Las huellas de la felicidad 

Por Juan Carlos Carvajal Sandoval

Julio, 2023

 

Podría pensarse que el momento cuando la vida se muestra más lúcida ocurre en la desnudez: la unión con el otro ser en el acto sexual. La pareja se concibe como una entidad única, andrógina, reconstruida por la dilatación de las pieles; regreso a un paraíso fundado en el instante; boda alquímica que configura un retorno a la unidad primordial.

 

Para muchos, el primer acto sexual marca la transición del niño al hombre. La virginidad de la mujer se codicia en la dialéctica entre pureza y arrojo. El entendimiento del mundo se transforma una vez ya cumplida la expectativa que se nutre de bromas y juegos de doble sentido, que el hombre nunca termina por abandonar del todo. El noviazgo otorga la libertad para entregar el cuerpo sin reservas ni condicionamientos morales, y entonces prima el gusto por encima de las conveniencias sociales. La noción de amor se desarrolla en la medida en que se van conociendo los límites que se van dilatando en el deseo. Todo desaparece; el tiempo es una medida que se evidencia solo en las gotas de sudor. Es quizás por eso que el desamor por la primera ruptura ocasiona un dolor casi inaguantable: por primera vez aquello que se mostraba como permanente y eterno se desenmascara y revela su inminente parecido con la muerte.

 

Se bebe de un elixir que instaura una sed difícil de saciar. Entonces, se comienza la ferviente búsqueda del placer en la que el dolor siempre acecha, rapaz, desde el cielo que escucha los gemidos. Bien lo pensó Séneca: «El día que caiga bajo el dominio del placer, caerá también bajo el dominio del dolor» (Séneca, Sobre la vida feliz, pag. 4). El deseo, como un ave fénix que muere en cada orgasmo, renace en la inminente voz del código mediático que vende a los cuerpos como objetos ante el consumo de un placebo difícil de sostener. Como lo señala el Bhagavad-gita: «El apego surge del deleite en los placeres de los sentidos; del apego surge el deseo y del deseo la lujuria y el ansia de posesión» (Cap 2.62 Bhagavad-Gita, Tal como es). 

 

La libertad del deseo muchas veces termina por convertirse en una cárcel. Los cuerpos se vuelven instrumentos y la carne se torna el látigo más pesado. Como en la película Moebius, de Kim Ki-Duc, en donde un par de castrados encuentran un método para autoestimularse mediante la laceración de su piel con una piedra, tras la eyaculación los puebla un dolor indecible. El placer y el sufrimiento beben de la misma humedad. La experiencia sexual puede convertirse en El imperio de los sentidos, como el de Nagisha Oshima, en la que la satisfacción última solo puede alcanzarse con la muerte.

 

Todo ser anhela la felicidad. Para el buda, quien lo enunció como su primera noble verdad, la naturaleza de la vida es Dukkha, sufrimiento, que se evidencia en la enfermedad, la vejez y la muerte. Desear y no alcanzar es sufrimiento; también lo es despojarse de lo que se alcanza. Como escribió Platón en el Banquete acerca del que siente deseo, se «desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, que él no es y de lo que está falto (Platón, El banquete, 242e) ». Experimentar la felicidad es saltar de piedra en piedra luchando por no sumergirse en las aguas del desconsuelo. Afirmarse en cada piedra, es siempre un acto de fe fundado en la impermanencia, a sabiendas que nos sostenemos solo en aras de dar un próximo salto en un camino que conduce hacia la nada.

 

 

Los griegos, particularmente los estoicos y epicúreos, hablaban de la ataraxia: la serenidad como consecuencia del desapego de los placeres mediante la razón y la virtud. Epicuro comparaba tal estado con un mar en total reposo cuando ningún viento mueve su superficie, «la tranquilidad espiritual propia del sabio que distingue los deseos naturales de los que no lo son y es capaz de alejarse de aquello que es vano». El hombre sabio, para Cicerón, «es libre porque no es esclavo de sus deseos».

 

De manera parecida, los budistas conciben el Nirvana como la liberación definitiva del Dukkha –sufrimiento-. El ser se libera de su ego, de todo lo presente en su cuerpo, y prescinde de su individualidad. Borges en su ensayo sobre el budismo compara al Nirvana  con una «isla firme en medio de las tormentas». «El yo nos aplasta y esconde nuestro verdadero ser», como sucedía en la escritura automática del surrealismo, “el «yo pienso», es substituido por un misterioso «se piensa»” (Paz, 1954, Las peras del olmo. p ag. 143).

 

Moksha, en el hinduismo, como liberación definitiva espiritual; despertar del condicionamiento material al que somete Maya, la ilusión de los sentidos. Kensho, en el budismo Zen, en el que la conciencia vislumbra la verdadera naturaleza de la existencia y se prepara para el Satori, o iluminación última en la que el tiempo se desvanece por completo y revela la eminente plenitud del ahora. Samadhi, como objetivo último del yoga, que busca propiciar la comunión con la divinidad a través de la meditación. Wu-Wei, como principio fundamental del Taoísmo , que a partir del no-obrar, la no-acción, permite encontrar la armonía con el Tao y así liberarse de todo cuanto afecta y perturba al espíritu. Muchas doctrinas espirituales se encuentran en una coyuntura de luz que tan solo cambia sus reflejos. Estados acaso demasiado ideales que pudieran percibirse en primera medida como ajenos por su lejanía y la capacidad de entrega que demandan, mas, como afirmaba Séneca, nadie pudiera ser más feliz que los filósofos si pudieran vivir todo cuanto declaran sus palabras. 

 

Los budistas, según Octavio Paz, creen que «apenas tenemos conciencia de nosotros mismos y de nuestra nadería, sin excluir nuestra conciencia, nos liberamos de la pesadilla de la ilusión y penetramos al reino donde no hay ni tiempo ni conciencia, ni muerte ni vida» (Paz, Las peras del olmo. 1954, pag 114). Es esta la misma naturaleza de la creación de una obra de arte. La obra desafía al olvido, también a la muerte. El primer cronista que escribió sobre la presentación del cinematógrafo de los hermanos Lumiere, ante su honda impresión de contemplar cómo la imagen perdía su condición de inmovilidad, bien percibió la manera como el movimiento se perpetuaba y al fin la muerte dejaba de ser absoluta.

 

En particular la poesía es un acto vital que trasciende las barreras que la limitan en su forma. «El poeta siempre intenta comulgar, unirse con su objeto, su propia alma, la amada, Dios, la naturaleza. La poesía mueve al poeta hacia lo desconocido» (Paz, Las peras del olmo, 1942, pag 97). La poesía implica una creación en la propia vida, un ritual de transformación que opera sobre su misma condición de humanidad. El poeta ante la visión siempre cambiante, impermanente, como Quevedo quien escribe en su salmo IV: «Nada me desengaña/ el mundo me ha hechizado», revela la correspondencia entre el mundo que contempla y su alma que se transforma en el poema. Es el poeta quien primero se asombra ante el poema como acto de vida. Como lo declara Juan Manuel Roca, el poeta es un «pastor de abismos» que escribe poesía para poder colmar su insatisfacción profunda por la realidad.

 

La creación artística, por, sobre todo, es un acto de amor. Amor de Dante, de Petrarca. La extinción del yo antes mentada, en la renuncia por buscar el bien del otro. Ante tal sacrificio, un nuevo ser se erige, no como individuo, sino como simbiosis perfecta de los mejores atributos. Son tres quienes caminan cuando una pareja se toma de la mano. La obra es tan solo la interpretación de los signos que configuran el amor; todo ya está escrito en los gestos. Como lo declara Garcilaso de la Vega en su soneto V: «Escrito está en mi alma vuestro gesto, /y cuanto yo escribir de vos deseo; /vos sola lo escribisteis, yo lo leo». En su Vida Nueva Dante nos recuerda que «Escribió el sabio: son la misma cosa el puro amor y el noble entendimiento» (Alighieri, La vida nueva, 1292). El amor como experiencia profunda de conocimiento, aprehensión de los signos de la belleza contenidos en el otro ser quien es de por sí, una obra de arte a los ojos del amante.

 

Se hace preciso desconfiar de la «felicidad» de las mayorías. Los estadios, las discotecas, los centros comerciales, son los templos donde se levantan dioses sin nombre con rostros de multitud. Todos entonan jubilosos los himnos que se deshacen tras la euforia, y rinden ofrenda con billetes que se hacen polvo con el paso de las horas. La derrota, la resaca, y el deterioro nos recuerdan que tras esta máscara de felicidad se encuentra el abandono. Muchos ven desde la cumbre de la montaña la evidencia de la inmensidad del cielo, mas pocos se asoman sin miedo al abismo para ser cascada.

 

Pudiera ser sí que experimentar la felicidad es saltar de piedra en piedra, mas siempre tenemos la oportunidad de detenernos, sentarnos a contemplar y lavarnos el rostro. La iluminación no solo se remite a un acto de meditación para ascetas, distante e inalcanzable.  El poema ilumina a la sombra, la pantalla de cine refleja la luz de las lágrimas y la muerte cambia su túnica oscura por un manto transparente. El amor también se convierte en un ritual donde los gestos se hacen mantras y los cuerpos rinden devoción a la belleza. La felicidad cobra figura y mediante estas señales es posible estudiar su anatomía. Ante tal devoción, la misma palabra se desdibuja como concepto y nos permite entender que, su misma aura se dibuja en cada uno de nuestros amaneceres.

 

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Lista de referencias

  • Alighieri, D. (1929). La vida nueva. España: Cátedra.
  • Paz, O. (1954) El surrealismo. En Las peras del olmo. México: Seix Barral.
  • Paz, O. (1942) Poesía de soledad y poesía de comunión. En Las peras del olmo. México: Seix Barral.
  • Paz, O. (1954) Tres momentos de la literatura japonesa. En Las peras del olmo. México: Seix Barral.
  • Platón. El Banquete. En Diálogos III. España: Gredos.
  • Séneca. Sobre la vida feliz. En Diálogos. 2ª ed. España: Gredos.

 

 

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