Por la llanura de Esparta

Por Óscar Godoy Barbosa*

Enero, 2022

 

 

Esparta fue un rotundo fiasco. La gran ciudad guerrera del Peloponeso, con su nombre evocador de héroes y batallas, se presentó ante nuestros ojos como una aglomeración de calles, casas y edificios de cualquier ciudad del tercer mundo, con poco pasado para contar. De pie junto al autobús que nos había traído, tras día y medio de ruta desde el santuario de Delfos, no acabábamos de creer el contraste entre la imagen que nos habíamos formado y aquella realidad ruidosa y desgastada. 

 

–La culpa es nuestra –le dije a Vanessa–. Nos dejamos ganar por el nombre.

–No hables por mí –fue lo que respondió, con un gesto enfurruñado que empezaba a inquietarme.

 

No eran tiempos de internet. Todavía se viajaba con una guía de rutero, algún talento para hablar con la gente, buenas dosis de olfato y una abierta propensión a la aventura. Ni en los sueños más sublimes imaginamos que algún día los viajeros dispondrían de completas guías virtuales, mapas personalizados y monitoreos por google earth que eliminan de tajo el azar, la posibilidad de la sorpresa. 

 

Esparta, la ciudad guerrera. Con solo descubrir el nombre en el mapa insistí hasta el cansancio para aquel cambio de planes. Como mínimo imaginé anfiteatros, estadios, templos a los dioses de la guerra, murallas, caminos empedrados, huellas del antiguo esplendor como las que encontramos en Delfos. Pero caminamos hasta que se hizo de noche, preguntamos a unos y otros, y al final tuvimos que aceptar el paso en falso: la espartana no había sido una sociedad preocupada por la posteridad. Vanessa resoplaba, agotada su paciencia. Sin este desvío hacia el sur, la noche nos habría alcanzado en Epidauros, o tal vez en Atenas, la gran meta de nuestro viaje.

 

–No te preocupes –le dije, ya cansado de caminar, tras invitarla a sentarse conmigo en una banca del único parque encontrado en aquel caos–. Lo que debemos hacer es cerrar los ojos y conversar con los dioses.

 

Intentaba sacarle una sonrisa. Cerré los ojos y crucé mis brazos por detrás de la cabeza a manera de almohadas. Pero cuando los abrí Vanessa ya no estaba. ¿Cómo pudo desaparecer tan rápido? Corrí a la velocidad que me permitía el peso del morral y la carpa. Di vueltas, lancé miradas en todas direcciones, abandoné el parque, me interné por las calles de los alrededores. La noche avanzaba y ya no era posible ubicar su blusa azul, su morral verde oscuro, su cabello negro y largo. Me ganaba la angustia.

 

A la vuelta de una esquina divisé la estación de autobuses. Nunca tuvimos un plan sobre lo que haríamos en caso de perdernos, pero pensé que aquel podría ser un sitio de encuentro.  Entré y recorrí la rústica sala de espera. Ningún autobús se preparaba para partir. Sentado en una banca de madera, intenté tranquilizarme. ¿Por tan poca cosa se cortaba un lazo como el nuestro? Las jornadas de sol y sed a la espera de un auto que nos recogiera en las autorrutas francesas, las caminatas a medianoche rumbo a algún camping alejado, las aguantadas de hambre al borde de carreteras sin ninguna huella humana, la alegría por cada ciudad conquistada, los sabores locales, los paisajes, los museos y las obras de arte, nos habían convertido, más que en compañeros de viaje, en cómplices a toda prueba. Me negaba a creer que después de tantas cosas Esparta fuera una razón para quebrar la magia.

 

¿Sería su reacción a lo que venía ocurriendo? En París, en la reunión de colombianos donde me deslumbró por primera vez, supe que cinco años de edad y de expectativas nos separaban. Solo teníamos algo en común: yo soñaba con un viaje largo de morral a la espalda, ella con una historia para contar a su regreso a Colombia. Yo hablaba bellezas del viaje de aventura, de la caminata, el aventón, el tren y el autobús en tarifa de pobre, sin agencias de viaje ni reservas. Había viajado en auto stop por Colombia y algunos países del sur, y ya sabía sobre las legiones de jóvenes en ese plan que pululaban por Europa durante el verano. Ella le temía pero no decía que no, pues terminada su beca no contaba con dinero para un viaje de otro nivel. Una tarde me llamó: cuenta conmigo. Yo no lo podía creer: viajaría con la belleza. Pero no te hagas ilusiones, niñito, me dijo, para dejar en claro el pacto que nos disponíamos a sellar. Compañeros de viaje nada más. De carpa, pensaba yo, con semejante mujer. Como hermanitos, recalcó ella. De carpa, sonreía yo.

 

Hasta Delfos su pacto se cumplió. La Costa Azul, Mónaco, Pisa, Florencia, Venecia, Roma, Nápoles, Brindisi, Epidauros, Kalambaka… los mapas de bolsillo y la guía del rutero habían hecho valer su información. En cada lugar ubicamos un camping barato, visitamos museos y calles y plazas, hicimos rendir cada billete. Como socios aprendimos a armar la carpa en pocos minutos, a compartir las rutinas diarias de la cocina, la compra y la lavada de ropa, a hacer amigos efímeros en aquel enjambre de viajeros en el mismo plan. Y nos descubrimos afines en esa sed de paisajes y de pasados que nos consumía. Caíamos agotados cada noche en la carpa, y yo no encontraba manera de propiciar algo más. En las conversaciones diarias mi vida se quedó sin secretos para ella, pero entonces, sentado en la estación de autobuses, caí en cuenta de su silencio. Unas pocas cosas sabía de ella, las más obvias: su ciudad natal de tierra caliente, su mamá, la maestría que cursó en París. Vanessa esquivó cada pregunta que apuntara a conocerla mejor. En las noches, cuando cerrábamos la cremallera de la carpa, se envolvía en su saco de dormir hasta el cuello, me daba la espalda y empezaba su respirar profundo, como si dispusiera de un botón de prender y apagar. Yo permanecía un buen rato despierto, inquieto, incapaz de tomar alguna iniciativa, hasta que me vencía el cansancio del día. Como hermanitos, había dicho ella, y a la vuelta de un mes me sorprendió la sensación de que ese era justamente el cuadro de nosotros dos.

 

Hasta Delfos. 

 

Hasta coronar el sendero empedrado que ascendía por la montaña, flanqueado de ruinas en piedra y mármol, vestigios del diálogo de los hombres antiguos con sus dioses, y encontrar el paisaje más sublime de todo el viaje. Deslumbrados, nos quedamos de pie, uno al lado del otro, incapaces de hablar, como si 25 siglos después fuéramos nosotros los que conversáramos con el más allá. Y fue lo más natural del mundo alzar mi brazo y rodear sus hombros. Apretar por primera vez, de verdad, aquel cuerpo que me obsesionaba desde la primera noche en la carpa. Y sentir que su cabeza se recostaba contra mi hombro.

 

Sentado en la estación de autobuses, me atenazaban las dudas. Aquella noche en Delfos, y la siguiente en Olympia, primera etapa de nuestro desvío hacia Esparta, mucho había cambiado dentro de la carpa. Su saco de dormir ya no se ajustaba hasta el cuello. Conocía la textura de su piel, la verdad de sus aromas. En las conversaciones empezaban a asomar las confidencias. Alguien la esperaba en Colombia. ¿Explicaba eso su misterio, su desaparición repentina? 

 

Salí de la estación y me interné de nuevo por las calles. Importaba continuar el viaje, llegar a Atenas, de pronto a Estambul si alcanzaba el dinero. No ocurriría nada que ella no quisiera, le diría, como si algo no hubiera ocurrido ya.

 

La busqué de nuevo por Esparta. Entré en almacenes, cafés y restaurantes. Exploré los andenes. A lo lejos divisé el parque donde la perdí de vista. No lo pensé más y aceleré el paso.

 

El parque menos colmado de gente. La oscuridad sobre los prados. Distinguí una figura familiar, solitaria y un tanto encorvada. Me estremecí al descubrir a Vanessa allí, sentada en la banca donde yo había cerrado los ojos. Con su morral sobre las piernas, como desconfiando del entorno, lanzaba miradas en todas direcciones. El respingo en su rostro cuando me acerqué.

 

–¿Dónde te metiste? –me dijo. Alivio y rabia se mezclaban en su voz–. ¡Saliste corriendo!

 

Con premura brotaron los reclamos, la angustia represada. Arriesgamos teorías sobre le ceguera selectiva, esa que nos borra de los ojos a la mujer que apenas se alejó unos pasos para recoger el mapa caído de su bolsillo, y al muchacho que echó a correr como impulsado por la locura. Y luego el entrecruzar de calles en una búsqueda inútil. Cuántas veces se asomó ella a la calle por la que yo acababa de respirar. Cuántas miré hacia el fondo de un bazar por el que aún circulaba su perfume. En qué momento tomó la decisión de regresar al parque del principio, justo cuando yo lo divisaba desde la distancia. Los dioses de Esparta nos dispersaron y nos juntaron a su antojo, concluimos, sin saber si darnos un abrazo o continuar la discusión. 

 

Nos sentamos en la banca, con la respiración todavía agitada. Consulté la guía e identifiqué la ruta al camping. Nos esperaba una buena caminata. Compramos una botella de agua y echamos a andar. Antes de salir de la ciudad encontramos un puesto callejero de souvlaki, deliciosa carne en trozos envuelta en pan de pita, y saciamos el hambre de la que no habíamos hecho conciencia hasta ese momento.

 

Cerca de las 10 de la noche nos internamos por una carretera sin pavimentar y sin alumbrado público. Cuatro kilómetros nos separaban del camping. Temí que nos perderíamos en la noche sin luna, pero la grava blanca del camino resultó una guía inmejorable. Seguíamos enfurruñados. Vanessa no hablaba, y yo no sabía qué decir.

 

Pronto escuchamos carcajadas y sentimos pasos que nos alcanzaban. Una veintena de muchachos y muchachas de varias nacionalidades, morral a la espalda, saludaron y se juntaron a nosotros. Risas al descubrir que nos dirigíamos al mismo destino. De repente hacíamos parte de una caravana que rompía el silencio de la llanura espartana con voces en al menos siete idiomas.

 

Nos  contagiamos por la energía del grupo. Con la práctica de las últimas semanas entablamos charlas chapuceando cada idioma, pero al poco rato nos dimos cuenta de la imposibilidad de conversaciones más ricas. Y no éramos los únicos frustrados.

 

Fue uno de los alemanes el que concibió la fórmula para salir de aquel complejo de Babel que nos consumía.

 

Comenzó a cantar.

 

No una letra, apenas un tarareo. Un tarareo potente: la marcha triunfal de Ayda.

 

Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, el grupo entero lo acompañó, al principio con risas nerviosas, luego con voces firmes en diversos tonos.

 

Las luces del camping se dibujaron en la distancia.

 

Unos hacían de trompetas, otros de tambor o de violines.

 

Vanessa tomó mi mano y sonrió. Sin pensarlo mucho, nos sumamos al coro de trompetas a todo pulmón.

 

Una muchacha sueca, o finlandesa, propuso el siguiente tarareo: Carmen.

 

Otras luces del camping se encendieron ante nuestro bullicio. Un hombre corpulento, el administrador, caminó de prisa hacia nosotros a exigir silencio. Con furia nos indicó que la gente ya dormía.

 

El grupo dejó de cantar entre risas cómplices. Antes de disolvernos por el camping brotaron, espontáneos, los abrazos de despedida. Compartíamos una noche, una alegría sin nombre, una travesura.

 

No he vuelto a sentir nada igual.

 

Los dioses de Esparta sonreían sobre nuestras cabezas.

 

En nuestro lugar del camping levantamos la carpa con urgencia. Los ojos de Vanessa me acechaban en la oscuridad.

 

Al día siguiente todavía reíamos al saludarnos de abrazo con el grupo de la noche anterior. 

 

Y luego cada quien, como Vanessa y como yo, desapareció por los caminos. 

 

Efímeros desde siempre.

 

Solo Esparta permaneció.

 

 

_______________________

* Óscar Godoy Barbosa

Comunicador Social Periodista de la Universidad Externado de Colombia, con Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad de Texas en El Paso. Docente de larga trayectoria en el campo de la creación literaria, tanto en los programas de la Universidad como en los talleres de Idartes y otras instituciones. Ha ganado diversos premios literarios en los géneros de cuento y novela, el más reciente de los cuales fue el Premio Ñ Ciudad de Buenos Aires, obtenido en octubre de 2019 con la novela Te acuerdas del mar. Ha publicado las novelas Duelo de miradas (2000), El arreglo (2008) y Once días de noviembre (2015), y el e-book de cuentos Desde mi ventana (2017). Te acuerdas del mar fue publicada en Buenos Aires, Argentina, en febrero de 2021, y en Bogotá en agosto del mismo año.