Aeropuerto

por Juan Ignacio Azpeitia 

Abril, 2022

 

La situación “aeropuerto”, fue una divisoria de aguas, un ritual de pasaje. Siempre me gustó pensar en los aviones como cajitas mágicas. Uno entra en ellas y cuando sale, el clima cambió, las personas hablan otros idiomas, las calles tienen nombres diferentes, los taxis son de otro color. En las religiones de matriz africana las encrucijadas tienen una gran importancia, es ahí donde se dejan las ofrendas, los despachos. El cruce de caminos, el lugar donde comienzan nuevas historias. No sé por qué, pero tienen predilección por encrucijadas múltiples. La mentalidad occidental se conformaría con cualquier esquina de cuatro vértices, pero ellos siempre buscan los puntos donde muchos caminos comienzan y terminan. Estos portales nunca están solos, no podrían estarlo, son demasiado importantes. Exú es el encargado de cuidarlos y para él deben ir en primer lugar las ofrendas. Es el guardián de los caminos, el mensajero, sin su permiso nada entra ni sale del mundo encantado de los ancestrales. Es un mediador, abre los trabajos, su elemento es el lenguaje. Su color es el rojo. El invasor europeo lo asoció con el diablo porque siempre era portador de las venganzas de los esclavizados. Exú ríe alto, bebe cachaça, fuma puros, es desenfrenado en el sexo. Su bastón de madera tiene una enorme cabeza de falo. Al partir de Ezeiza, con las valijas cargadas, estaba en una encrucijada. Y por lo menos ese día, en el aeropuerto, sin que yo lo supiera, Exú me dejó pasar.

 

 

Cuando llegué a Salvador, después de atravesar el túnel de cañas, encontré al Pelourinho en estado puro de ebullición y a mí mismo en situación de pasaje. Una parte de mí todavía estaba en Buenos Aires. Me hospedé en un Hostel Internacional, espikininglishh. Conocía a personas de todas partes del mundo. De todas las partes del mundo donde se habla inglés.

 

 

Salí a caminar y una piba en la calle me llamó haciendo la clásica seña de “querés fumar”. Inmediatamente dije que sí.  Me sacó de la plaza principal donde estaba - yo ni sabía aún que eso era el Terreiro de Jesús- y me fue metiendo en los callejones angostos que la rodean. Cuando giramos una esquina oscura me dio la mano. La miré sorprendido, me dijo que así era más seguro. La calle tenía una bajada bien empinada y a continuación una subida igual de fuerte. Sobre una vereda estrecha me indicó un caserón. Todo destruido, sin puertas ni ventanas. Las paredes de piedra o de ladrillos bien antiguos, desnudas o con pedazos de revoque cayéndose. Me acompañó a entrar por el pasillo. La casa era una cáscara, solo quedaban las paredes externas. Dentro, todo estaría construido antiguamente con vigas de madera que sostenían los pisos y techos. Las vigas se habían ido quemando, pudriendo, cayendo. Los pisos casi no existían más. Trozos de escaleras o ingeniosidades para subir ayudaban a estas personas a pasar de un lugar a otro. Tampoco parecía que se movieran mucho. El resultado era una especie de estantería de zombis. Estaban en su mayoría en cuclillas, semidesnudos, fumando crack. Al percibir mi presencia, lo que intuyo sería una mujer se levantó la falda, se frotó el sexo en un ofrecimiento bizarro y me miró provocante. Como yo no reaccioné, se metió dos dedos en la boca y empezó a chupárselos. En el primer piso, una señora de bastante edad y aún con abundantes carnes, se agachó de espaldas a mí y separó los dos lados de sus nalgas con violencia. Me miró y a su sonrisa le quedaban apenas un par de dientes. En algún lado, al fondo se divisaba una luz encendida, como si ahí hubiera alguna jefatura. Algunos muchachos entraban y salían en esa dirección. La chica repitió entonces el gesto de fumar. ¡Qué locura! ¿Fumar Crack? Ni en pedo. La cabeza negando, el cuerpo saliendo como podía de la contemplación de ese espectáculo, los pies cuidadosos para no caer en ninguno de los agujeros que había en el piso. Sin soltarme la mano, la chica salió conmigo. “¿No fumar?” me dijo mientras jugaba con mis dedos, apretándomelos con ansiedad. No, no, claro. Puso cara triste y sólo dijo “cinco reales”. Le pregunté cómo volver. Me miró y apuntó con la vista a su palma extendida. Busqué los cinco reales. Me indicó el camino, estaba a dos cuadras. Después tomó los cinco reales y la perdí de vista cuando entró al caserón.

 

 

Las imágenes del infierno no salían de mi cabeza. Alrededor, los gringos danzando en la plaza iluminada, como si nada. Persiguiendo y siendo perseguidos por pibas como esa que me había agarrado y que ahora estaría en cuclillas, colocando la piedra en la tapa metálica de un vaso de agua mineral descartable. Me había rajado del 38 pero podía terminar en un caserón oscuro sin piso ni paredes haciendo equilibrio entre un lado y el otro de la vida. Yo, que me creía el súper lumpen porque iba a la villa a comprar merca. Eso era ir al shopping. Esto acá es otra cosa. Holandeses tatuados, super snob, italianos con camisas apretaditas, yanquis chorreando dólares, españoles siempre desconfiados, argentinos que se las saben todas, y a dos cuadras, la tierra de nunca jamás, el fin de línea más sórdido que se pueda uno imaginar. 

Anduve rebotando por las calles un rato, me choqué con unas pibas francesas que estaban en el Hostel. Pasó un flaco con una viola, lo había visto tocando un rato antes. Un par de pibitos de ocho o nueve años pedían plata a los gringos.  El culo de la vieja, oscuro, mugriento, seguía atormentando mi mente. Me pasó muy cerquita, casi me tocó, una piba con un top apretado y un shortcito cortísimo.  Una mina vendía cigarrillos, chocolates y qué se yo qué otras cosas en una especie de bandejita de madera de acomodador de cine. Otra usaba un vestidito blanco cortito, peinada con dos colitas, mezcla de payasa y Chilindrina. No era joven, pero sonreía, y les sacaba polaroids a los turistas. Juntaba a los gringos con unas chicas que iban pasando por ahí, que ni conocían y les sacaba la foto. Los tipos contentos. Cuando estaba por fin distrayéndome, alguien me tocó el hombro. “Amigo, amigo. ¿argentino? María Juana ¿quiere comprar?”

 

 

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Juan Ignacio Azpeitia nació en Buenos Aires en 1969 y vive en Salvador, Bahía desde el año 2000. Actor, músico, traductor, periodista, son algunos de s oficios. Publicó el libro de cuentos “Mango Roto y Sucundum” en 2013 y actualmente prepara el lanzamiento de su primera novela “Bahía Negra” de la que traemos este pequeño adelanto.