Milcíades Arévalo

Septiembre, 2018

 

El Cruce de los Vientos (1943). En sus inicios fue marinero, vendedor de libros y publicista. Periodista Cultural, fotógrafo, narrador, conferencista, dramaturgo, editor y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972.

 

Entre sus libros publicados se destacan: A la orilla del trópico (Relatos, 1978), Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la adoración (Cuentos, 1988 – 2004), Inventario de Invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la ducha (Novela, 2001), Manzanitas Verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009) Las otras muertes (2017).

 

Tiene varios libros inéditos, entre ellos: El jardín subterráneo (Teatro), Cálida carne (Cuentos), Galería de la memoria (Ensayos), La loca poesía (Antología), La torre del amor (Cuentos Medievales), La lío y otras mujeres (Guión) y El oficio de escribir (Entrevistas a escritores y poetas).

 

Sus cuentos , crónicas, entrevistas y ensayos figuran en diferentes periódicos de Colombia y en revistas como Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, Aurora Boreal (Ámsterdam), Puño y Letras (Ecuador), Puro Cuento (Argentina), Casa de las Américas (Cuba), Plural de México, La Casa Grande y La Otra Revista (México), Vericuetos (París), Casa de Poesía Silva y en diferentes antologías de cuento.

 

Premios. Concurso de cuento Testimonio (1984), Premio de Novela Ciudad de Pereira (1985), Concurso Gobernación del Quindío (1980-1981), Premio de Novela Ciudad de Pereira (1991), Finalista Premio de Novela Cámara de Comercio de Medellín (2015) y Premio Gestión Cultural de la Secretaría de Cultura, Recreación y Deportes, Idartes, Bogotá (2015).

 

Ha participado en diferentes encuentros literarios tanto nacional como internacionalmente.

 

Estudió Español y Literatura, pero se considera autodidacta. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia.

 

Las últimas alegrías

“¡Tú y tu miserable maquinita de escribir! ¡Tú y tus miserables

cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!

Charles Bukowski

 

 

Me disponía a reanudar las labores del día cuando se abrió la puerta y entró doña Julietta a pintarse los labios. El día de por sí era bastante lluvioso como para prestarle atención a la esposa del gerente. La luz mortecina que se asomaba por la ventana la hacía ver más luminosa que cientos de bombillos de magnesio. 

     –Dentro de poco escampa –le dije. Como yo quería que todo el mundo me amara, que el amor fuera eterno y siempre fuego, amablemente le ofrecí la silla, pero prefirió sentarse en el escritorio, encima de la foto de Rimbaud que yo tenía pegada al vidrio. Con delicadeza acomodó las nalgas y, cuando estiró las piernas más allá de lo acostumbrado, se le cayó un zapato.  

     –Qué esperas, muchacho – me ordenó. 

    Cuando uno hace parte del engranaje laboral, inconscientemente termina por hacer todo lo que le ordenan los reglamentos de la empresa.  Recogí el zapato, le tomé la pierna, le levanté la falda, le ajusté las medias, el liguero. Olía delicioso. Le puse la mano en la entrepierna No dijo nada. Su panecito pedía a gritos la libertad. Eso me animó a tocarla como un apache. Cuando estaba a punto de derretirse se recostó sobre el vidrio y comenzó a menearse de tal modo que empezaron a moverse el vidrio del escritorio, la foto de Rimbaud, el computador, las sillas, los archivadores, el edificio, la ciudad entera.

    --¡Tris! ¡Plum! ¡Plaf!  --Por un momento pensé que por la ventana había entrado una manada de rinocerontes, que don Hiparco me había dado un garrotazo en la nuca, que los empleados de la empresa me aplaudían a rabiar. Nada de eso era cierto: el computador se había caído al piso. 

   -- ¡Maldita sea!

    Doña Julietta se bajó del escritorio, se subió los diminutos calzones, el liguero, las medias, se alisó la falda, abrió la cartera y sacó un espejito. Se pintó los labios, indiferente, como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, tuve la entereza de manifestarle que me había arrugado la foto Rimbaud con sus nalgas.

     –¿Es tu hijo? –me preguntó alarmada.

     –Es mi santo, mi pana, mi patrón...

     –Parece un gamín.

      Me sentí humillado como un pobre, mucho más cuando me pidió acompañarla al parqueadero a sacar el Mazda y tuve que ponerme el miserable abrigo que cubría mi pobreza. Al ver las hilachas que le colgaban, se quedó mirándome como si por primera vez se diera cuenta de que yo también era humano. Prometió regalarme un paraguas y el abrigo de invierno que su marido ya no usaba.      

   --Ojalá la sirvienta no lo haya tirado a la basura –musitó. 

     –¿Cómo voy a pagarle tanta bondad, doña Julietta? –le pregunté ansioso.

     –Tú sabes, muchacho... –dijo y levantó el brazo como un mecánico. Se subió al auto y salió del parqueadero haciendo chirriar las llantas contra el pavimento recién bañado por la lluvia.

     Siempre había deseado tener un auténtico abrigo de piel de camello como el de Jean Baptiste Clemence en La Caída, para deslumbrar a todo el que se me atravesara por el camino. Cuando Usina me viera luciendo tan exquisita prenda, traída directamente de París, de seguro dejaría de tratarme como si yo fuera una mascota. Frecuentemente me vaticinaba un porvenir bien triste: “–Algún día terminarás como una mascota sin dueño”.  

     Usina era mi novia, pero no lo parecía. Tenía sus sueños, sus celos, sus temores, sus pecas en las nalgas, pero me echaba la culpa de todas sus desgracias. Usina era un ángel y un demonio también. Como yo quería que nuestro amor fuera eterno, cumplía sus caprichos al pie de la letra, sin chistar. Me decía palabras de amor y era cruel todas las veces que quería. A veces me chupaba como si fuera una banana en almíbar y otras veces ni siquiera me daba un beso al despedirse. Usina era de seda cuando estaba vestida y de fuego cuando estaba desnuda. “Rica, riquita, dulce de manzanita”. Yo la besaba por todas partes y le hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación, no oyendo sino su risa escandalosa, sus gemidos de felicidad, sus espasmos de dicha. Los días eran azules y las noches de amor. Le aplicaba los labios insectamente al estilo Bogart y le mordía el cuello, las teticas, las nalgas, el lomo, la cerviz…. 

     Usina se fumaba todos los tabacos que le pusieran por delante y muchos más. Para el día de su cumpleaños me pidió de regalo una caja de tabacos importados que vendían en el Siboney. Solícito fui a llevársela, para que se diera cuenta del abrigo.  Golpeé delicadamente en la puerta de su casa, para que los vecinos de la cuadra no asomaran sus testas por entre los barrotes de sus jaulas y comenzaran a murmurar lo indecible. Sucedió todo lo contrario. En pocos segundos la calle se llenó de curiosos. Unas mujeres horribles dijeron que era muy tarde para que un caballero tan elegante fuera a hacerle visitas a una vagabunda que ya tenía perdido hasta el apellido. Otras opinaron que no había que creer en las apariencias, que tal vez lo que yo quería era robarme a alguna de sus niñas, que el barrio ya se estaba volviendo una perdición, y para impedirlo fueron a traer piedras, palos y machetes. Sólo entonces Usina abrió la puerta, somnolienta y desnuda y me recibió los tabacos. Si al menos me hubiera dado un miserable beso delante de esa canalla enardecida y violenta, yo me habría sentido feliz, pero hizo todo lo contrario:

    --Mañana nos vemos en el parque –dijo. Me rapó los tabacos y cerró la puerta apresuradamente.  Lo peor que pudo ocurrirme con el abrigo sucedió en el parque al día siguiente. El día era tan radiante y soleado que parecía de colores, con niños tan alegres y formales brincando entre las flores, Tendí el abrigo sobre la grama y me quedé mirando las nubes, pensando en la cara que pondría Usina cuando viera mi abrigo dispuesto de manera que ningún curioso pudiera chuzarle las nalgas.  

     Un agente del orden acertó a pasar por el lugar haciéndole arrumacos a una enana regordeta. No resistió las ganas de demostrarle a su nena para qué servía la autoridad que llevaba al cinto. Se me vino encima y me apuntó con el revólver como a un vulgar ladrón: –“¿Dónde se lo robó?” –me preguntó. No me inmuté. El policía levantó el abrigo, calculando el peso, el valor, la marca; lo olió.  --“¿Dónde se lo robó?” –insistió autoritario. Herido en lo más profundo de mi orgullo, le mostré la cédula, todos los papeles, el certificado del DAS. -- “¡Soy un ciudadano honrado!” --“Su honestidad me importa un culo” –reviró ofendido. Estábamos en la tira y afloje de las grandes decisiones cuando llegó Usina con un girasol en la mano. Al ver tanta belleza junta, el policía aprovechó la ocasión para esfumarse por los senderos del parque con mi abrigo y su enana regordeta.

     –Era un abrigo muy fino –le expliqué.

     –No te preocupes, amorcito. Mañana mismo te compras otro.

     Suspiré hondo.

    –Un abrigo de piel de camello cuesta un platal.

    –¿Un platal? –me preguntó sorprendida --No quiero que mi amor te cause daño, pero ¿de qué vamos a vivir cuando nos casemos? ¿De un miserable salario? No me creas tan bobita. 

    –Amorcito, es cierto que no me pagan lo que valgo, que nunca tengo suficiente dinero para tus tabacos, que perdí un abrigo por discutir con la ley, que don Hiparco me detesta, pero mañana mismo subo a pedirle un aumento de sueldo; ya verás –le prometí.

    El camino de mi infancia, el que recorrí en compañía de mi perro, fue el de un niño que soñaba que todo lo que veía era suyo. Ese fue mi desgracia, soñar lo que no debía, desear lo que no tenía, amar lo que no era mío. De mis fracasos se han alegrado muchos ¡Y de qué modo! A los muchos obstáculos que me impidieron triunfar en la vida, debo sumar el torso deforme, la pierna torcida, la lengua biforme y la miopía. No era un galán en modo alguno, pero era vibrátil y candente. Odiaba las órdenes, los horarios, los reglamentos. Quería que me amaran como se debe y no por lástima.

     Como yo quería que Usina me amara toda la vida, al día siguiente entré a la oficina de don Hiparco, dispuesto a pedirle un aumento de sueldo porque me iba a casar. Dejando en vilo mi solicitud, me preguntó con cierto sarcasmo:

    --¿Qué sabes de poesía? 

     Puso en mis manos una revista en la que estaba subrayado el verso de un poeta de las nuevas generaciones: “Mi palabra es la risa de las piedras y los peces”. En sus ratos de ocio a don Hiparco le gustaba escribir alejandrinos, que publicaba en los periódicos de la tarde. El día de por sí era bastante lluvioso como para ponerme a explicarle lo que para mí era más difícil de explicar.     

      –He leído algunos sonetos nada más –le respondí modesto.

     –Explíqueme ese verso que te acabo de señalar. Si eso es poesía yo debo estar loco.

     –La poesía no se explica; se vive.

     Refutó mis argumentos con una cita tomada de La poesía al alcance de todos. Para asombrarme más, me leyó unos párrafos acerca del contenido y la forma y otros referentes a la composición y la métrica, y no faltó que dijera que había que echarle sal a la sopa. Si le hubiera dado la gana me habría tirado por la ventana, pero sencillamente hizo todo lo contrario: me entregó la carta de cancelación de mi contrato de trabajo. Le pedí que me explicara el motivo. 

    –Mis razones son más poderosas que las suyas –dijo y manoteó el escritorio como un pingüino endemoniado. Aproveché para darle el golpe de gracia: 

    –Voy a recoger el paraguas que me regaló su mujer. 

    Como no lo encontré, supuse que se lo había llevado doña Julietta, para completar su colección de antigüedades.  No era una pretensión mía, pero me gustaba lucir el paraguas en todas partes. Tenía una hermosa empuñadura de cedro y su forma aerodinámica lo distinguía entre los demás de su especie. Lo busqué detrás de la puerta, debajo del sofá, en el baño, en las gavetas del archivador... Como no iba a pasarme la tarde buscando un paraguas en un mundo de paraguas, me enrollé la bufanda al cuello, salí a la calle y comencé a caminar por la 7ª. Era un atardecer frío, lluvioso, una mierda. Venteaba fuerte.  Antes de llegar al puente de la 26 estalló una bomba. La onda explosiva mató a una loca, levantó a un taxi, volvió trizas los ventanales del edificio Colombia. Era amargo y triste pero así era: vivíamos en un país de muertos. Las noticias no eran sino de matanzas, masacres, voladuras de puentes, torres derribadas, pueblos masacrados, soldados torturados, niños mutilados, paramilitares, injusticias, ríos de sangre, dolores sin fin...

    --¿Por qué, Dios mío? –se quejaba una señora dándose golpes de pecho.

    --¡El fin del mundo está cerca, carajo! –gritaba un mechudo de pelo blanco blandiendo un crucifijo. La reportera   de un noticiero atribuía el atentado a un comando de la guerrilla urbana. Una pelandusca que pasaba por el lugar con el hocico untado de pegante le refutó:

    --No mienta, parcerita. Fueron las inocentes palomas de la paz.

    Cuando vi llegar a la policía, me escabullí del tumulto y seguí de largo. Entré a la Cinemateca a ver El Cartero llama dos veces. Si bien es cierto que  Jessica Lange hacía temblar  sus tetas en cada escena de amor,  yo ni siquiera me inmutaba;  parecía  una araña triste meditando en el fondo de una butaca: “¿Qué va a pasar cuando Usina se entere que perdí el empleo?” Le había prometido ser el futuro presidente de la empresa, casarnos, viajar por el mundo en globo, dorarnos la barriga en el Mediterráneo y todo eso. ¡Claro! Yo era el que soñaba. Vivía en función de los números, tenía pesadillas con ellos, yo mismo era un número, el 12021. Ese número me identificaba entre la muchedumbre haciéndome morder el polvo. 

      Al llegar al apartamento encontré a Usina, tirada en la cama, cubierta apenas con su pelo negro sedoso y las medias zapotes que tanto me gustaban. Mientras le acariciaba la barriguita me puse a recordarle alegrías pasadas, mis sueños de grandeza, lo mucho que la amaba... La maldad me pasaba por debajo de las narices sin hacerme daño.

     –¿Qué está pasando contigo? –me interrumpió.

     –Me echaron del empleo.

     –¡Alcánzame un tabaco!

     –Mi vida es una suma de desgracias y a ti sólo se te ocurre decir: “¡Alcánzame un tabaco!” ¿Hasta cuándo voy a soportar tanta indiferencia tuya?

     Saltó de la cama y se encerró en el baño. Pasó un rato bien largo en el que no se oyó ni un suspiro ni un lamento. Seguramente pensó que me había vuelto loco, que la iba a matar por tantas infidelidades suyas. Todo me parecía tan natural que jamás le había reclamado nada. 

    –¿Usina, estás bien de la cabeza? –le pregunté intrigado.

    –Hay un puma en el baño.

    – ¿Un puma? ¿Por qué no me lo dijiste antes?

     Se había escapado de un circo de miserias que debutaba en la vecindad, pero era tan inofensivo con las mujeres que ni las ofendía ni las agredía ni las preñaba. Amaba tanto la belleza que prefería la contemplación al goce pasajero. Los jadeos los dejaba para después.

    –Seré tuya por el resto de mi vida... Por favor, ¡sálvame!

    Usina siempre decía lo mismo, pero me hacía sufrir lo indecible, ¿en qué mundo vivía? Se oyó un “ay”, yo no sé si de gozo o de agonía; después sólo silencio. Presintiendo una desgracia rompí la puerta y entré. ¡Demasiado tarde! Usina se había fugado con el puma. Me hubiera gustado un desenlace menos patético, pero el amor al fin de cuentas, no es más que una comedia.

 

Del libro Manzanitas Verdes al Desayuno (Ediciones Exilio, 2017)

 

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