Un cuento de Sebastián Basualdo

"Ebriedad", pintura de Fausto Marcelo Ávila
"Ebriedad", pintura de Fausto Marcelo Ávila

Conversación frente al espejo de un bar

en “La intimidad del fracaso”

de Sebastián Basualdo

Me llamo Lautaro Nogan. Suelen invitarme a fiestas porque soy buen bailarín. Bailo con todas, excepto con las solteras que me ignoran. Nunca me siento solo porque soy paranoico. Deberían prohibir los espejos en los bares. Ese hombre que está envejeciendo no soy yo. Mi primer robo fue a los cuatro años: quería un juguete imposible. Prefiero la amistad de mujeres mayores a mí. Las conversaciones entre hombres me aburren. No tengo casa propia. Mi padre dilapidó toda su fortuna en una sola noche pero me dejó su apellido para averiguar si yo podía hacer lo que quisiera sin necesitar a nadie. Una noche llegué tarde al supermercado chino y comprendí que no hace falta leer libros para entender que nadie se salva solo. Del circo literario aprendí dos cosas: ya casi no hay animales y sobran los malabaristas. Soy una síntesis perfecta de mí mismo: colmado de errores, naturalmente. Ahora que la literatura es para gente sana, se publican borradores y se los lee en iluminados salones de té junto a las tías rodeadas de masitas secas. Dejé de ver a mi padre cuando supe que le fisuró una costilla a mi madre antes de que yo naciera. Con los años aprendí que el amor, como todo imperio, muere por dentro debido a la gran variedad de lenguas que transitan su propia historia. No escribo desde que me convertí en una consecuencia fatal de mi propia invención. No creo en los designios de los signos astrológicos pero sí en que todo lo que le sucede a un hombre se le parece. No miento: exagero. Tengo libros en mi biblioteca que jamás voy a leer. Me emborracho con facilidad cuando la mujer que está cenando conmigo suelta una gran variedad de colores en su risa. Soy hermoso en una primera cita; en la segunda ya se me notan las arrugas de la primera. Hago trampa cuando juego a las cartas porque ganar me parece tan absurdo como perder. Me encanta todo lo que hay dentro de los baños de las mujeres que viven solas y  lo que se duplica en el espejo de su tocador. Siempre digo una palabra de más que lo estropea todo. Prometen que van a volver a invitarme cualquier noche, pero yo sé que mienten cuando el equilibrio falla en el preciso instante en que mi brazo busca la manga del abrigo poco antes de que me abran la puerta de calle. Mi madre me enseñó una coordenada: en Buenos Aires cada cuatro calles hay una Avenida. Me gustan los bares que están a punto de cerrar. Caminar solo por las calles oscuras es duro. Sobre todo cuando no conocés el barrio y no hay nadie para preguntar cuál el es colectivo que te lleva de vuelta al centro de tu angustia. Algo hice -no sé cómo pero lo supo- a la tarde, mientras trabajaba y yo todavía con el guardapolvo puesto, sabiendo que me quedaban dos horas hasta que volviera. Tengo un barrio, tengo amigos. No soy el jefe. Acabo de cumplir nueve años. Vivimos los dos solos en un pequeño departamento lleno de ilusiones. Paso la mayor parte del día sin que nadie me controle: tengo las llaves de mi casa y fumo los cigarrillos que los amantes de mi madre dejan a medio fumar haciendo equilibrio en el borde del cenicero. Ahora es de noche. Ella cocina, cansada. Y de pronto me da la espalda, cocina y me habla. Pregunta. Estira y corta silencios. De vez en cuando da media vuelta para mirarme. Estoy sentado a la mesa: juego con una palabra blanda y la hago bolita, se desliza entre mi palma y la madera. Es una palabra pequeña, tiene el tamaño de una verdad a medias, breve  y urgente como una mala nota en el cuaderno de comunicaciones de la escuela, suave y permanente como su beso antes de que me acueste abrigado por la noche. Hago rodar la palabrita y de repente la ubico en el centro de la mesa. Mamá llora. La cebolla, dice. Ahora me mira a los ojos y me pregunta si fui yo el que hizo lo que se supone que ella sabe y ahora yo no puedo recordar.  Contemplo la palabrita redonda y blanda en el centro de la mesa. Colegio pupilo, escucho. Que me va a mandar a un colegio pupilo. Entonces aplasto con bronca la pequeña palabra. Y explota el llanto, tan rencoroso. Llamo al mozo. Antes de ignorarme, sonríe.Me quedo agazapado en un rincón. Miro por la ventana. La heladería estaba en una esquina hacia el final de la calle Nogoyá. Se llamaba Clássico. Ahí parábamos un grupo de chicas y chicos. Algunos eran de la Paternal. El verano no era más largo, el tiempo se medía de otro modo. La mayoría de nosotros no conocía el mar. Sólo un río turbio y salado. Casas de alquiler donde los padres planeaban los divorcios. Siempre hay un verano fulminante para los matrimonios. En la heladería se mezclaban los noviazgos y las traiciones, las carreras en cliclomoteres Pumita, los primeros porros, las anécdotas del taller de Pappo y los duelos a piñas que terminaban con la boca partida como una fruta tropical. Había códigos: una pareja sentada sobre un escalón era un lugar de tránsito. Los besos eran largos y a pura lengua y amargos como granos. Nuestras mujeres,que no le pertenecían a nadie, andaban por el barrio en zapatillas sembrando secretos y conspiraciones. Yo me enamoré de todas por temporadas. Ellas nos abandonaban sin piedad una tarde cualquiera con un poema malísimo a medio escribir, una alcancía a medio partir y unos acordes en la guitarra sin aprender. No importaba. Porque todas eran maravillosas y se reían de todo mientras bailaban o hacían el amor. El amor se inventa en la adolescencia. O nunca. Hay días en que me pregunto qué habrá sido de ellas. Me gustan los bares que están desapareciendo a medida que mueren los gallegos. A cuenta dejaré saldada la última copa para cualquier desconocido que esté agonizando entre las palabras No había de dónde sacar dinero para las vacaciones así que montábamos la carpa en la Costanera, frente al aeropuerto. Te vas a morir sin viajar en avión pero te gustaba mirarlos como si se tratara de pájaros exóticos. Nunca aprendí a pescar. Detestabas mi ansiedad, la imposibilidad de ver atravesada una lombriz viva en el anzuelo. Tengo una palabra tuya bien amarrada a la sombra de un último gesto. Palabra de plomo librándose de la tensa superficie de un horizonte donde compartir era un esperar con toda la atención apoyada en la yema de los dedos. Me gustaba verte fumar tus 43/70, la petaca de whisky, un mate entre hombres. Tu imaginaria vocación de sacar a la superficie cualquier agónica recompensa por tu espera. Dejo la mirada puesta en algún pliegue oscuro de la noche. Enciendo un cigarrillo. Hoy murió mi tío José. Recibo por la tarde, mientras estoy dando clase, un mensaje de mi madre. “El tío se está despidiendo”. Es decir, agoniza. Unas horas más tarde. “Murió”. Sólo eso; cortito como una nota al pie. Nada más. Sonrío. Termino mi clase y voy directo al bar. No iré al entierro. Detesto los cementerios. Voy a despedirlo como se lo merece. Grandísimo cabrón, hijo de puta. El último idiota de la familia. ¿O seré yo su heredero? Llamo al mozo, pago. Las manos en el bolsillo del saco me recuerdan que tengo un auto estacionado. Una casa de alquiler. Una cama sin tender. Tal vez, una luz encendida. Tengo dinero suficiente como para cambiarme el nombre y jugar a ser otro pero prefiero caminar. Encenderle un cigarrillo al hombre que vende garrapiñadas frente al cine. Es mentira que la calle Corrientes tiene sus librerías abiertas toda la noche, no al menos para los borrachos. Cruzo la calle como si me llevaran del brazo como a un niño que se convertirá en algo parecido a un hombre cuando llegue a la esquina de una ciudad que se apaga en silencio. El aire me despeja las ideas.


Sebastián Basualdo. Buenos Aires, Argentina (1978) Escritor y periodista.

Escribe para el suplemento Radar Libros de Página 12 y el suplemento literario de Télam. Publicó su primer libro de cuentos, La mujer que me llora por dentro, a los veintiún años. En 2008 apareció la novela Cuando te vi caer, que fue finalista del premio Emecé.

Es director desde 2013 de la revista literaria "Los inutiles de siempre" y su participación en encuentros, Ferias del libro y Festivales literarios ha sido cada vez más citada. visitó Colombia en el 2019 en el marco del Festival de Las artes en Barranquilla donde presentó laedición colombiana de su libro: Cuando te vi caer, reeditado en 2018 por Editorial Babilonia.

Su próximo libro Todos los niños mienten está por ser publicado en Planeta-emece; varios de sus cuentos siguen traduciendose al inglés y otros idiomas.