Una historia sobre la condición apocalíptica de la humanidad

 

Este cuento describe el futuro tétrico de la humanidad, uno del cual parece imposible escapar a menos que los seres humanos tomemos consciencia del daño al que hemos sometido a la naturaleza e intentemos desde ya cambiar la historia del planeta. Es un relato que narra con imágenes desfiguradas del cuerpo de las personas el fenómeno en el que estamos destinos a convertirnos físicamente y el monstruo que somos interiormente. La deformación de nuestra cabeza, piel y demás miembros describe con maestría la monstruosidad que somos psíquicamente y emocionalmente.

 

Esta ficción que más que eso, es la realidad de los hombres y mujeres. Léanla al lado de los suyos, mientras se preguntan qué debemos hacer como humanidad para cuidar y convivir al lado de lo más grandioso que tenemos: la naturaleza.

 

Carolina Cárdenas Jiménez

Escritora, poeta, directora editorial Quira Medios

Bogotá, abril 2021

 


 

Infamia en los espejos 

 

   De repente, tengo la impresión de que la superficie terrestre se convierte poco a poco en un espacio totalmente desprovisto de aire. Observo a los hombres que, al principio, no saben qué pasa y, naturalmente, se quedan inmóviles en medio de la calle, mientras otros, naturalmente, siguen andando, andan más aprisa, andan más despacio, andan, andan, entran todavía en las tiendas o salen de ellas, y de repente descubren ese fenómeno que no saben qué significa, qué es, y uno tras otro –los débiles primero, los más fuertes después- van cayendo al suelo- Pronto están todas las calles, todas las grandes arterias cubiertas de hombres asfixiados, de cadáveres; todo se ha detenido, y muchas catástrofes causadas por máquinas sin conductor ni se notan ya, porque se han producido después de la total extinción de la Humanidad y, por consiguiente, no son ya catástrofes…        Trastorno. Thomas Bernhard

         

   

   Al principio nos burlamos de los perros calvos. Cuando Tecla apareció pelada, con su cuero al aire, pensamos que algún malvado la había afeitado. Supimos que era un fenómeno generalizado cuando lo advirtieron en los noticieros con especulaciones nebulosas sobre las causas. Al cabo de unos meses, perros y gatos dejaron de verse deambulando con sus esqueletos envueltos en cueros tostados. Se fueron extinguiendo y nos quedamos sin el consuelo de sus compañías. Matías y yo logramos rescatar cinco cadáveres y les hicimos las autopsias en el Instituto sin que nadie nos pillara. Estábamos seguros de que era culpa del aumento del calor porque la calvicie y muerte de los animales coincidió  con nuevos anuncios sobre sequías, incendios de bosques y hambrunas. Estaban todos secos por dentro, casi muertos antes de morir. El descubrimiento quedó entre los dos, y llegamos a la conclusión de que algo parecido o peor nos iba a pasar a todos los seres vivientes.

 

   Al Instituto de medicina legal llegaban todos los días cadáveres humanos cuyas autopsias despachábamos en seguida con el resultado unánime de severa deshidratación. Nos prohibían firmar los certificados. El inspector general los revisaba con lupa, y llenaba la casilla “Causa de muerte” con inventadas apendicitis, falla cardíaca, infarto… Estábamos bien advertidos: nada de filtraciones, cuidado mencionan las temperaturas extremas como causas de los decesos. 

 

   Después de los gatos y los perros se reportó en todo el mundo la desaparición de osos, vacas, caballos y otros mamíferos. Pero nadie tomó medidas cuando, meses antes, perdieron sus pelambres, y migraron quién sabe para dónde. 

 

   Luego, los pájaros; cantidades enormes amanecían muertos en las calles de ciudades del mundo, despanzurrados, con las cabezas reventadas como si se hubieran suicidado en un pacto siniestro. Con las muertes colectivas de peces, alguna organización se atrevió a sacar del baúl del olvido los sucesivos acuerdos de Kioto, Copenhague, Cancún, Durban, Cartagena, París… sobre la meta para limitar el calentamiento a menos de dos grados Celsius. Más de eso, sería catastrófico. Así que desde hace más de medio siglo lo sabíamos, pero a los políticos del mundo les importó un comino. La culpa de tanta calamidad se fue deslizando hacia los chinos y los gringos. El gobierno entero, la iglesia, la banca y  la industria entraron en pánico. El país debía a Estados Unidos y a China la eficacia de la tiranía consumista con remesas enormes de materias primas e insípidos alimentos enlatados. Era como hablar de cuerdas en casa del ahorcado, - siendo nosotros los ahorcados, como protestaba Matías - entre otras razones, porque los principales generadores de porquerías eran ellos, y astutamente lograron excluirse de los apolillados acuerdos. La tal organización fue silenciada, así que aquí los muertos morían oficialmente de lo que dijeran los de palacio, y los animales, que se evaporaran, si les daba la gana; el calor no podía ser tema de alarma.  

 

   Cuando empezamos a quedarnos calvos, Matías y yo nos burlamos en silencio. El proceso duró varias semanas, y debió haber en ello un poco de clemencia, hasta que nos acostumbráramos a las cabezas medio pelonas. Pronto olvidamos que nuestra vanidad dependía, en parte, de la crisma peluda. Claro que, a estas alturas, qué nos importaba nuestra imagen; no podíamos mirarnos por dentro, averiguar cómo se apacigua el miedo, cómo nos prendíamos de cualquier novedad o de las medidas ingenuas o desesperadas para adaptarnos sin protestar. 

   La ciudad era tan inhóspita, y la vida se forraba con una capa de tedio o de resignación de las que Matías y yo nos rebelábamos de vez en cuando. Cada día se estrenaba con una primicia, un desastre o estadísticas aterradoras.

   Casi imperceptiblemente, nuestras mejillas empezaron a hincharse. Matías y yo escarbábamos en las autopsias de los cadáveres para buscar explicaciones. Con el escáner de las calaveras podíamos contrastar medidas y volúmenes, y sometíamos la piel y los músculos de las caras a exámenes exhaustivos de anatomía comparada. Cuando las orejas se nos agrandaron, comprendimos que íbamos en camino de convertirnos en engendros. Nos aferramos a un conformismo aletargado, siempre a la espera de otra burla de la canícula. La humanidad era una comparsa de monigotes casi sin identidad, calvos, orejones, con cachetes de payaso. Las autoridades regalaron a manos llenas pastillas rosadas, de las que se hablaba en todo el mundo, con la magia de paliar los efectos de la angustia ante tantos hechos horripilantes. Matías y yo las sintetizamos en el laboratorio, y encontramos partículas de azúcar mezcladas  con sustancias, todavía en experimentación, para la resistencia de los humanos al calor y al aire contaminado.  

 

   Unas semanas después, me sorprendí ante el espejo mirando la caricatura en la que me había convertido. Sentí la piel tirante en las mejillas, quizás una reacción alérgica pasajera. O el maldito calor. Tomé un baño, jugué con el jabón y mis partes pensando en Sofi y en mi turno de la tarde en el instituto. Mientras tomaba café helado, la molestia, se sembró en el cuello con un jalón en la quijada. Al amarrar los zapatos, la frente y los cachetes picaron como nido de aguijones. Un fuerte calambre en el cuello me hizo trastabillar. Volví a plantarme ante el espejo y quedé paralizado. Acababa de sufrir  una transformación solo explicable dentro de la lógica perversa de todo lo que sucedía: una cabeza formidable, fea y regordeta. Toqué la cabezota con mis dedos flacos, insignificantes en esa masa rolliza que eran mi frente y toda la testa con pliegues y prominencias disparatados. Los primeros pasos fueron inseguros. Mi cuerpo, ahora endeble ante su responsabilidad de cargar semejante tonel resultó desproporcionado; yo era un péndulo quebradizo sosteniendo la crisma repentina sobre mis hombros flacos como una enorme máscara de carnaval. 

 

   Un evento más, un fenómeno imprevisible de los muchos anunciados, según papá, desde más de cincuenta años atrás. Hoy, el espejo nos ultrajaba para mostrar hasta dónde llegaban los extremos de lo grotesco: cabezas abultadas con cachetes hinchados, orejas enormes y cuellos mofletudos conectados con rollos de piel sobre los hombros. Ojos, nariz y boca, orificios intactos en su tamaño, se veían ridículos entre el volumen absurdo y la desmesura de piel templada hasta reventar. Los mentones eran bulticos insignificantes en medio de mejillas infladas y papadas rollizas. Frente a los espejos de nuestras desolaciones, veíamos la subversión inexplicable de aquellos cráneos hermosos y petulantes reemplazados por crismas agigantadas a las que les escurrían chorros de sudor. Fenómenos. Nuestros pánicos crecieron en los espejos acentuándose en los ojos sin cejas ni pestañas y ninguna huella de pelo. 

 

   Caminé por el apartamento con torpeza, repugnancia, ansiedad. Tomé dos o tres pastillas rosadas aunque, ¿para qué? Sentí rabia por estar  pegado a esa cabeza monstruosa. Lo más próximo a ella era la de los gordos pintados por algún artista pasado de moda. Decidí que yo no sería un fenómeno de lienzo.  

 

   Confié en mi cordura. En un golpe de pánico pensé en Sofi, en papá, en Matías, cómo estarían manejando esta alteración espantosa. Me asomé a la ventana cuidando de no ser visto. En la calle, casi vacía, escasas personas apuraban sus pasos. Las enfoqué con los binoculares. Algunos, a pesar del calor, estaban cubiertos con talegos enormes o mantones y chales que dejaban adivinar cabezas gigantes sobre sus cuerpos enclenques. Yo no era el único. Hice un balance entre el alivio y el pavor. 

 

   Llamé a Sofi para tantearla. Su voz, en tono menor, con parcas respuestas, me rogó que no la molestara. No iría a la universidad por un pequeño accidente casero. Necesitaba estar sola. No tuve coraje para consolarla, y como un cobarde, la dejé con su pánico. Éste debía ser tan grande como su testa calva. Imaginé besando su boquita casi perdida entre sus cachetes, y mis manos desesperadas en busca de sus senos, y sentí el horror de lo grotesco. Haciendo equilibrio entre mi cuerpo y la torre maciza donde bailaban mis neuronas confundidas, caminé de un lado a otro para calmar mi ofuscación. 

 

   La televisión mostró un paisaje ilusorio con árboles y fuentes, de esos que dejaron de verse medio siglo atrás. Una voz en off  advertía de “ciertas informaciones, sin comprobar, sobre una epidemia indocumentada, un fenómeno impreciso que se ensaña sin piedad contra los ciudadanos. Las autoridades exigen controlar los sobresaltos, y no ceder a rumores malintencionados. Si las circunstancias lo demandan, se darán reportes oficiales… Y ahora, el informe sobre el clima. El termómetro ha sobrepasado la meta de calentamiento; hoy 23 de septiembre, a las 8 a.m. el termómetro marcó dos punto dos grados Celsius… ” 

 

   El timbre del teléfono se clavó en mis tímpanos como chillido de gata. Era Matías desde el instituto. Estaba devastado. Que nuestras  cabezas se transformaran en bloques enormes de carne le parecía pavoroso, pero domesticó su angustia en aras de aceptar la realidad. Aseguró que si nos habíamos acostumbrado a la vida sin bosques, sin pájaros, sin flores, sobreviviríamos como adefesios hasta que el calor nos aniquilara. Me apuró; sobre las camillas yacían once suicidas cabezones que habían sido abandonados a las puertas del instituto. Le parecían terribles los agujeros de disparos erráticos con los que intentaron quitarse la vida – en párpados, labios, orejas…- y tuvieron que recurrir  a medidas más drásticas. Quería que hiciéramos juntos las necropsias para confrontar alguna idea sobre este horror. 

 

   Cubrí mi macrocéfala mole, y caminé de afán hacia la estación del electrotrén, ignorando a los demás, ocupados en sus propias turbaciones. Pensaba en que cualquier hipótesis nos llevaría a lo de siempre, al infierno en el que nos estábamos cocinando. Cuando nos encontramos, vi su cara deforme embutida entre su cabezota y me atacó una desolación sin esperanza. Su figura vestida hasta los pies con la bata blanca me aterrizó en la burla de la fatalidad. Entramos a la morgue donde nos esperaban los once monstruos suicidas.

 

   - Comparé mis análisis de sangre con los de ellos. Lo sospechaba. Los espejos tienen la culpa. Bueno, no ellos propiamente… nos miramos en su superficie, contemplamos nuestros asombros ignorantes de los ardides de la química… es por el mercurio que los recubre… Justo hoy, la temperatura sobrepasó los dos grados Celsius. El maldito calor ha generado emanaciones tóxicas de mercurio que nos han envenenado alterando violentamente nuestras células, una venganza… 

 

   - Envidio a estos muertos sin zozobras. ¿Quién quiere vivir en un mundo donde se extinguen poco a poco los animales y las plantas, y donde los espejos nos causan pavor? 

 

   Matías seguía con sus lamentaciones mientras yo observaba a los once suicidas cabezones preguntándome si sus vidas después de la muerte tendrían pájaros y flores.

 

Lina María Pérez

Abril, 2021

 


Lina María Pérez Gaviria

Narradora colombiana, residente en España. Titulada en Filosofía y Letras. 

 

Su relato Silencio de neón obtuvo el Premio Internacional Juan Rulfo en 2000; Bolero para una noche de tango el  Premio Internacional Ignacio Aldecoa, España 2003; Sonata en mí, el Premio Nacional Pedro Gómez Valderrama en 2000. El cortometraje basado en ese relato fue seleccionado para el festival de Cannes 2014. 

 

Ha publicado las novelas: Mortajas cruzadas, El mismo lado del espejo.

La biografía ficcionada: Vladimir Nabokov: A la sombra de una nínfula.

Colecciones de relatos: Cuentos sin antifaz, Cuentos punzantes, Cuentos a las finas hierbas, Cuentos colgados al sol

Los relatos infantiles: Martín Tominejo, El cazador de ruidos, El esqueleto indiscreto,  Helado de roca lunar