Palabras de Resistencia
"Memorias de la Cárcel El Buen Pastor"
Por Sofia Carvajal, Liceth Holguín, Sofía Jiménez
Trabajo Social, Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Julio, 2025
Primero, una mezcla de emociones ante la imponencia del letrero que anuncia la entrada “Cárcel y Penitenciaría con Alta y Media Seguridad para Mujeres de Bogotá”. A esa hora de la mañana, la ansiedad recorre todo el cuerpo cuando una se detiene frente a la puerta metálica. Se suma la intriga de conocer un nuevo espacio a la emoción por iniciar procesos de construcción con las mujeres y la inquietud frente a la decisión de ingreso que reposa en las manos del guardia. Estas son las sensaciones que como trabajadoras sociales nos acompañan en cada intento por ingresar, con la esperanza de desarrollar las actividades planteadas junto con el Movimiento Nacional Carcelario.
El ambiente de la ciudad rápidamente queda atrás. Cruzamos la primera puerta. Entregamos los documentos, realizamos el proceso de reseña, recibimos los sellos. Una dragoneante toma nuestro permiso, y ahí, la zozobra frente a la posibilidad de ingreso se apodera nuevamente de todo el cuerpo. Un perro huele a cada objeto y a cada persona. Un escáner analiza cada una de las personas que va a ingresar, cada bolsa y cada cartuchera, como si buscara algo más que metal. Es una requisa con algunas miradas fuertes del cuerpo de custodia. La incertidumbre nuevamente.
Ingresar nunca es un acto neutral, siempre es uno de resistencia. Las filas, los filtros, las miradas imponentes de los dragoneantes, la fuerza del uniforme y la arbitrariedad de cada guardia hacen del ingreso una batalla muchas veces silenciosa. A veces lockers que no cierran, otras, un perro que olfatea demasiado la cartuchera o unas cédulas pérdidas. Pero lo más difícil no son los protocolos sino las constantes tensiones y la hostilidad que se impone como norma.
Largos pasillos, muros grises, el ruido de puertas cerrándose detrás. Caminamos en silencio, pero observando cuidadosamente el espacio y sin comprender muy bien la dinámica propia del lugar. Al avanzar algunos metros comenzamos a ver las mujeres esperando detrás de las rejas, intentando interlocutar con la guardia para lograr mostrar el permiso donde están sus nombres; algunas insisten con respeto, otras con alguna mezcla de cansancio y desconfianza, pues, una vez más, la decisión no depende de ellas.
En medio de esta tensión, se escuchan algunas suaves risas, pasos pequeños y algunos balbuceos; los niños y niñas, hijos de las mujeres privadas de la libertad, se acercan rápidamente, tomados de la mano y cargando sus maletitas. Algunos juegan con sus compañeros, otros observan con curiosidad y algunos se despiden de sus mamás con tristeza. Sus presencias rompen por un instante la dureza del espacio, haciendo que las y los dragoneantes recorran las oficinas buscando dulces para ellos. Ese gesto, mínimo y fugaz, rompe momentáneamente la rigidez del uniforme, acto del que emerge una pequeña forma de ternura.
Transcurrido un tiempo, las mujeres comienzan a salir de los patios, hay gestos y miradas que se cruzan por primera vez, dando lugar al reconocimiento de las otras y a un espacio diferente, en el que se comienza a tejer una apuesta por crear algo distinto desde la palabra, desde la escucha y las nuevas posibilidades. Aún cuando hay una estructura hostil, cuando las barreras intentan impedir el ingreso, hay una apuesta por hacerle frente a esta violencia, por no permitir que se anule por completo la vida, la voz, la risa, los sueños, la ternura que sigue habitando dentro de los muros.
Y entonces, en medio de ese primer silencio que se rompe, de la primera palabra compartida, algo comienza a florecer; no como promesa grandilocuente, sino como la certeza de que, incluso aquí, es posible imaginar otros mundos posibles.
Nos ubicamos en el espacio destinado para los talleres. En esta ocasión se nos ha designado la tarima, justo en medio, nada mal para empezar. Sacamos los materiales, formamos un círculo, porque en el círculo todas somos iguales y estamos más cercanas. Allí, cada uno de los talleres se llena de historias, de recuerdos y compañías. Una de ellas recuerda a su perro Maxito; otra manifiesta que para ella leer es un acto de resistencia; a alguien se le iluminan sus ojos al hablar de su amor por el mar, y otra mujer recuerda a su hija en medio de una gran sonrisa y palabras entrecortadas por la nostalgia.
Así, entre emociones contenidas, se desarrollaron las actividades. Cada encuentro es distinto, pero todos se encuentran marcados por la fuerza de las mujeres que, a pesar de los muros, las dificultades y las normas impuestas, encontrando la manera de hacer que la palabra se convierta en medicina, la risa en un acto de desafío, y la escucha en una forma de cuidado mutuo.
Los talleres cobran vida y se transforman en pequeños refugios donde se tejía comunidad. Allí, lo importante no era tanto el resultado, sino el proceso; ese entrelazarse de historias, memorias y sueños que permitía, aunque fuera por un instante, imaginar otros mundos posibles. Un lugar donde lo único que importa es el nombre propio, la voz propia, el deseo de ser escuchadas.
Con ello nace la esperanza, como esas flores que, aún entre las grietas del concreto, logran abrirse paso hacia la luz. Porque al salir de allí, la mayor enseña que deja este lugar para las trabajadoras sociales es que la prisión podrá encerrar cuerpos, pero jamás podrá detener la fuerza de las mujeres, ni apagar la potencia de aquellas que, incluso desde adentro, siguen resistiendo. Porque son ellas quienes demuestran que la “Cárcel y Penitenciaría con Alta y Mediana Seguridad El Buen Pastor” es un espacio lleno de memorias compartidas, de palabras que sanan, de vínculos que se tejen en medio de la adversidad. Un lugar en el que cada taller es una trinchera, un acto político, un grito colectivo que dice: aquí seguimos, aquí estamos, y no nos han vencido.