La poesía: una insurrección de largo aliento
Reflexiones desde la Bogotá de los años 90*
Por Angelita Acero**
Julio, 2025
“La ciudad que amo se parece demasiado a mi vida;
nos unen el cansancio y el tedio de la convivencia,
pero también la costumbre irremplazable y el viento”
María Mercedes Carranza
Bogotá: La metrópolis que pendulea entre los excesos y las misas tres veces al día; que oscila entre el cemento y los urapanes, entre las construcciones incesantes y los sonidos de los copetones; esta ciudad que se destruye y se recompone, resistiendo el aguacero después del verano de medio día, que se viste de azul o rojo según el partido de futbol o de campaña política; esta Bogotá -que llamo bipolar-, juega a sostenerse en un lado y en el otro, pero se mueve, siempre se mueve, va de sur a norte, de cerros a páramos y no parece nunca estar quieta; cada día se disfraza, juega a ser otra, desde la vista de quien escribe sobre ella, desde el turista embelesado o desde quien reniega no poder irse de aquí. Este espacio ciclotímico y agridulce con el que intento sentirme a gusto me sigue haciendo nudos a lado y lado del alma. Me hace mover con ella en esa dinámica de esto o lo otro, de ser de aquí o de allá; los grises quedan para las nubes de domingo, ojalá al caer la tarde para que el cuerpo poetice en silencio. En esta geografía caben tantos muros, tantas distancias visibles e intangibles, tantas revoluciones como transeúntes y formas de pensar. La bipolaridad es escoger entre la comodidad y el rebusque, entre la resignación y la insurrección, entre la soledad y el grito colectivo.
Se necesitan dos polos para hilar en medio, siempre, dos lugares para escoger, dos extremos para hacer neutra la tristeza o para hacer vívida la fiesta, para escribir desde arriba desde donde todo se ve; para resistir desde abajo desde donde empieza todo. Los que vivimos en Bogotá conocemos ese trasegar entre el olvido y la memoria. En mí todo se va traduciendo en nudos que se aprietan cada vez que salgo a la calle y que se hacen más simples cada vez que escribo un poema o saludo a un perro callejero. Esto no ha cambiado y tampoco creo que cambie mucho. Ese trasegar extremo entre un barrio y otro, esas distancias insalvables que cruzan vidas, presencias y fantasmas que no se quedan en un solo sitio. En Bogotá todo está en movimiento, hay un ruidito constante en un silencio aterrador. Esta ciudad es todo un oxímoron que me atrae y me repele; “de todos y de nadie”, bipolar en las entrañas más sórdidas de los delincuentes, en los espejos de aquellos que se nombran “de derecha”, en el brazo que empuñan los “de izquierda”. Aquí no hay centro (ni el centro queda en el centro); no se puede ser neutral, no se puede pasar de largo, no es posible ser indiferente. No me permito salir de esa oscilación, escojo, voy, vengo, me siento cerca de la revolución mientras me detengo en la mitad de la avenida y dejo de ser la voz en off. Esta ciudad me regala el encuentro con la palabra, con el nudo mismo de la garganta que hace necesario escribir, irrumpir con el lenguaje toda realidad y toda ilusión. Esta ciudad me hace cometer poesía como un grito necesario ante el dolor y la violencia; como un susurro en la mitad de la catástrofe cotidiana.
La poesía como herramienta de transformación, esa posibilidad de “mirar la muerte a los ojos” como profesaba María Mercedes Carranza (1945-2003), una de las más grandes poetas colombianas, quien como representante del arte y del pensamiento crítico se comprometió a destacar el papel indispensable de la cultura como eje fundamental para la construcción de una sociedad pacífica, democrática poniendo énfasis en la importancia de reconocer la diversidad étnica y pluricultural teniendo como estandarte la defensa de la vida y la dignidad humana. Un ejemplo de sensibilidad que tomo como aprendizaje y herramienta para creer -sobre todo creer- en que la palabra poética hace parte de la más alta revolución del ser; más cuando la guerra y el dolor de patria se empecinan en arrodillarnos frente a la desesperanza que nos ciega la posibilidad de subvertir la realidad.
Ubico justamente la poesía y su puesta en escena como una premisa importante en los cambios que se empezaron a gestar en Bogotá en los años 90, época de recrudecimiento de la violencia, de asesinato de líderes que llevaban en su voz una promesa de cambio para el país, de grandes transformaciones sociales y políticas; además del surgimiento del neoliberalismo en una sociedad inestable y profundamente desigual. Me refiero a este momento desde dos eventos muy poderosos que inscribieron la poesía y la figura del poeta como agente transformador y que gracias a Carranza dieron pie al deseo de tomarse la palabra en los espacios públicos. Con el claro objetivo de subvertir ese orden imperante y violento -no por la toma del poder, sino por la toma de conciencia- aparecen dos eventos convocados, organizados y creados por la Casa de Poesía Silva bajo la dirección de la poeta Carranza que dan cuenta de su consecuente apuesta por llevar la poesía como posibilitadora del diálogo, el cambio de paradigma y un pequeño triunfo en la sociedad bogotana que ya estaba harta de seguir sometida a la violencia y de no tener respuestas estatales concretas ante la realidad oscura del país. El primer evento es “Poesía para los alzados en almas” (1998)/1/ y el segundo nombrado a manera de epitafio: “Descanse en paz la guerra” (1998, 2001, 2003)/2/ que hasta el día de hoy convoca -en forma de concurso literario- a todos los actores sociales que encuentran en la poesía una forma de catarsis y de acto creativo frente a las vicisitudes de la violencia/3/.
Queriendo aunar esfuerzos colectivos y configurando desde el mismo lenguaje bélico otra propuesta, un desliz de sentido: hablar de almas en vez de armas; de la palabra como disparo y bala; “contra la muerte la vida” o “descanse en paz la guerra”, fueron llamando la atención de la sociedad herida por el cliché de la muerte violenta. Esto fue más allá que un cambio de una letra por otra; implicó todo un enjambre de sentido que apuntó a otra forma de ver la existencia y logró una intervención en el sentido común ante el cual nadie chistaba. La insurrección poética fue semilla que empezó a regarse gracias a algunos escritores convocados por Carranza y que le apostaron a “levantar la voz”, a “alzar el alma” y liberar poemas frente a un público heterogéneo y expectante en dos escenarios públicos de la capital colombiana, abiertos a quien quisiera apaciguar su espíritu y despertar su conciencia.
En la realidad colombiana en la que crecí, se normalizó la guerra y el lenguaje con el cual se hablaba de ella. En ese contexto de hartazgo y necesidad de hacer un alto y proponer un giro que pudiera sostener los ánimos de acción ante tanta desidia, la poesía y sus juegos con el lenguaje resultaron propicios para un primer paso de transformación. Ya no se trataba simplemente de una mera expresión estética, de hablar de lo bello o de ser flor en el asfalto; más bien, fue una decisión de encarnar la poesía como una honesta e impetuosa actitud frente a la vida que también abrazara e incluyera a los demás, al otro, al que no era poeta o no conocía la poesía. María Mercedes Carranza es el ejemplo al que decido referirme cuando hablo de ver la vida con otros ojos y enfrentarla con ánimo de transgredir eso que nos hace daño pero que seguimos permitiendo que camine a nuestro lado, amenazante y sediento: la violencia.
Con los ejemplos de dos eventos en cuestión, dejo en esta lectura el interrogante de cómo fue posible ser partícipe de una revolución contraria a la que se pensaba bélica, armada y lejos del epicentro social. Sin perder el estandarte movilizador de lucha contra la violencia, la muerte, o algún gobierno corrupto; esos dos eventos multitudinarios son una muestra de lo que puede lograr la poesía, no con la inmediatez que nos exige la dinámica social actual, más bien como un camino distinto que se va labrando, sembrando como antesala a todo lo que se ha discutido con respecto a la figura de poeta como actor de cambio, a la palabra misma y a la intervención de los espacios públicos. Lo que me interesa resaltar es la apuesta por esa insurrección pacífica que constituye la poesía, el levantamiento del espíritu, la posibilidad de alzar la voz en pro de la libertad; es una imbricación entre la existencia y la forma como nos referimos a ella con todo lo que implica; es mirar de frente lo que nos hace mal, lo que desgasta los ánimos pero a su vez se encarna en quienes acogen el poder de la palabra como una lucha -de largo aliento- cuya pretensión ostenta más la transformación de la actitud ante el mundo y su forma de habitarlo, más que un derrocamiento violento del gobierno o de los mandatarios. Supone más bien pensar en el otro, en todos, en el bien común, en aprovechar consciente y críticamente las garantías de un Estado democrático con respecto a goce de la libertad y respeto por la dignidad, el trabajo y la vida. Esa es la revolución en la que creo, la que defiendo y en la que sigo transitando.
La figura del poeta se inscribe en quien media entre los afectos y el sentido del mundo; entre la sensibilidad y el lenguaje; es la encarnación del desafío ante lo inevitable, es quien mira a la muerte a los ojos, apacigua su sentido y genera un cambio en la forma como se habita el mundo. El poeta, agente de cambio en el cual me inscribo, tiene la capacidad de pensar la vida de otra manera, ve la cultura y su intrínseca relación en el progreso espiritual, pedagógico e intelectual en un campo de lucha constante contra lo establecido, lo hegemónico, incluso en la literatura misma. No está inscrito en un dogmatismo académico, está en pugna constante consigo mismo y en contexto, cada situación le permite expresar y crear -ya no de una forma alejada de lo cotidiano y coloquial- sino más bien dotando a la realidad de otro tono que vea el país desde una impronta que resignifique la manera como habitamos una ciudad y un país tan azotado por la desazón como éste.
La poesía y la creación artística permite la autotransformación, en su perspectiva ideal, fuera de todo sesgo dogmático o impuesto del “deber ser”, se sitúa por encima de las convenciones sociales acerca de la vida y va más allá de la mera expresión, pues despierta la sensibilidad a planos de acción. Me convoca entonces la poesía entendida más allá del género literario de la escritura en verso o en prosa. Más bien, como esa arista de la cultura que desde su etimología (del griego poiĕsis ποίησις que significa hacer, crear producir) que implica una actividad, una realización de algo, un arte que expresa y manifiesta una producción activa que expande las fronteras del lenguaje, una obra de arte desde lo verbal. Al expandir la mera literalidad, producir otros sentidos de la realidad, manifestar relaciones entre los conceptos, las imágenes, los sentimientos y los afectos, tomo la poesía como parte de la cultura, de la cotidianidad de los seres humanos. Todos necesitamos el lenguaje para expresarnos y para significar el mundo. La capacidad de reinventar la realidad y de ir más allá del uso cotidiano de las palabras que posee la poesía, también la ubica en un acto de resistencia más allá de las instituciones. A propósito, dice el filósofo alemán Max Steiner: “la insurrección nos lleva ya no a dejarnos organizar, sino a organizarnos nosotros mismos, y no deposita grandes esperanzas en las «instituciones». No es una lucha contra lo establecido, ya que, si prospera, lo establecido se derrumba por sí mismo; es solo una elaboración de mí a partir de lo establecido”/4/.
Esa elaboración también implica pensar otros mundos posibles, sostener esperanzas que van más allá de las instituciones y políticas públicas; es una declaración de libertad que permite apaciguar el espíritu sacando a la luz emociones y sensaciones que de otra forma quedarían en la literalidad del lenguaje. Eso es posible por todos y para todos los seres humanos, algunos le apostamos a esta forma expresiva porque nos comprometemos con ella y creemos en su poder de transformación.
Defiendo la poesía como acto de paz, de cuidado, de respeto por el otro, por la diversidad y la diferencia; como oportunidad de apropiarnos de nuestro contexto social, político, de las situaciones y vicisitudes, de los códigos que incomodan, pero ante los cuales nos tomamos el derecho de tomar la palabra y sostenerla. Defiendo el hecho de reconocer que entre tantos caminos en los que se bifurca el lenguaje, la poesía permita poner color a la cotidianidad y tocar tantos temas como formas de vida; que no tenga fecha de vencimiento, que anime proyectos, juntanza, amistades, debates; que tenga mucha tela que cortar, que sea infinita como los afectos. Me inscribo especialmente en un rememorar esa década noventera por mis inicios como escritora de poesía y como mujer que elige transitar esta ciudad desde la creación literaria y que le apuesta a ese arduo camino de engranar la cotidianidad entre el caos que implica vivir en esta capital y las posibilidades de las que nos provee la palabra poética para sobrevivir hasta a nosotros mismos.
Les dejo a modo de reflexión una cita de María Mercedes Carranza:
Quiero decir: la poesía no es solo el poema genial, el gran libro. Es primero que todo, una dimensión inherente al ser humano, cuya expresión, goce, usufructo, uso y abuso, escapan si se quiere a los cánones del rigor crítico y a las exigencias de la estricta creación literaria. Siendo, como es, una de las poquísimas actividades que han quedado por fuera de la sociedad de consumo, la poesía sólo se justifica si sirve para comunicar (…) la poesía no excluye a nadie, ya que es una dimensión esencial del alma. Y el alma existe/5/
En esa mujer poderosa encontré la fuerza para creer que el camino que elegí y las formas que ha tomado y las voces en las que se ha erigido han activado ese cambio de paradigma de una sociedad convulsa como esta de la que hago parte. A través de sus poemas, de la lectura una y otra vez, encontré la voz precisa para situar la poesía en el lugar necesario para mi elección creativa, investigativa y vital. Lo que implica la década de los 90 en Bogotá y en el resto del país marcan un antes y un después en la percepción de la cultura y gracias a las acciones de Carranza como la organización de eventos multitudinarios para ir a leer y escuchar poesía ha permanecido un legado que es importante seguir activando. Su ejemplo es la muestra viva y activa de lo que propició después, que aún resuena en muchos ciudadanos, en muchos poetas con propuestas colectivas de reunirnos en torno a la palabra. Es posible que las próximas generaciones vean en retrospectiva este presente y encuentren muchos más actos de paz que han servido para aprendernos a escuchar, a dialogar, a respetar la diferencia, a ser más solidarios, a encontrar refugio en las alianzas con quien también cree que todo esto lleva su tiempo pero que requiere de una acción honesta, intensa, amorosa, colectiva y constante. Yo sigo haciendo mi trabajo, con mucho amor y responsabilidad, este camino no termina.
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1/ Evento realizado en el Parque Central Bavaria de Bogotá.
2/ Evento realizado en la Plaza de toros la Santamaría, el Parque de la Independencia y la Casa de Poesía Silva respectivamente.
3/ Es importante aclarar que durante la década de los 90 y algunos años después del 2000, incluso hasta el día de hoy se siguen haciendo eventos patrocinados por la Casa de Poesía Silva y por el actual ministerio de Cultura; sin embargo, hablo específicamente de esos dos por ser los que más poder de asistencia y convocatoria tuvieron, además de ser los más significativos en la historia de la poesía en Bogotá al menos entre el siglo XX y XXI.
4/ Stirner, M. (1844) [1976]. El único y su propiedad. Juan Pablos Editor, México.
5/ Carranza, M. (1994). ¡Fuera verdad tanta belleza! Nota editorial. Revista Casa de Poesía Silva “Caza de poesía” N° 8, Bogotá.
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*Nota: Las reflexiones de este texto hacen parte de mi trabajo de tesis de la Maestría en Estudios Culturales (Facultad de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana 2023-2025) y su ampliación se encuentra en el repositorio inscrito con el nombre de “La poesía: una insurrección de largo aliento. Reflexiones desde la Bogotá de los años 90”.
**Ángela Acero Rodríguez
Bogotá, 1981. Profesional en Filosofía. Magistra en Estudios Culturales. Hace música y fotografía que incluye en algunas de sus intervenciones poéticas. Tiene cuatro publicaciones de poesía: Manecillas en estado alterado (2013), Dos días después de vos (2016), La Poetería (2018) y Los peldaños de la inercia (2019). Coordina talleres de escritura para jóvenes y adultos. Ha participado de numerosas antologías de escritores, programas de radio y encuentros nacionales e internacionales.
Correo: mayapaz52@gmail.com
Marcela (domingo, 06 julio 2025 23:02)
Qué bella escritura!! Gracias Ángela por entregar a otros tu talento!!
Luisa Luna (domingo, 06 julio 2025 17:07)
Excelente aporte para la historia de la literatura Colombia y su aporte en la apertura de espacios de poesía y paz en medio de la barbarie.