Roberto eternamente envuelto por el mar de las palabras
Por Carolina Cárdenas Jiménez
Septiembre 2019
Roberto Burgos Cantor
mirada de palabra eterna,
estallido de sonido contra el arrecife,
voz que viaja y no se detiene en el tiempo,
canto de mar de leva que embellece el universo
al nombrarlo una y otra vez.
1
Roberto Burgos Cantor está en su oficina hablando con una escritora; nos saludamos desde la distancia. Lo espero en el pasillo mirando a través de la ventana parte de los tejados de las instalaciones de la universidad Central, donde ha sido maestro de la maestría en Creación Literaria y, actualmente, coordinador de la maestría.
Tiene puesto un suéter de lana, un bléiser negro y una bufanda de cuadros de la que predomina el color rojo y verde. Sus ojos sonríen a través de sus lentes. Su mirada es la de un hombre que posee el conocimiento de centenares de generaciones. Conoce el proceso del alquimista de las palabras. Desde siempre he pensado que su espíritu viene viajando de la eternidad.
Cada vez que nos encontramos, Roberto me da un beso en cada mejilla y me pregunta ¿Cómo he estado? ¿Cómo va la escritura y la edición? Esta vez antes de sentarnos me ofrece café, le digo que gracias, que tengo una botella con agua. Él también se sirve agua. Me pregunta que adónde creo que podemos reunirnos, le digo que en la sala de juntas, ya que es un lugar aislado.
Aunque es del Caribe parece que siempre hubiera vivido en Bogotá. Sin embargo, su acento y el tono de su voz demuestran que no es hijo de esta fría ciudad sino de una tarde de mar, sol y brisa. A Roberto le gusta apoyar a los escritores y darnos ideas de cómo continuar en ese proceso. Le pregunto el porqué desde tan joven se quedó en Bogotá y no volvió a Cartagena; me dice que las personas en el Caribe están muy acostumbradas a ser muy sociales y salir todo el tiempo, así que vivir allá implica no tener esos momentos de soledad y aislamiento que necesita un escritor. Su tono se vuelve de confesión: prefiero Bogotá por eso, aquí dispongo de mi tiempo.
2
Burgos Cantor me cuenta que nació en 1948 en Cartagena. Que su padre se llamaba Roberto Burgos Ojeda, quien era un intelectual del Caribe que enseñaba Humanidades en la Universidad de Cartagena y en la Universidad Heroica y que su madre era Constanza Cantor, quien se dedicó a la docente de Colegio.
Me dice que su carrera literaria la inicia con su cuento La lechuza dijo un réquiem, publicado en 1965 por el escritor Manuel Zapata Olivella en Letras Nacionales. Y que su obra está conformada por cinco libros de cuentos y varias novelas. Lo amador, De gozos y desvelos, Quiero es cantar, Juego de niños y Una no siempre es la misma. Varias novelas: El patio de los vientos perdidos, El vuelo de la paloma, Pavana del Ángel y La Ceiba de la Memoria, Ver lo que veo, entre otras.
Con mirada perdida en sus recuerdos me relata que con su obra El patio de los vientos perdidos publicada en 1984, entró en el escogido grupo de novelistas bien acogidos por la crítica. Además, que su obra ha sido traducida al alemán, al checo, al húngaro, al francés y al marroquí.
Me cuenta que termina estudiando Derecho y Ciencias políticas en la Universidad Nacional. Y se da a conocer como escritor en Revistas como Vanguardia, en la página cultural del periódico El siglo y Letras Nacionales. Y que entre los premios que ganó y son los más destacados están: Primer Premio Concurso Jorge Gaitán Durán (1971) del Instituto de Bellas Artes de Cúcuta, Premio José María Arguedas de Narrativa, Premio Casa de las Américas de Cuba (2009) y Premio Nacional de Novela (2018).
Yo le manifiesto que percibo que en su narrativa nos encontramos con un lenguaje poético, donde vemos que expresa con poesía la naturaleza, el mundo sórdido y de desesperanza de la ciudad. Su obra en su conjunto encierra el mundo de lo rural y de lo citadino, resultado, seguramente, de haberse movido en ambos mundos desde muy joven.
Con una sonrisa leve me dice que es interesante la mirada que tengo sobre su escritura. Yo sé que es una interpretación, una más que se tendrá sobre su obra.
3
Rodeado por la inmensa biblioteca de su padre, un intelectual y profesor de la Universidad de Cartagena –que se llamaba igual que él, Roberto Burgos– ya sabía a qué se quería dedicar y cuál sería su camino. Cubierto por una soledad que él solo entendía, –de la que hablará más tarde– soledad cómplice que le señalaba ese sendero hermoso, pero complejo de la escritura, que además le mostraba que poseía el espíritu de un demiurgo de los sonidos, de las palabras; soledad que le revelaba que estaba rodeado por cientos de historias que se desbocaban por salir de su pensamiento. En ese devenir en el que iba trazando sus pasos hacia sus primeras creaciones, Burgos se paraba a mirar por la puerta del patio y al tiempo que hilvanaba sus grandes historias, veía pasar el mar de leva envolviendo la casa.
Cerca de su casa en Cartagena, en el barrio El Cabrero: el mar y una laguna se precipitaban en el mismo espacio, en esa estancia un parque pequeño y una ermita le daban un aire sagrado al lugar. Él se sentó allí cuando la luna llegaba a su punto más alto, y escuchó el rumor del mar como lo hizo en su momento Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra Merlano.
Cada tarde, en sus primeros años de secundaria, en su habitación –grande y de techos altos como en la mayoría de la casas caribeñas donde el sol parece permanecer pegado al techo–, frente a una hoja en blanco y con las puertas cerradas, Burgos creaba mundos paralelos con toda la soltura de un adolescente precoz que ya intuía a sus escasos quince años que la poesía por siempre estaría presente en su narrativa, señalándole el horizonte del origen de sus vocablos y su hoy reconocida habilidad para descifrar el espíritu de las palabras: estallido de luz y de música.
En uno de los tantos fines de semana que Burgos Cantor acompañó a su padre a un lugar de descanso que tenía en el campo, a unos 30 o 32 Kilómetros de Cartagena llamado Turbaná, mientras iban transitando un camino de tierra y piedra apisonadas, el padre le dijo que quería decirle algo y que esperaba que no se incomodara: “Tu madre leyó unos textos que tú has estado escribiendo y me pidió que hablara contigo sobre eso”.
También le dijo –textualmente– que el hecho de ser su padre le generaba un impedimento para decirle lo que consideraba de lo que leyó, pero que había hecho algo sin consultarle: entregarle esos papeles a un amigo escritor, a Manuel Zapata Olivella, fundador de la revista, Letras Nacionales. Al tener esa conversación, imagino que las pisadas del padre se hicieron apaciguadas, pues se sentía libre por haberle contado lo que había hecho con sus cuentos; mientras que las pisadas de Burgos Cantor apenas tocaron el suelo al enterarse quién lo leería. Intercambiaron miradas cómplices. Sabían que era inútil huirle al destino.
El cartagenero duró meses anhelando una respuesta sobre su cuento, pero esa espera se hizo eterna creyendo que Zapata Olivella le daría una razón, pero nunca se refirió a su cuento; hasta que un día lo vio publicado en la entonces reconocida Letras Nacionales. Recuerda que en la portada de la revista estaba el rostro de León Greiff. Ese día tuvo la certidumbre de que la escritura sería ineludible y no le sería posible escapar a ella. Quizás en esos momentos pensó que la escritura era como el mar de leva que alcanzaba a ver por el muro del patio, el cual eternamente estaría allí.
Burgos, cada vez que me habla, mira sus recuerdos a través de un abismo que solo él puede descifrar. Esta vez lo hace sobre Zapata olivella:
─ A medida que lo fui conociendo, Manuel, era primero un hombre muy generoso, pero también un hombre de respuestas muy rotundas.
Su primer cuento, La lechuza dijo el réquiem, fue publicado cuando apenas cursaba quinto grado de bachillerato en el Colegio Salle al lado de un cuento de un escritor consagrado y experimental del Tolima llamado Eutimio. Burgos me comenta que no recuerda su apellido.
Algunas ventanas se abrieron. Uno en la cerca y el otro en el polvo. Pacho Torres con la cara destrozada, oculta por el ala del sombrero. Por sus ojos abiertos, confundidos con la muerte y la noche, pasaron: ancas sudorosas, crines al viento, polvo y sangre en los ijares... Un suspiro en la cantina.
(Tomado de La lechuza dijo el réquiem)
4
Mientras Burgos sigue rememorando su pasado allí en la sala de juntas, recuerdo las veces que a sus estudiantes les ofrece un café o una aromática y así los hace sentir como en casa.
Me cuenta que conoce, en los años del colegio, en Cartagena, a un jesuita que era maestro, médico y abogado: Julián Ibáñez. El cura, del que se hizo amigo, le realizó un análisis vocacional para decirle qué estudiar y en cuál universidad hacerlo. En ese tiempo fue a Medellín, varias veces, por cuenta del colegio. Y allí descubrió La librería Aguirre, un lugar que se convirtió en una estancia donde las manecillas se suspendían cada vez que abría un libro. Un día, a la salida de la librería, se tropezó con el padre Ibáñez; me dice que el hombre lo miró, sonrió –El padre era un hombre muy sabio– y me sentenció: vas a terminar escribiendo.
Unos días después, Burgos, recibe una carta del padre diciéndole que hay una literatura cristiana de muy buena calidad; le cita algunos autores. El cartagenero lee a Ana María Matute, escritora española, quien le pareció extraordinaria. Para el padre Ibáñez la literatura que Burgos Cantor leía –cuentos de Kafka, El extranjero de Camus, La peste– era de desesperanzada y del absurdo.
Con su mirada de permanecer en un estado de introspección, Burgos me dice: ─Era un hombre preocupado por la formación de un muchacho. Me pareció enternecedor…
Roberto relata que con el tiempo, como ocurre con casi todo, se fue diluyendo la amistad y empezó a recibir entonces como una especie de señas sueltas, de epifanías sobre cuál debía ser su recorrido de lecturas y autores, así fue como terminó leyendo a Joyce. A esto él se refiere: ─… el mundo iba abriéndose como una brújula personal.
5
En el último año de bachillerato –a finales de los 50– se conoció con Eligio Márquez, el hermano menor de Gabriel García Márquez; los separaba una calle. Burgos vivía en el barrio El Cabrero. Las casas tenían patios de grandes dimensiones en los que la mayor parte de los árboles eran de caucho, almendros y palmeras. Una larga calle real, hecha de pavimento, cruzaba el barrio y la atravesaban dos hileras de casas, unas miraban a la laguna y las otras al malecón que las separaba del mar. El patio de la casa del cartagenero daba al mar. Al filo de este había un muro de rocas.
Burgos y Eligio empezaron a visitarse y a intercambiar libros. Eligio le prestaba los libros de literatura que había dejado su hermano Gabriel y Burgos le facilitaba los libros de su padre de ciencia y de filosofía. De la biblioteca del Premio Nobel, leyó El llano en llamas de Rulfo, La señora Dalloway de Virginia Woolf y recuerda a Manhattan Transfer, El proceso y el Diario de Virginia. Burgos dice que Eligio estaba como obsesionado con la física y que el mundo de la literatura lo descubre cuando nació su amistad con un escritor argentino que empezaba a convertirse en una celebridad de las letras: Ernesto Sábato, de quién más tarde él también sería muy cercano.
Fue entonces cuando Eligio le propuso a Burgos que le hicieran una entrevista a Sábato: el primero se encargaría del tema científico –a Eligio le gustaba la física y Sábato era físico– y el segundo haría las preguntas sobre literatura. La entrevista ocurrió en el año de 1968. Ellos eran unos veinteañeros y Sábato los superaba en edad.
Ahí surgió una amistad entre el naciente escritor Burgos y el ya consagrado Ernesto Sábato. Fue una amistad sin fronteras. Se comunicaban por medio de cartas. Varios años después de haber fallecido (en el 2011), dice que no puede olvidarlo.
Entre carta y carta, el cartagenero, le empezó a enviar sus cuentos, que Sábato leía y le enviaba corregidos.
Burgos recuerda algunos momentos con Ernesto Sábato con dolor. Una nostalgia sombrea sus ojos.
─Él hacía un esfuerzo por liberarse de cosas. Pintaba rostros, hizo retratos de Kafka y Baudelaire… Un año antes de morirse se perdía, ya no conocía, estaba errático. No hablaba… lo de la ceguera tuvo un momento crítico.
En esa época también empezó su amistad con Gabriel García Márquez. Y más adelante también sería un amigo entrañable de Álvaro Mutis.
6
El padre de Burgos le aconseja estudiar Derecho diciéndole que le dará rigor y que someterse a los procesos académicos lo hará disciplinado y le ayudarán en la escritura. Un día antes de partir a Bogotá a estudiar, don Roberto, –como le dice él a su padre– le regaló tres libros (París era una fiesta de Hemimgway, Paralelo 42 de Dos Passos y La casa grande de Cepeda Samudio) en reconocimiento a su proceso como escritor.
Burgos toca su rostro y su quijada; se balancea sobre su cuerpo. Sigue imbuido en sus recuerdos, dejándose llevar por el caos de las evocaciones y su mundo organizado de las ideas.
En Bogotá hubo dos lugares a los que asistió Roberto en su proceso como escritor: a la universidad Nacional a lecturas, discusiones públicas y colectivas y a un grupo que se llamaba Sanchito que se reunía periódicamente. En éste se hacían lecturas críticas, comentarios y se publicaban textos. A este grupo asistían Humberto Moreno Durán, Jairo Mercado, Luis Ernesto Lazo, Gabriel Restrepo y Luis Fayad.
7
El cartagenero retoma de nuevo su relación con Valverde, con quien publicó en la antología Cuentistas Colombianos. Lo recuerda como un lector voraz y con la decisión de solo escribir. Desde que publican en la misma antología se vuelven confidentes de letras y del devenir. Empezaron un intercambio de textos que se comentaban a través de cartas. En algunos momentos conversaron sobre la importancia de renovar; ambos estaban obsesionados en dejar a un lado la literatura costumbrista con personajes simples y con problemas humanos maniqueos. Burgos, frente a esto, dice: ─Eso era bastante repulsivo para nosotros. Y claro, eso nos llevaba a las lecturas de los experimentales.
Junto a Umberto visitaban a escritores extranjeros, sobre todo a los franceses; a ambos les interesaba crear una literatura renovada, que experimentara. Me cuenta que Umberto, al igual que la mayoría de escritores Latinoamericanos, tenía la idea de irse, así fue como terminó viajando a México donde permaneció durante varios años. En ese país publica su primer libro y se hace amigo de Álvaro Mutis.
Cuando vuelve al país le dice a Burgos que tiene que conocerlo. Umberto, a los días, en un almuerzo, le presenta a Álvaro Mutis.
Burgos sonriendo, dejando ver la alegría que debió sentir cuando lo conoció, me dice:
─Fue una cosa deslumbrante, el viejo… decía las cosas más arbitrarias del mundo.
A partir de ese momento Burgos empezó una comunicación permanente con Álvaro Mutis a través de cartas. Umberto hacía paquetes separados de los textos de Eligio García y Roberto Burgos y se los entregaba; entre las obras que le entregó estaba la primera obra de Burgos Cantor, Lo Amador. Los ojos del cartagenero parecen sonreír al recordar:
─Tan generoso de llamarme para que habláramos y él fue quien le dio el libro a García Márquez.
8
El poeta José Viñals vivió dos años en Colombia y en esos años se creó una amistad intensa entre ambos. Roberto Burgos, tenía veinte años. En el tiempo que compartieron y se acercaron me dice que le enseñó a mostrar el texto literario, a no tener miedo de exponerlo y de hablar sobre él, a discutirlo si era el caso y eso fue invaluable para él. Roberto comenta:
─Los poetas son para mí de una perspicacia en la lectura narrativa, son de un poder crítico que ven cosas que el narrador muchas veces no ve… Esa fue una situación invaluable que también me sirvió. En ese momento sí sentí que estaba definiendo mi vocación.
9
Gabriel García Márquez hace una declaración pública refiriéndose al primer libro de Burgos Cantor Lo Amador, en la que manifiesta que es una obra virtuosa. Sobre este comentario Burgos me dice:
─Él no es muy dado a botar flores como loco.
Burgos, en 1982, se estaba tomando un té en un café que desapareció y pertenecía a un señor suizo o español (el cartagenero, esto no lo recuerda con claridad). En ese lugar se encontró con el poeta Juan Gustavo Cobo Borda quien le dijo: Gabo quiere verte para hablarte sobre tu novela. Hacia un año que le había mandado esa razón Gabriel García. Por la misma época Eligio en una carta también le comentó que su hermano quería hablarle sobre su novela. Santiago Mutis también le dio la misma razón en una carta.
En las celebraciones del Premio nobel entregado a García Márquez, en el año 82, a uno de los hermanos de Burgos que estaba conversando con Totó La Momposina, en Los espejos, se le acercó Gabriel García y le dijo: hoy dile a tu hermano si tiene algo contra mí, le he mandado razones. Con respecto a este comentario del Premio nobel, me dice:
─… un tipo que todos queremos. No terminamos de darle las gracias por escribir esa cosa de Cien años de soledad. Resolvió toda la locura de esa literatura de campanario…
Burgos es invitado por Gabriel García, en ese año, a trabajar en la Compañía Estatal de Cine que estaba planeando unos grandes proyectos. Estando instalado en esa compañía, el Premio nobel lo llamó y le puso una cita para que almorzaran. Burgos se sentía avergonzado, así que le propuso que fuera el día de la cita al apartamento de su hermana, en Bogotá, a almorzar.
Llegó el día del encuentro, Gabriel García atravesó el pasillo que conducía a la cocina con los pasos de quien tiene una prisa de confesar una verdad; entró a la cocina cruzando una puerta de vaivén y se encontró con Burgos ayudándole a la hermana a freír unos patacones. Lo primero que dijo García Márquez fue: ─nadie dijo de mi primer libro de cuentos que era muy bueno. Él no es un Premio nobel. Burlándose de Burgos metió la mano en la bandeja que estaba caliente y se pegó un quemón. La comunicación entre los dos perduró hasta que Gabriel García sufrió de lo mismo que Ernesto Sábato, de pérdida de la memoria.
En el año 2007, finalizada la presentación de su novela La ceiba de la memoria, un amigo del cartagenero se le acercó y le dijo: ─Trata de no demorarte y no digas que vienes a mi casa, que te tengo una sorpresa. Cuando llegó a la casa de su amigo lo sorprendió la presencia del Premio nobel y Mercedes. Gabriel le dijo: ─No fui a la presentación porque o sino el show hubiera sido yo.
Fue una de las últimas veces que Burgos se encontró con García Márquez.
Burgos, una vez más, se va con sus respuestas a un mundo que él solo conoce; se aleja su pensamiento detrás de un horizonte hecho, indudablemente, de recuerdos.
10
La tarde entra por entre los intersticios de la cortina; la oscuridad se ha hecho densa y cae sobre nosotros como el tiempo que pendula a nuestra espalda. Nuestro encuentro se aproxima a su final. Me queda un tintero de preguntas por hacerle, pero el tiempo es implacable, así que elijo solo algunas.
Entonces le pregunto qué cree que le hace falta por escribir. Responde que la historia que sigue y que escritor es quien escribe y esa es la tiranía a la cual queda sometido.
Sentados uno frente al otro, como amigos de años, parece confesarme sus últimos secretos cada vez que le hago una pregunta. Contemplándolo fijamente le pregunto qué otros logros espera obtener como escritor y persona. Responde mientras sonríe, que espera lograr la renovada ambición del libro que le ocupa.
Viene a mí uno y otro interrogante. Escojo entre tantas preguntas si cree que a su obra se le ha dado el lugar que merece en Colombia. Dice que las ficciones y la poesía no tienen lugar, cuando pasan, pasan de contrabando al corazón libre del lector. Sin aduanas. Veo que aparece en su rostro, de nuevo, la mirada de un ser sereno, que se ha decantado con el tiempo y ha hecho de sí mismo un ser inalcanzable, imposible de descifrar.
Toma el vaso donde aún hay agua y bebe lo último que queda en éste. Lo dejo alejarse con sus palabras, entre sus recuerdos, mientras el agua baja por su garganta. Quiero conocer algo más íntimo de él, así que le pregunto cómo ha sido el apoyo que ha recibido de parte de su esposa con su obra. Responde que soportarse a alguien que mientras escribe se cree, de buena fe, el ser más cordial, amable y solidario del mundo. Y resulta que después le cuentan lo huraño que es, lo que pesan sus silencios. A pesar de esto quererlo. Sonríe, una vez más, y finaliza diciendo: el poder del amor.
La temperatura ha bajado, supongo que nos acercamos a las seis y media de la tarde. Él, como siempre, sereno, me mira esperando un nuevo interrogante. Le pregunto qué le dice su familia sobre su literatura, a lo cual responde que hasta ahora no se han aburrido y que aburrir a quienes se quiere es el peor pecado de quienes escriben. Sonríe al tiempo que articula cada frase, pero a la vez en su voz se escucha un tono de solemnidad.
Le pregunto por sus hijos, si alguno se ha dedicado a la literatura. Me responde que está listo para una asociación de padres con hijos de carreras no productivas: ni futbolistas, ni videntes de la bolsa de valores. Uno es filósofo y poeta y el otro es realizador cinematográfico. Cuando finaliza la respuesta, la sonrisa se convierte en un estallido de risa, mientras acaricia su quijada. Una vez más, su mirada se aleja. No es posible saber hacia dónde observa; quizás en esos momentos se acerca a su espíritu y divaga sobre las preguntas que uno se hace cuando es niño o filosofa sin cansancio consigo mismo, sin impedimentos del tiempo.
Le pregunto sobre cómo cree que es la muerte. Me responde que la imagina inimaginable. Aunque duelen sin compasión las ajenas.
Nuevamente, salto a un nuevo tema. Lo interrogo sobre cómo imagina otro espacio para continuar escribiendo, que si prefiere el campo o desea seguir viviendo en la ciudad. Me dice que se habitúo al vértigo anónimo de la urbe, pero sueña el mar.
Con esta pregunta despedimos la tarde que cae sobre nosotros y de paso me despido de las sentencias, epifanías y silencios de Roberto Burgos Cantor, las cuales hablan de él y su mundo más que las palabras que lo cubren y de las que está hecho desde que abrió los ojos.
Levantándose dice que espera volverme a ver pronto y que siga dedicándome a la escritura con la convicción que lo hago. Como en otras ocasiones me da un beso en cada mejilla. Esta vez se aleja con el silencio que lo envuelve.