el oído la conversación hasta que dejó de oírlas y sólo escuchó la tos carrasposa de su mujer arrastrándose por la garganta. Se puso de pie y asomó la cabeza por la ventana. Era un día claro. Miró la mesa de luz de su mujer y vio varias colillas desparramadas en el cenicero, y otras tiradas en el piso. Por algún motivo insignificante, recordó la vez que habían discutido por eso de fumar en la pieza y él le dijo que ojalá se muriera de cáncer. Sintió vergüenza, pero pronto desvió la mirada hacia el patio. No había sol, sólo era un día claro. Algo le hacía presentir que jamás en su vida tendría tranquilidad.

La puerta de la pieza se abrió con fuerza y el cuadro del Sagrado Corazón se cayó al suelo. Su hija entró, le pidió perdón y recogió el cuadro automáticamente. Dejó la imagen en la cama, junto con el marco de madera. Volvió a pedir perdón y levantó la vista para mirarlo. Él estaba duro y sintió que la pieza se achicaba y la sangre le corría por las extremidades de una forma acelerada. Decílo de una vez por todas, pensó él. Su hija se acomodó el pelo con la mano derecha y se puso de pie. Él contempló el rostro fino y alargado, una piel suave y limpia, pero con una pequeña vida creciendo dentro. Otra vida más juvenil y más llena de porvenir.

― Papá... Necesito...

― Sí, ya sé...― Dijo él interrumpiéndola como si un lenguaje extraño hablara por él.― Necesitás algo de plata.

Se dirigió al aparador que estaba en el medio de la pieza y su hija retrocedió con un movimiento brusco. El hombre tomó un pantalón de jean azul y del bolsillo sacó una billetera de la cuál extrajo unos billetes.

― ¿Con esto está bien, Telma? ¿Llegás a fin de mes?

― Sí, Pá, con esto va bien.

Antes de que la chica saliera, él le habló:

― Hija, vos sabés que esta es tu casa. Las puertas están abiertas si querés volver. Nosotros no te echamos nunca.

La chica sonrió, asintió con la cabeza y salió de la pieza.

En la noche se sentaron a cenar. Su mujer le dijo que la casa estaba muy silenciosa, que todo el día había estado callado y ausente, como si estuviese masticando algo, muy dentro suyo. Él dijo que no quería hablar, ni discutir, ni nada por el estilo. La mujer le tomó la mano y lo miró desde sus profundos ojos marrones. Las ojeras la volvían más vieja.

― Si querés no festejamos nada. ¿Vas a estar bien así?

― Ya está. Si compraste todo para mañana, ¿qué vamos a suspender ahora?

― Podemos comerlo nosotros o dárselo a Telma...

El hombre sólo negó con la cabeza. La mujer se puso de pie, prendió un televisor y se fue hacia la pieza. Volvió con un cigarrillo humeante entre los dedos. En la televisión se veía un partido de fútbol. La mujer se sentó al lado del hombre, apoyó el mentón en su mano derecha, mientras llevaba la izquierda a la boca y chupaba profundamente el cigarro.

― Tu hija me dijo que la profesora Moyano se murió de cáncer...

El hombre la miró de reojo.

― La gorda, ¿te acordás?

― ¿Eso te dijo?

― ¿Te acordás?― Interrogó ella, mientras se llevaba el cigarro a la boca.

― Sí, la de lengua y literatura.

― Cáncer de algo. Me dijo Telma, pero no me acuerdo bien de qué era.

El hombre le pidió a la mujer el control remoto y esta se puso de pie, fue hacia la mesita donde estaba apoyada la televisión. Le dio el control al hombre, que apuntó el aparato en dirección al televisor. En la pantalla se vio otro partido.

― De enserio te digo, si querés no hacemos nada mañana. No es necesario si no tenés ganas.

― ¿Cuándo se murió la mujer?

― El viernes pasado... ¿Me escuchás?― Interrogó la mujer chupando el cigarro.

― Vivía hablando de su vida.

― Dice Telma que la enterraron en el cementerio Parque.

― ¿Y cómo sabe tanto ella?

― No sé, me contó nomás.

Hubo un silencio de algunos segundos. La mujer aplastó el cigarrillo en un cenicero y se apuró a levantar la mesa. El hombre la observaba ir y venir con las cosas. Había sido una linda mujer, pero el tiempo había pasado para ella también. Fue al baño y después se metió en la cama.

A lo lejos, se escuchaba el ruido de la música que llegaba desde alguna casa. Mucha gente festejaba los cumpleaños o cualquier cosa que fuera un buen motivo para festejar. Sintió la tos carrasposa de su mujer, que se metía entre las cosas de la casa. ¿Por qué no le decía lo de su hija de una buena vez? Se sentó en la cama y vio el cuadro del Sagrado Corazón en el aparador. Estiró el brazo y lo tomó. Era lo único que mantenía el color en la pieza.

Abrió la ventana y sospechó que el rocío ya caía en el pasto. Estaba crecido, en la mañana podría cortarlo y dejar el jardín presentable para los invitados. Siempre resultaba igual, cada cumpleaños debía trabajar el doble para los demás. Ojalá cuando me muera no tenga que trabajar, se dijo, apenas esbozando una sonrisa de burla. Puso la imagen del Sagrado Corazón sobre la madera y luego le colocó el marco. Hizo presión para que el marco encastrara en la madera y lo logró. Alejó el cuadro para contemplarlo y afirmó con la cabeza. Un viento helado entró por la ventana y le puso los pelos de punta. Tomó una silla, la puso debajo de la puerta y subió en ella. Tanteó un clavo en la pared y ubicó el cuadro. La silla se sacudió y tuvo que agarrarse de ella para no caer. Escuchó la voz de su mujer del otro lado:

― ¿Qué pasa ahí? ¡Abrí, querés!

 Bajó de la silla y la puso a un costado. La mujer tenía un cigarro colgando de los labios. Llevaba un camisón blanco que dejaba ver en un escote pronunciado, dos pechos blancos y caídos. El hombre la contempló y ella se apresuró a cerrar la ventana. Se acostó a su lado, puso sobre su panza un cenicero con forma de cocodrilo y miró un reloj que estaba en la mesa de luz.

― Falta poco para tu cumpleaños.

Él afirmó con la cabeza.

― Dicen que uno vuelve a nacer. Pero yo no siento eso cuando cumplo años.

― Dicen muchas cosas, eh.

La mujer apagó el cigarro en el cenicero y se echó el pelo hacia atrás.

― Somos viejos ya, ¿es verdad?

Tomó una revista que estaba debajo de la mesa de luz y masculló los títulos entre dientes. El hombre se quedó mirando por la ventana, no tenía sueño, pero prefería estar con la luz apagada.

― Vamos a dormir.― Dijo él.

― Todavía no tengo sueño.

La mujer estiró su brazo izquierdo en dirección al paquete de cigarros que estaba en la mesa de luz, prendió uno y se quedó mirando la nada. Él la observaba en esa nada tan grande que la envolvía. Miró el Sagrado Corazón y sintió angustia por su vida, por su mujer, por su hija y hasta por toda la sombría humanidad.

El humo del cigarrillo fue elevándose tan lento como asfixiante. No tenía las fuerzas como para iniciar una discusión sobre ello, pero en otra ocasión lo habría hecho. Era imposible dormir de esa manera. Se puso de pie y abrió la ventana. El fresco de la noche lo invadió en todo el cuerpo. Una correntada de viento entró y atravesó su rostro y le oxigenó los pulmones. Es posible que yo muera de cáncer, se dijo. Fumé cada uno de los cigarrillos que ella fumó. Y si me muero, ¿quién mierda va a hacerse cargo de esa criatura?

― Cerrá la ventana que hace frío.― Comentó su mujer.― Siempre hacés lo mismo y el cambio de clima me estropea la garganta.

Afuera se veían las luces de las otras casas, de las otras piezas del barrio. ¿Cómo será? Se preguntó. ¿Sus mujeres fumarán tanto como la mía? Va a ser bueno tener una pieza limpia y sin humedad, si la criatura viene a vivir aquí.

― ¿Creés que la pieza necesita una mano de pintura?― Comentó él mirando la nada.

― Creo que no es el momento, la pintura es cara. Tal vez cuando cobres el aguinaldo.

No quiere gastar porque sabe que necesitaremos la plata para el embarazo, se dijo. ¿Por qué mierda no me lo dice?

― Mirá, en esta revista dice que según una estadística del Consejo Nacional de la Mujer.― Dijo su esposa y se detuvo para chupar el cigarro.― Hay unas trescientas mil lesbianas en nuestro territorio.

― Sería bueno que pintáramos, la pieza se vería más fresca.

― Cuatro de diez mujeres son lesbianas. No creo que sea tan malo, ¿eh?

― ¿Invitaste a mi hermano?

― Sí, lo llamé ayer.

― Mejor, me debe plata y voy a pedírsela.

El hombre cerró la ventana y respiró profundo. El humo se había disipado un poco y era hora de dormir. Se metió en la cama y apoyó la cabeza en la almohada tratando de imaginar a la criatura.

 

Su mujer estuvo despierta casi toda la noche. Él sabía que no podía dormir porque  Telma estaba embarazada y no se lo habían dicho. Varias veces se despertó y la encontró mirando la nada. En un momento ella le dijo:

― ¿Vos creés que me voy a morir pronto?

El hombre no le respondió, ya que estaba dominado por el cansancio y tampoco iba a decirle que la mayor cantidad de fumadores morían de cáncer. Ella lo sabía muy bien y muchísimas veces habían discutido sobre eso.

Por la mañana se encontró solo en una pieza llena de humo. Abrió la ventana y un viento suave removió la atmósfera. Respiró. El que se va a morir de cáncer voy a ser yo, dijo negando con la cabeza. Escuchó la tos de su mujer, venía de la cocina. Abrió un cajón del aparador y sacó un short y una remera. Miró la mesa de luz de su mujer y vio que había apiladas una docena de colillas. Dirigió la mirada al Sagrado Corazón y recordó a su hija y todo eso. Ese pensamiento fue como una bomba que explotó en su cabeza.

El día transcurrió sin mayores sobresaltos. Algunos llamados de gente conocida, mensajes de texto, y hasta la compañía de teléfonos se había acordado de su cumpleaños. Se dedicó al jardín toda la tarde y cuando terminó de ponerlo en orden se bañó. Buscó una camisa que usaba para ocasiones extrañas, una blanca con finas rayas azules y violetas, se puso el jean más nuevo que tenía y los mocasines que usaba para ir a trabajar. Se dirigió a la cocina y su mujer le chifló y le dijo que estaba muy bien. Al menos disimulaba un poco. Ella le comentó que iba a bañarse y que su madre y su padre llegarían en cualquier momento, que estuviera atento. Él se sentó en el sillón y se dispuso a ver un partido del ascenso. Uno de los equipos era Olimpo de Bahía Blanca y el otro Quilmes. La pelota iba de un lado al otro, hasta que el lateral derecho de Olimpo decidió bajarla, levantar la cabeza y cambiar de frente para el volante por izquierda, que hábilmente mató el balón con el pecho y descargó para el volante central. Este avanzó unos metros, se frenó y tocó corto para el nueve, que venía pivoteando, y abrió la cancha para el lateral derecho, que estaba picando por su carril. El cuatro fue hasta el fondo del lateral, se frenó, amagó a sacar el centro y jugó la pelota hacia atrás, para el ocho, que en velocidad descargó en dirección al enganche. Este último metió un pase aéreo en profundidad, que el ocho fue a buscar para tirar un centro atrás y encontrar al nueve, que no dudó, y fusiló al arquero, pero con tan mala suerte que uno de los zagueros cruzó la pierna y evitó la caída. En ese momento la pelota salió hacia el centro del área y apareció otra vez el cinco, volante central, claro, concreto, con una óptica acabada de la situación. El volante paró la pelota con la suela del botín y ésta dio un pequeño rebote en el césped, entonces el cinco pateó antes de que lo interceptara un rival. La pelota salió con potencia, rozando varias cabezas y aunque el arquero, ya repuesto, estiró su mano derecha, y el mismo zaguero que había evitado la caída de la valla, se tiró de cabeza detrás del balón, ninguno pudo detener la claridad del cinco para ubicar la pelota en el palo izquierdo, arriba, imposible de agarrar. El jugador salió corriendo hacia la tribuna e hizo un gesto juntando sus dos brazos como un cuenco, y balanceándolos de un lado al otro, como si acuñara a un chico. Al instante, otros jugadores imitaron el gesto y el comentarista aportó: “¡Que sea con salud!”.

El partido siguió su curso, pero él se quedó pensando en la criatura que su hija llevaba en el vientre. Ese mismo día debía pedirle la plata a su hermano. Un golpe en la puerta lo sacó de su meditación. Abrió y encontró al padre y a la madre de su mujer. Ambos lo saludaron y se quedaron conversando de cosas sin importancia.

Los invitados fueron cayendo uno a uno después de los padres de su mujer: un compañero de trabajo de su mujer, la hermana de su mujer y sus dos hijas, las tres amigas de su mujer, con sus maridos y su cría, el doctor de su mujer con su respectiva señora, una tía lejana de su mujer y otras personas más que conocía de vista, hasta que sonó el timbre y su esposa le gritó desde la cocina que atendería él. Abrió la puerta y encontró a su hermano, con ese tono alegre en el rostro y su campera de cuero negra. A su lado estaba su chica, como le decía él, mujer preciosa, con cara de muñeca de cera y cuerpo de vedette.

― ¡Hermano, feliz cumpleaños!

― ¡John, llegáste!

Nunca supo por qué le decían John, pero a él le encantaba y sospechaba que era por algún cantante extranjero. Él siempre le decía que no había nada peor que hacerse llamar John Santanciero, pero John le restaba importancia, decía que le daba un aire de distinción que Juan no tenía. Su respuesta era: “¿Quién no se llama Juan? Todo el mundo se llama Juan”.

Su hermano entró y comenzó a saludar a los demás invitados. Cuando su novia pasó, él no se pudo contener y la siguió con la vista, era una chica muy hermosa, pero podía ser su hija. De repente, imaginó que un tipo como John fuera el padre de la criatura. Se mordió el labio inferior y rezó internamente para que esto no fuera así. Un hombre como John podía arruinar a su hija.

Estuvo esperando el momento adecuado para hablar con su hermano y cuando su novia se fue al baño, se abalanzó sobre John como un águila detrás de su presa, era así como se sentía. Lo tomó del brazo y le dijo que iban al patio, John le dijo que justo tenía ganas de fumar.

No se decidía a hablar, mientras su hermano le contaba de las cualidades de la chica:

― No te imaginás: sabe cocinar unas milanesas excelentes, finitas, como las hacía mamá. Me lava y me plancha la ropa, es una buena mujer.― Comentaba, mientras chupaba el cigarro.

Su hermano conservaba los rasgos de su padre: el mismo corte de cara, la misma frente amplia, los mismos ojos y gestos. Seguía contándole lo buena que era la chica cuando escuchó que sonó el timbre y al rato sintió la voz de su hija.

― John, no te enojes, pero necesito la plata que te presté. No me gusta tener que pedírtela de esta forma, pero de enserio, la necesito.

Su hermano se quedó observando el cigarrillo.

 ― Te veo preocupado, hermano. Desde que entré vi que en tus ojos algo no anda bien. Soy tu hermano, te conozco lo suficiente como para saber que algo no funciona.

El hombre asintió con la cabeza.

― Es Claudia, ¿no? Tiene algo. Sí, tiene algo, me di cuenta, ¿no es así? ¿Qué es?

― No se trata de Claudia, John. No es eso.

― Dale, sé que fuma todo el puto día. La vi, no se le cae el cigarrillo de la boca, y está así hace varios años. Nadie es eterno. Un fumador sabe cuál es el límite.

― Estás equivocado, John.― Interrumpió él.― Además ¿cuál es el límite de un fumador, John?

El hermano miró el cigarro y lo tiró al pasto.

― La muerte, hermano.

Estuvieron un segundo en silencio hasta que él volvió al tema.

― En fin, John, necesito la plata cuanto antes.

― ¡Decíme para qué carajo es!― Dijo su hermano sacando un paquete de cigarros y encendiendo otro.― ¿No confias en tu hermano? Somos hermanos, ¿o ya te olvidaste?

― ¿Cómo me voy a olvidar? Por eso te presté la guita, John, porque somos hermanos. ¿Te pensás que le presto a cualquiera la única guita que tengo?

― Entonces decíme para qué la querés. ¡Demostrame que confias un poco en mí!

― ¡Juan, dejáte de boludeces, hermano! Cuando sea el momento te vas a enterar.

En ese momento llegó la novia de John, que se abrazó a él y lo retó porque lo había estado buscando por toda la casa. John le dijo que se fuera adentro porque estaba hablando con su hermano de algo importante. La chica no se resistió y volvió a meterse en la casa, pero antes de que entrar se encontró con Telma, que la saludó con una sonrisa. John miró a su sobrina que se le colgó del cuello.

 ― ¡Y miren quién llega!― Gritó John zamarreando a la chica.― ¡Mi única sobrina! ¡La nena más linda de la familia!

― ¡El tío más bueno de la familia!

― El único, querrás decir.― Replicó él.

― ¿Cómo estás, Telmita? A simple vista, hermosa.

― Gracias, tío. Vine a saludar a papá.

― Cierto, cierto. ¡Perdón!― Dijo John corriéndose a un costado y tirando el cigarro al pasto.

La chica se acercó a su padre y lo envolvió entre sus brazos. Le susurró al oído:

― ¡Feliz cumpleaños, pa!

El hombre le agradeció, pero antes de que se desprendieran, su hija volvió a susurrarle:

― Tenemos que hablar.

Entraron todos y la noche continuó. Mientras su mujer servía la mesa, su hermano se besaba como un adolescente con su novia, y los demás comían, él no dejaba de mirar a su hija. Era como si sólo estuvieran ellos dos en el comedor de la casa. Tenía la vista clavada en ella y cuando alguien le preguntaba algo, respondía con frases cortas o gestos. Estaba esperando que ella tomara la iniciativa y se dio la ocasión cuando su hija se puso de pie y se dirigió hacia el baño. Se apuró y entró a su pieza para atajarla cuando saliera.

Desde su lugar vio a la gente que conocía y a la que no conocía. Su mujer estaba al lado de sus amigas, enfrente sus padres. Todos reían de algo que contaba y cada tanto tosía y tenía que taparse la boca con un repasador. Escuchó el sonido del inodoro y se apagó la luz del baño. Salió su hija y él la llamó susurrando su nombre. La chica se metió en la pieza y cuando cerró la puerta, el cuadro del Sagrado Corazón se cayó detrás de ella. Telma quiso levantarlo, pero su padre la tomó del brazo y le dijo que ahora podían hablar.

Ninguno de los dos dijo nada hasta que él rompió el silencio:

― Y bueno, querías decirme algo, Telma.

Su hija bajó la vista y respiró profundo. Al levantar la cabeza se vieron unas lágrimas que caían por sus mejillas.

― No llores, hija. No es el fin del mundo. Hay que seguir adelante.

La chica se abrazó a su padre.

― ¿Ya lo sabés?

― Sí, escuché que hablabas con tu mamá. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Telma?

― Tenía miedo, es eso.

― Telma, ¿cómo vas a tener miedo de mí? Soy tu padre... Somos una familia.

Su hija se quedó abrazada a él. Afuera de la pieza, entre las voces, se oía la tos carrasposa de su mujer. Miró el reloj que estaba en la mesa de luz, daba las once y veinte de la noche. La chica miró a su padre a los ojos.

― Gracias, pa.

El hombre sonrió y la chica tomó el cuadro del Sagrado Corazón y lo puso en el aparador. Él sólo la miraba. Abrió la puerta y las voces de los invitados se oyeron más nítidas. Antes de salir giró sobre sí:

― ¿La puedo traer, papá?

― ¿A quién?― Respondió el hombre, desconcertado.

― A mi novia.

Hubo un silencio profundo en el que sintió que la tierra se lo tragaba y caía en un océano de lava, que carcomía su cuerpo. Asintió con la cabeza, por inercia, y su hija salió de la pieza. Pudo ver que su mujer se puso de pie, caminó hasta la chica, la beso en la frente y después la abrazó. Él estaba siendo atravesado por todas las voces de la sala, por todas las risas y los festejos. Oyó la tos de su mujer, levantó la mirada y ella estaba mirándolo con ternura desde la puerta de la pieza.

― La torta, mi amor.

Su mujer lo tomó de las manos y lo sacó fuera de la pieza. Los invitados pusieron sus ojos en él y aplaudieron su presencia. Lo sentaron en la punta de la mesa y su mujer trajo una torta de crema y duraznos que ubicó en el centro de la mesa. Su hija le alcanzó unos platitos, unas cuantas cucharas y un paquete de servilletas. Detrás apareció la novia de su hermano con dos botellas de champaña. Su hija y la chica se miraron y sonrieron. ¿Qué es todo esto? Se preguntó. ¿Qué mierda es todo esto?

Su esposa prendió las velas y su hija apagó las luces, de modo que sólo se vio  iluminado su rostro frente a la gran torta de crema y duraznos. Inmediatamente se inicio el canto de todos los presentes y su mujer le dijo que pensara en los deseos. ¿Qué deseo iba a pedir? ¿Era un chiste todo eso? No había nada que desear. ¿Iba a pedir por su familia: por su hija, por su esposa? ¿Qué iba a desear? A los ojos de los demás era feliz, ¿qué iba a pedir: una casa, un auto nuevo, una mujer nueva, quizá una amante, un gran televisor para ver el mundial? ¿Cuál era la inútil intención de esos deseos? No lo sabía, sólo los iba a pedir para que todo acabara de una buena vez. Que esa noche terminara y todo volviera a la normalidad, a la única normalidad que conocía, chata, ligera, sin máculas extrañas.

Cerró los ojos y escuchó que su mujer tosía y le gritaba que pensara bien lo que iba a pedir. John, por su parte, le dijo que se olvidara de pedir milagros, no se cumplían, a lo que todos respondieron con carcajadas. El hombre apretaba tanto los ojos, que en esa íntima oscuridad se le formaban figuras extrañas y sólo pensaba en que todos se fueran a sus casas, porque al fin y al cabo, eso era lo que siempre había quedado luego de cada fiesta: nada. Ni los deseos, ni la gente. No quedaba nada. Abrió los ojos y sopló con fuerza, casi escupiendo la torta. Las velas se apagaron todas juntas. Los flashes le quemaron los ojos. Todo está por terminar, se dijo, eso es bueno.