Todos los círculos conducen a Xué
No tenía ni idea de lo que iba a hacer ese domingo. Me había levantado sin propósito alguno y con un leve guayabo, sentía ese vacío que dejan los fines de semana sin plan, ni películas, ni almuerzo preparado, ni siquiera ganas de seguir pereceando en la cama. Estaba, como se dice, desparchado.
De pronto, sonó el celular. Era Lucho, mi fiel compañero de aburrimiento y andanzas improvisadas:
¿Entonces pelao? ¿cicla o miedo? —me dijo con su entusiasmo característico.
No lo dudé. Al menos pedalear por la ciudad podría salvar el día – ¡De una, pero invita una pola!
Nos encontramos donde siempre, en la panadería del parque el Champion y a rodar por Puente Aranda. Nos fuimos de rolling por parques de la localidad, tinto aquí, tinto allá, al mejor estilo bogotano hablábamos de todo en tono burlesco, por lo que la risa marcaba cada pedaleada, mientras el sol imperdonable no daba tregua. Así, sin rumbo fijo, llegamos a la ciclovía de la carrera 50, cuando de repente escuchamos una voz familiar:
—¡Mire quiénes andan por aquí, el dúo dinámico!
Era Luz Marina, una de esas personas que iluminan cualquier esquina con su sonrisa. Siempre la había conocido como defensora del medio ambiente, lideresa, sembradora incansable. Llevaba un balde lleno de cáscaras y restos de frutas que despedían un olor característico.
—Qué pasó Luzma, ahora en que anda metida? Preguntó Lucho.
—Voy para la Huerta Círculo de Xué —nos dijo—. Hoy haremos, como todos los domingos, una paca digestora, ¿se animan?
Yo no tenía ni idea de qué era una paca digestora, pero sonó suficientemente misterioso como para seguirla. Así que Lucho y yo, sin pensarlo demasiado, cambiamos de dirección y nos unimos a su misión vegetal.
Entre hojas, risas y palas
La Huerta está ubicada en la carrera 50 con calle 3, a un costado del parque del barrio el Sol, justo al lado sur de la glorieta. Un pequeño oasis en medio del tráfico. Apenas llegamos, un grupo de personas recogía hojas secas, cortaban pasto y mezclaba todo en una estructura cuadrada. Parecía una receta de cocina gigante donde los ingredientes eran residuos de cocina crudos, cáscaras, aflecho de café, hojas, restos de poda, ramas y muchas ganas.
Luz Marina, muy empática, nos presentó, para luego sumarse a las labores. Lucho y yo nos miramos con cara de “¿y ahora qué?”.
—En ocasiones la mejor ayuda es no estorbar — dije, así que nos sentamos al lado de la Yurta levantada en el lugar. Pero apareció Carlos, un joven con sonrisa cálida y mirada de quien lleva el sol dentro.
—Compitas, bienvenidos al Círculo de Xué —nos dijo—. Aquí todos hacemos algo, nadie se queda mirando.
Nos pasó unas palas y empezó a explicarnos la dinámica. El objetivo: picar los residuos orgánicos para crear la paca digestora, una especie de compostaje a gran escala que transforma la basura en vida. Lucho, que es más hábil conversando que con la pala, machacaba sin misericordia los residuos salpicando a todos enrededor, terminó lleno de hojas hasta el pelo. Yo tampoco me salvé: una cáscara de piña rebelde se me pegó al zapato.
Poco a poco fueron llegando más personas, la mayoría jóvenes, aunque también había adultos mayores y niños que corrían entre las plantas. La energía del lugar era tan armónica que uno sentía que todo —personas, plantas, insectos— latía al mismo ritmo. Había algo casi místico, como si Xué, el dios Sol Muisca que da nombre a la Huerta, estuviera allí guiando los movimientos de todos.
El sancocho salvador
Alrededor del mediodía, alguien encendió fuego en la Yurta. Lucho, con su olfato de comedor nato, levantó la cabeza como sabueso:
—¡Pilas chino que ya pusieron la olla! —dijo con una sonrisa.
Yo también me alegré: los domingos no me gusta cocinar, y la idea de un sancocho comunitario me sonó a salvación divina.
—Luchito, se salvó el domingo— sentencié correspondiendo a su comentario.
De repente apareció de todo: plátanos, yucas, papas criollas y sabaneras, mazorcas, tomates y calabazas recién cosechadas de la huerta. Todo iba cayendo a la olla, mientras las risas y los olores se mezclaban con el humo.
Comimos bajo la sombra de un árbol, entre risas, cuentos y conversaciones sobre el cambio climático, la soberanía alimentaria y la necesidad de tener espacios donde el respeto y el afecto sean la base de todo. Yo, sinceramente, me sentía un poco ignorante frente a tanto conocimiento ambiental, pero también feliz de estar aprendiendo.
Entonces, el viejo Fabrik, artista y activista ambiental de la Huerta, sacó una sorpresa de su mochila: una botella de chicha casera, fresca y dulce.
—Para acompañar el almuerzo —dijo, sirviéndonos con orgullo.
Susurrando le dije a Lucho— ¡rica la chichita, pero la pola no se la perdono, pelao!
Danza, fuego y atardecer
Después del almuerzo, el ambiente se volvió aún más festivo. Alguien sacó una quena, otro un tambor, y luego apareció una guitarra. En cuestión de minutos, la huerta se transformó en una fiesta.
Los ritmos andinos se mezclaban con los sonidos del viento, mientras el calorcito placentero de la tarde nos alegraba el cuerpo y el espíritu. Lucho ya estaba brincando como si estuviera en un concierto. Yo, en cambio, me quedé sentado, tímido, viendo cómo los demás bailaban en círculo.
Carolina, una de las paqueras que conocimos en la jornada se me acercó con una sonrisa pícara:
—¿Y usted qué, señor aburrido? ¡Venga pa’l ruedo!
Antes de que pudiera negarme, me tomó de la mano y me arrastró al centro del baile. Y ahí, rodeado de desconocidos sonrientes, terminé moviéndome torpemente al compás de los tambores. Pero a nadie le importaba. Nadie juzgaba. Todo era alegría pura.
El sol empezaba a ponerse, tiñendo los cerros de naranjas y rosados. Era un atardecer de esos que parecen pintados a mano. En ese instante sentí algo raro: una mezcla de gratitud, paz y asombro. Había llegado por accidente, sin plan, sin expectativas, y me estaba yendo con el corazón lleno.
Parte de Xué
Esa noche llegué a casa cansado pero feliz. Lucho se despidió prometiendo volver, aunque sé que sus promesas dominicales son tan volátiles como el humo del sancocho. Ya marchándose en su cicla roja le grite:
– ¿Oiga, y mi pola?
– ¡Se la debo, pelao!
Han pasado cuatro días desde aquella visita, y mientras escribo esto, estoy en la cocina recogiendo cáscaras de frutas y verduras en un balde. Esta vez, no por obligación, sino con la emoción de quien ritualiza un compromiso con la naturaleza y la vida.
El próximo domingo volveré a la Huerta. Si Lucho no se anima, iré solo. Bueno, no tan solo: llevaré a Tobie, mi perro, que seguro lo disfrutará tanto o más que yo.
Y pensar que todo empezó con un domingo desparchado, para luego descubrir un lugar mágico, uno de esos espacios donde no solo se siembran plantas, sino amistades, aprendizajes y nuevas formas de experimentar Bogotá.
Definitivamente, tenía que llegar a este lugar. Entre todos mis caminares y circulares uno significativo ha sido encontrarme con esta Huerta en Puente Aranda, para sentirme hoy así como me siento, parte del aire y del Círculo de Xué.
Édgar Rodríguez Cruz
Octubre, 2025
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* Proyecto ganador de la Beca de Comunicación Comunitaria 2025 de la Secretaría de Cultura Recreación y Deporte
Luz Marina Niño Piña (viernes, 24 octubre 2025 16:24)
Existen lugares hermosos, otros a los que nosotros llenamos de vida y sentido... al parque el Sol ha llegado una comunidad hermosa capaz de transformarlo en vida, de crear condiciones para que todas las especies encuentren allí su hogar.
Pilar CUEVAS MARIN (viernes, 24 octubre 2025 15:24)
Afortunadamente ya no tengo que dar una opinión "objetiva" ... porque sencillamente me atrapó , está bellísima la crónica, sin moralejas evidentes . Ahora me dieron ganas de conocer la huerta !!
Wilson (viernes, 24 octubre 2025 11:02)
El sitio es maravilloso, en medio del ruido y la contaminación se encuentra un pedazo de campo donde relajarse verdaderamente.