Laberinto del amor
Por Ana Mercedes Abreo
Septiembre, 2025
El amor es como un laberinto, un territorio confuso de múltiples caminos, todos aparentemente certeros, cuando en realidad solo uno de ellos conduce a la salida. Sus cuatro paredes exteriores son el mundo que hemos construido en nuestra mente, ese espacio finito formado por las experiencias familiares de la infancia, por los deseos de la adolescencia, algunos plenamente consumados, otros anidados en los rincones de lo imposible; por los recuerdos del primer amor y aquellos que han intentado borrar su presencia.
Sus curvadas paredes interiores son tan altas y enmarañadas como nuestras expectativas e ilusiones, esas que nos enseñaron las abuelas o que aparecieron repetitivamente en los cuentos de hadas, el cine, la televisión o en las redes sociales. De acuerdo al laberinto, algunas paredes tienen esquinas cuadradas, otras redondeadas, según la rigidez de nuestra mente o la dificultad que tengamos en la expresión de nuestras emociones. Su tamaño y grosor transmiten el espesor del sufrimiento que los fracasos afectivos nos han dejado; las huellas de las decepciones por expectativas no cumplidas, hogares fracasados, hijos no deseados o deseados y abandonados, engaños e infidelidades, sueños derrumbados y hasta golpes, esos que van desde miradas hasta la tumba, pasando por roces y rasguños. Otras paredes suelen ser delgadas y delicadas, reflejando con su brillo la tierna exquisitez de las experiencias afectivas de los aprendices del amor, solo que estas resultan más escazas.
La naturaleza que recubre las paredes las adornan con diversas formas y colores, dando una amplia variedad al camino, el cual, en algunos momentos, se torna difícil porque de algunas de ellas se desprenden espinas y enredaderas; de otras, flores de todo tipo, algunas venosas, otras con deliciosos aromas y nutritivos sabores que alegran el paladar del caminante buscador. Pero, en todos los casos, el laberinto del amor es una experiencia maravillosa que confronta y alimenta a quien lo transita, siempre y cuando se sepa atravesar.
Cuando se camina por sus senderos sin encontrar la salida aparecen miedos, frustraciones, minusvalías; se avivan los fantasmas del pasado que inundan las experiencias del presente. Soledades y angustias afloran con cada tropiezo. Al principio, los retos transportan esperanzas, pero, con cada tropiezo surge la duda, el desaliento y el desengaño.
A pesar de todo ello, el caminante continúa su camino, no hay otra opción, ya no sabe cómo volver atrás y aún no encuentra la salida. En este momento, la experiencia se torna más interesante, pues tendrá que enfrentarse a sí mismo y activar su fortaleza para seguir adelante. Si así lo comprende saldrá victorioso del laberinto, de lo contrario sus paredes lo atraparán al punto que no podrá encontrar la salida, creyendo que la culpa es de ese terreno escabroso que entiende por amor.
Si opta por enfrentarse a sí mismo, entonces iniciará a vivir la maravillosa experiencia que el laberinto del amor tiene para él. En cada paso aprenderá la forma en que ha de caminar, esto es, con cuidado y delicadeza, sabiendo dónde pisar; así descubrirá que el terreno que toca requiere que su pie acaricie la tierra al andar, esa geografía que responde amorosa al afecto sincero.
Caminará sereno, procurando silenciar los ruidos de la mente; atento a su comportamiento en cada paso y el efecto que este tiene sobre la naturaleza circundante. Esta no es una observación que proceda de sus ojos, será un observar que deviene de su cuerpo entero, en especial de aquellas sensaciones y acciones que se emiten desde adentro. Por ello, lo primero que notará será sus pensamientos y sentimientos, descubriendo que la realidad que percibe es consecuencia de sus vivencias internas, y a partir de allí, vislumbrará que sus miedos son un reflejo de sí mismo, de experiencias pasadas no superadas que se repiten sin cesar, y no de amenazas del mundo exterior. Entonces, comprenderá que el amor sincero y profundo procede, primordialmente, de la riqueza de su paisaje interior.
Si agudiza su mirada, verá en las paredes del laberinto su propio reflejo. Advertirá que las flores que brotan de ellas representan su belleza en el trato, su gentileza y generosidad, junto con todos esos valores que estéticamente nutren su vida; al mismo tiempo en que las enredaderas y las espinas no son más que la representación de las heridas que ha venido acumulando durante toda su vida, aquellas con las que se lastima a sí mismo y a los demás.
Asumido el reto de transitar el laberinto del amor guiado por la profundidad de su Ser, el caminante cesa la búsqueda inquietante y angustiosa hacia la salida certera; ahora, el laberinto se convierte en la representación de la propia vida, cada pasillo trae consigo los acertijos que cada uno habrá de resolver en el territorio romántico atravesado por el EGO, ese aspecto de nosotros mismos, que nos es tan propio, pero que muchas veces nos negamos a ver, proyectándolo en los otros. De ahí la valiosa experiencia de vernos en las “paredes espejo” del laberinto.
El caminante atento podrá observar las imágenes de las pasiones que se encriptan en el querer, desdibujando al Amor. La más fuerte de ellas la encontramos en el Miedo, esa emoción básica de supervivencia que en el campo del enamoramiento toma múltiples formas y se desfigura a sí misma. Sus pasillos son estrechos, fríos y llenos de enredaderas que no dejan avanzar; la espesa vegetación que la encubre está cargada de manipulación, engaño y posesión, que niegan la libertad. Este camino puede tornarse tan estrecho…, que puede llegar a asfixiar o a paralizar.
El camino del miedo se conecta con el del egocentrismo, ese peligroso sendero aún más estrecho con paredes llenas de espejos que simulan amplitud, haciendo creer al caminante que tiene a la luz la salida, pero que cuando se acerca, la luz se convierte en una espesa oscuridad, la sombra de la posesividad, del querer cambiar lo que no se nos está autorizado a cambiar; aparece también el reflejo de la envidia y la avaricia que se entrecruzan con el sendero de la lujuria. Este último camino distrae bastante, pues muestra en sus espejos los grandes placeres del cuerpo y la vanidad, en el que muchos caminantes quedan atrapados, pues es un banquete tan delicioso…, que puede llegar a indigestar. De él, a veces afloran dolencias de todo tipo, e incluso otros caminantes inexpertos que llegan al baile de la vida de manera inesperada.
No es fácil transitar estos pasillos, tan es difícil hacerlo que muchas veces se pasa por ellos de manera inadvertida, no, sin por ello, vivir las consecuencias del camino. Por eso, muchas veces se dice que el amor es sufrimiento, pero no es así. El sufrimiento solo surge del sentir del caminante inconsciente que confunde los espejos con el camino, tachando de amor al egoico andar de sus propios pasos. Pero, transitando por todos estos pasillos de manera observante y serena, el caminante atento des-cubre los falsos rostros que el Ego le ha puesto al Amor y, cuando esto sucede, aparece ante él un amplio sendero, lleno de muchos espejos que reflejan sus máscaras y disfraces, esos que se ha puesto una y otra vez jugando al amante inexperto. Ante las imágenes del amante que fue o que ha sido, ante el re-conocimiento de sus caretas amorosas, honestamente aceptadas, aparecen ante sí sus heridas, aquellas que el Ego ha protegido y cultivado, y con ello, aparece ante él un nuevo camino.
Ahora, el laberinto deja ver su salida. Junto a la puerta hay alguien que le espera. Es otro caminante que ha llegado al mismo tiempo, o tal vez solo unos minutos antes. Al verlo a los ojos, descubres en su mirada el reflejo de la complicidad y, con ello, la invitación para transitar juntos el sendero de la re-creación, donde el disfrute y el dinamismo del cambio estarán siempre floreciendo en el jardín de la vida sostenida por la expresión de Ser, en Libertad, teniendo al Ego como maestro que indica por donde no errar. De esta manera, el caminante, ahora aprendiz, habrá encontrado el Amor.