SIGAN LA LUZ…

UNA REFLEXIÓN SOBRE LA OBRA “COCÍNAME” DE CORTOCINESIS

Por Juan Bilis

Mayo, 2019

 

El pasado 18 de abril, después de ver Cocíname, no pude salir del asombro. Me gusta ir acompañado al teatro para luego hablar de la obra. Sin embargo, esta vez no supe por dónde entablar una charla con mi acompañante. Más tarde, esa misma noche, volví a casa subyugado. Cocíname había actuado directamente sobre la materia gris de mi cerebro. Hice café, desenvainé los apuntes que escribí en mi libreta durante la representación y traté de despejar este asombro procurando entenderlo pero nada, era imposible. Aún hoy cuando pienso en Cocíname, lo que de mi experiencia brota son imágenes, no razonamientos objetivos. Una luz me pasa por la cara y aparecen los ojos de la Madre atravesándome como alfileres. En un baño, las niñas miran por la ventana. Luego giran, caen, se levantan y pasan por la mano del Padre, todas expresando con sus cuerpos un horror inefable.  Así pienso en Cocíname. Así sus imágenes poéticas siguen interactuando con mi psiquis, flagelándola con sus efectos secundarios. Pero ¡carajo! ¿Por qué me gustó tanto esta obra? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ella? 

 

Para relajar la zozobra, volví a verla  el pasado 20 de abril. Otra vez con libreta de detective de película y acompañante a mi lado, ámbos atentos a ver qué pitos iba a tocar Cortocinesis.  Después de la función, repasé mi libreta y leí esto:

 

“Lo que pasa es que Cocíname se mueve en terrenos oscuros, por eso no la puedo entender.  Llega a lo más profundo del espectador y lo subvierte desde ahí, desde lo inconsciente, desde la zona del miedo y el horror por lo desconocido”.  

 

¿Cómo así que lo desconocido?  ¿De qué hablo cuando hablo de lo desconocido? 

 

Quienes ya vieron Cocíname, estarán de acuerdo conmigo en que, a nivel de intriga, la obra es fácilmente comprensible. El cuento no se embrolla entre malabarismos estructurales. Todo lo contrario, la acción progresa de manera lineal, aristotélica. De hecho, hay que decir de la claridad con la que se cuenta el cuentico es una virtud, teniendo en cuenta que en Cocíname la única palabra que se usa es la del título. Por supuesto, el despojo de nada más y nada menos que la palabra, exige potencializar los demás signos (auditivos, visuales, kinésicos o espaciales) para contar la historia. Pero esta condición es explotada magistralmente por el equipo creativo. Un discurso escénico sin palabra siempre conlleva un peligro inminente: los espectadores, entre tanta verborrea consuetudinaria en la que vivimos, somos verbocéntricos. A pesar de esto, el cuento de Cocíname lo leemos de inicio a fin. No es confuso en ningún momento. El encadenamiento de los signos con los que el director elaboró la obra, es un esfuerzo comunicativo preciso, impecable y completamente inteligible sin necesidad de un sólo parloteo en toda la función. 

 

A punto lo anterior para evitar malentendidos. No es que me perturbe la incomprensión de la anécdota. De hecho, Cortocinesis no nos pone a quemar pólvora en gallinazos obligándonos descifrar lo evidente. La historia es clara y sencilla porque en esta pieza sólo se trata de la superficie. Es la película que cubre una significación más íntima, interna, esencial; significación que está más relacionada con la atmósfera, las sensaciones, el movimiento y los códigos formales del thriller que con la fábula. A mí lo que me interesa rastrear aquí es eso oculto, lo que dejamos en la sombra, lo que no vimos en la habitación que nunca se abrió durante la representación; ese algo inefable que agrede y que habita por debajo de la piel de esta pieza de danza teatro. 

 

Con este propósito, trataré de desarmar la pieza, de pensar sus partes por separado, a ver si así logro entender mejor qué fue lo que me impactó tanto. Entonces comencemos por lo primero que llama la atención cuando uno asiste a la representación de Cocíname: la luz.

 

Estamos en el vestíbulo de la Casa del Teatro Nacional. Yovanny, el director y coreógrafo, nos da unas instrucciones para ver la obra mientras sostiene una lámpara de gas. 

 

-Sigan la luz -dice-  que ella es la narradora de esta historia. Y por favor,  sepamos disponernos. Si un espectador es muy alto y está adelante, por favor agáchese para que deje ver al de atrás. 

 

Yovanny descarga la lámpara en una mesita de madera y se camufla entre los espectadores. 

 

Comienza la función.

 

Los bailarines se agrupan y miran hacia la puerta de entrada del teatro. Tras verlos, apunto en  mi libreta, con trazo grueso y temblereque, una sola palabra: M I E D O. El silencio nos cae encima como un manto. Las puertas del edificio se abren y un tipo de barba, camisa de leñador y chamarra de cuero café, entra. Después de besar a la Madre en la frente, sale por una de las puertas del vestíbulo. La Madre agarra la lámpara y los espectadores obedecemos la instrucción del director, todos perseguimos la luz.

 

Lo primero que debemos atravesar es el marco de una puerta que desemboca a un lugar más tenue. Allí los hijos juegan saltando desde los muros y los casilleros. En la medida que la obra progresa, nos adentramos a lugares más oscuros, más claustrofóbicos. Ya no sabemos dónde estamos nosotros y dónde están los bailarines, qué nos separa, cuál es, como diría Barrientos, la Sala y cuál es la Escena, porque los límites de la sala (el espacio del espectador) y la escena (el espacio del actor) se desdibujaron en la sombra.  

 

De pronto vuelve aparecer la luz. Pasa por el medio de todos nosotros. Por un momento, cuando ya va lejos, veo que los espectadores arrimados a la pared, componemos un pasillo voyeur por medio del cual la madre avanza. Y volvemos a perseguir la luz, unas veces con los ojos, otras veces con todo el cuerpo. De pronto llegamos a una silleteria y nos sentamos a lo sala tradicional, para ver la escena desde el ángulo que hayamos elegido. Pero esa detención hace parte de un mismo recorrido, el que iniciamos allá en el vestíbulo del edificio con la lámpara y no se quedará aquí. Todavía va a continuar.

 

Encuentro en la iluminación de Cocíname dos funciones principales:

 

La primera función es la de focalizar un punto para que el ojo vea, y luego desplazar esa focalización, llevándose tras ella la mirada del espectador. 

 

Esta función obedece al principio del encuadre cinematográfico: sólo mostrar lo que es necesario ver y discriminar (en este caso con la sombra) lo que no. Pero además, su dinámica de recorrido es la misma a la del plano secuencia. Por supuesto, el efecto psicológico de esta función es macabro. Literalmente vamos con el personaje que manipula la lámpara, la Madre en la mayoría de los casos (si no en todos, no recuerdo bien). Sobre ella recae nuestra empatía y con ella terminaremos la representación. Es curioso por ejemplo que el Padre no nos lleve nunca. Jamás los espectadores vamos con el Padre. Al Padre nos lo encontramos, nos lo topamos, sale unas veces por una puerta, otras se escucha allá, en otro lugar contiguo al que estamos, pero él jamás nos guía. El Padre está en la obra para ser temido. No podemos identificarnos con él. Nuestro miedo se proyecta y rebota en los otros integrantes de la familia. El punto de vista que desde la luz se nos concede es el de los oprimidos.  

 

Pero además, el plano secuencia de la luz de Cocíname ejerce otro efecto psicológico en los espectadores: la suspensión.

 

La segunda vez que vi la obra, quise alejarme de lo que ocurría allá entre los bailarines para atender a lo que pasaba aquí, en la sala de espectadores. Percibí, en esa masa de ojos voyeuristas sumergidos en la oscuridad, una unidad en el ritmo y en la calidad del movimiento con el que se desplazaban. Sin enterarnos, todos habíamos adquirido un estado de suspensión y de contingencia similar al de los bailarines. Mientras seguíamos el rayo de luz, teniendo que atravesar entre lugares estrechos, lo hacíamos con cuidado, vigilando no pisar mal, con la fragilidad y la inseguridad del que camina en medio de lo desconocido, de la sombra, impulsados por un constante bombardeo de expectativas: ¿Qué pasará? ¿A dónde irémos? ¿Aparecerá el padre? ¿A quién eligirá? ¿Se enfrentará el hijo contra él? ¿Lo permitirá la madre? ¿Lo afrontarán las hermanas? ¿Dónde estamos ahora?

 

La segunda función de la luz es la de mutar las dimensiones espaciales, flexibilizándo la arquitectura.

 

La sombra desdibuja los límites. Es el infinito por un lado y la claustrofobia por el otro. Se trastoca la óptica completamente, la perspectiva, la lógica del lugar. Es curioso que cuando charlé con algunas personas que habían visto la obra en la Futilería, decían que no sabían cómo podría repetirse en la Casa del Teatro Nacional. Por supuesto el ambiente de una casa debe suscitar una experiencia distinta, pero mi impresión sobre este asunto es que es la luz la que activa el espacio escénico y su potencial dramático. Es una llamarada sobre el signo puro que, dormido en la oscuridad, despierta y salta a los ojos de los espectadores. Para explicar esto mejor, me vuelvo a remitir a Barrientos. Según él, el principio básico de la dramaturgia del espacio se encuentra en la oposición entre espacio visible e invisible. Las zonas oscuras, lo no visto del lugar, paradójicamente nos permite ver mejor el espacio de ficción. Claro, no sólo la luz compone esta dramaturgia espacial. También el sonido, o la atención de los bailarines hacia lugares contiguos: una puerta cerrada o una pared que conecta a otro lugar.

 

Ya que hemos llegado al tema del espacio, continuemos por esta vía a ver qué pasa. Es notable, en la propuesta de Cocíname, el uso del espacio. Primero porque, como dije arriba, la frontera entre sala y escena se enrarece. Segundo, por la técnica coreútica de los bailarines, que hacen uso de lo que la arquitectura del edificio les ofrece. Y tercero, por el nivel poético que el espacio adquiere desde la plástica. En cuanto a la ficción, está claro que se trata de una casa familiar. Con unos cuantos elementos escenográficos eso se sobreentiende: una estufa eléctrica, una tetera, un mueble de sala, un estante con libros, en fin... Pero este espacio es también otra cosa. El miedo se corporaliza en la arquitectura, merced al movimiento de los bailarines, le precariedad de la luz, la música constante y una plástica surrealista apoyada en el movimiento de la arquitectura ¡Así es, el espacio se mueve! ¡Tiene un alma! Es la fuerza del miedo expresándose en el edificio lo que arruga el piso o hace desplazar el lavamanos de un lado a otro. ¡Qué horror!

 

Ahora bien, hablemos de los bailarines. Las veces que me he referido a ellos, he tenido que debatirme entre llamarlos bailarines o actores, porque ambas cosas las hacen muy bien. El movimiento, medio primordial de su trabajo, nunca ocurre vacío. Cada desplazamiento, cada relación, está cargada de una actividad interna, de un subtexto que es fácil dilucidar como espectador. Se notan vivos, en situación, con un trabajo actoral muy limpio y honesto.

 

Normalmente, cuando veo películas o puestas en escena en la que se ha decidido eliminar la palabra, suelo tener una extraña incomodidad: siento que la eliminación radical o parcial del signo lingüístico en esas piezas a veces obedece más a un capricho que a una necesidad, porque uno sabe como espectador que hace falta el verbo, que la palabra cabe en algún momento pero no la quisieron poner, como ocurre en algunas películas de Veit Helmer. Cocíname, en cambio, se desarrolla en una situación donde la palabra definitivamente no tiene cabida. El respeto, dice Byung Chul Han, es silencioso. El irrespeto, en cambio, es cacofónica. En esta casa la autoridad ha implantado el respeto en su extremo patológico. Mejor dicho, aquí el respeto es una forma de abuso. En esta casa no se grita, no se habla, no se pronuncia ninguna palabra. Pero además ¿Qué se puede decir? Las únicas palabras pronunciables deben ser dichas pasito y al oído. Esta (re)presión, nacida directamente de la situación, es decir del contenido de la obra, ejerce una nueva fuerza a los movimientos de los bailarines. El cuerpo no se puede callar, porque el cuerpo es excesivamente expresivo. Habla. Grita. Lo que hacen los bailarines en esta obra es estilizar ese exceso de expresión, liberarla de una forma expresionista, haciendo visible lo invisible: el horror. Si me permiten concebir un parangón con las artes plásticas, se puede comparar la danza de Cocíname con los retratos deformados del pintor Francis Bacon. En ambas expresiones, la relación con la realidad no es imitativa. No se trata de copiar las acciones físicas de una familia oprimida en su cotidianidad por el Padre, como tampoco se trata de hacer un retrato fotográfico de un modelo en el caso de Bacon. Al contrario, el objeto referencial se deforma, visibilizando lo que no se puede ver a simple vista. Las fuerzas internas salen a la superficie y deforman la realidad. En el caso de Bacon, con unos trazos bruscos y monstruosos; en el caso de Cocíname, con unos movimientos exacerbados, estridentes y aterradores.

 

Perdónenme si hago spoiler, pero el entusiasmo me arrastra: la secuencia entre la Madre y el Padre en la cocina es de una belleza aterradora. Tenía que traerla a colación y de paso ofrecer mis más honestas felicitaciones a todos los bailarines del montaje, por si de pronto alguno está leyendo esto. El trabajo de ellos no se entiende, se vive. ¿Qué razón le va a poner uno a esa especie de “soliloquio” físico (le digo así porque no sé cómo le llamen en la jerga de la danza) de una Olga Lucía Montoya (La Madre) traspasada hasta los huesos por la fuerza animal del terror y el dolor de una madre herida, con la voluntad mutilada, a la que no le puede quedar otra fuga que la locura? Se tiene que ser muy insensible para no sufrir de piel de gallina en ese momento. Bueno, y en otros cuantos que uno tampoco pude resistir: La secuencia del baño es hermosa, aterradora y perversa... (¡Mierda! Creo que estoy perdiendo el norte de lo que escribo pero qué carajo, voy a comentar esa secuencia también. A la larga escribo sobre obras por eso, para tener la sensación de que vuelvo a verlas, y esta me la repetiría ochenta veces). Yo creo que esa escena es el ejemplo perfecto de que el arte no debe ser moralmente correcto. Si se observa con lupa el trabajo de dirección, es de una inmoralidad que no cabe por la puerta. Los espectadores la tenemos muy difícil, se nos revuelven las perversiones más profundas y el imaginario nos rechina cuando tenemos que observar esa forma estilizada del abuso desde el marco de una ventana (a lo más sucio voyeur) y de paso con una composición en la que predomina la frontalidad de las niñas, poniéndonos cara a cara con ellas, con sus ojos.  

 

Pero entre todo esto, yo creo que la espina dorsal que hace de Cocíname una obra importante, es su potencial aurático aprovechado en la relación espacial que tienen los cuerpos de los espectadores con los cuerpos de los bailarines, los técnicos (con mac en mano, linternas y toda la vaina) e incluso el cuerpo del director que va con nosotros vigilando parte por parte el espectáculo. A mí, en lo personal, me parece fundamental - y habrá quienes piensen que exagero- las instrucciones de Yiovanny antes de comenzar el recorrido. Su indicación es necesaria para cuidar el inminente y efímero convivio -punto de partida del teatro y aquello que lo hace único entre las otras artes según Dubatti - de los espectadores con todo el equipo de Cortocinesis. Esa indicación nos alerta en nuestro modo de habitar y de mirar entre otros mirones y unos bailarines que serán mirados. Pregúntese, lector, en cómo sería esta obra filmada, por ejemplo. Yo creo que un fracaso. No es lo mismo. La intermediación del monitor que televisaría la función se la podría estar tirando, porque su quid radica en la conjugación de presencias, en el recorrido mismo, en perseguir la luz que va “tejiendo el espacio”, parafraseando el programa de mano. Generalmente el terror no suele ser efectivo en el teatro, porque se nos trata de engañar con la ilusión de un espectáculo que ya de entrada, como espectadores, sabemos que no es real. No lo creemos. No obstante, el terror en Cocíname no se fundamenta en la ilusión, sino en la experiencia. Por eso la unidad rítmica y la sensación de suspenso que los espectadores vivimos mientras hacíamos el recorrido. Hay que habitar los mismo pasillos de la Madre y caminar a su lado para sentir la fuerza de esta obra en su plenitud. 

 

¡Felicidades Cortocinesis por estos quince años de vida, a mí ya cuéntenme como uno de sus espectadores incondicionales! 

 

UNA REFLEXIÓN SOBRE LA OBRA “COCÍNAME” DE CORTOCINESIS

Por Juan Bilis

 

El pasado 18 de abril, después de ver Cocíname, no pude salir del asombro. Me gusta ir acompañado al teatro para luego hablar de la obra. Sin embargo, esta vez no supe por dónde entablar una charla con mi acompañante. Más tarde, esa misma noche, volví a casa subyugado. Cocíname había actuado directamente sobre la materia gris de mi cerebro. Hice café, desenvainé los apuntes que escribí en mi libreta durante la representación y traté de despejar este asombro procurando entenderlo pero nada, era imposible. Aún hoy cuando pienso en Cocíname, lo que de mi experiencia brota son imágenes, no razonamientos objetivos. Una luz me pasa por la cara y aparecen los ojos de la Madre atravesándome como alfileres. En un baño, las niñas miran por la ventana. Luego giran, caen, se levantan y pasan por la mano del Padre, todas expresando con sus cuerpos un horror inefable.  Así pienso en Cocíname. Así sus imágenes poéticas siguen interactuando con mi psiquis, flagelándola con sus efectos secundarios. Pero ¡carajo! ¿Por qué me gustó tanto esta obra? ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ella? 

 

Para relajar la zozobra, volví a verla  el pasado 20 de abril. Otra vez con libreta de detective de película y acompañante a mi lado, ámbos atentos a ver qué pitos iba a tocar Cortocinesis.  Después de la función, repasé mi libreta y leí esto:

 

“Lo que pasa es que Cocíname se mueve en terrenos oscuros, por eso no la puedo entender.  Llega a lo más profundo del espectador y lo subvierte desde ahí, desde lo inconsciente, desde la zona del miedo y el horror por lo desconocido”.  

 

¿Cómo así que lo desconocido?  ¿De qué hablo cuando hablo de lo desconocido? 

 

Quienes ya vieron Cocíname, estarán de acuerdo conmigo en que, a nivel de intriga, la obra es fácilmente comprensible. El cuento no se embrolla entre malabarismos estructurales. Todo lo contrario, la acción progresa de manera lineal, aristotélica. De hecho, hay que decir de la claridad con la que se cuenta el cuentico es una virtud, teniendo en cuenta que en Cocíname la única palabra que se usa es la del título. Por supuesto, el despojo de nada más y nada menos que la palabra, exige potencializar los demás signos (auditivos, visuales, kinésicos o espaciales) para contar la historia. Pero esta condición es explotada magistralmente por el equipo creativo. Un discurso escénico sin palabra siempre conlleva un peligro inminente: los espectadores, entre tanta verborrea consuetudinaria en la que vivimos, somos verbocéntricos. A pesar de esto, el cuento de Cocíname lo leemos de inicio a fin. No es confuso en ningún momento. El encadenamiento de los signos con los que el director elaboró la obra, es un esfuerzo comunicativo preciso, impecable y completamente inteligible sin necesidad de un sólo parloteo en toda la función. 

 

A punto lo anterior para evitar malentendidos. No es que me perturbe la incomprensión de la anécdota. De hecho, Cortocinesis no nos pone a quemar pólvora en gallinazos obligándonos descifrar lo evidente. La historia es clara y sencilla porque en esta pieza sólo se trata de la superficie. Es la película que cubre una significación más íntima, interna, esencial; significación que está más relacionada con la atmósfera, las sensaciones, el movimiento y los códigos formales del thriller que con la fábula. A mí lo que me interesa rastrear aquí es eso oculto, lo que dejamos en la sombra, lo que no vimos en la habitación que nunca se abrió durante la representación; ese algo inefable que agrede y que habita por debajo de la piel de esta pieza de danza teatro. 

 

Con este propósito, trataré de desarmar la pieza, de pensar sus partes por separado, a ver si así logro entender mejor qué fue lo que me impactó tanto. Entonces comencemos por lo primero que llama la atención cuando uno asiste a la representación de Cocíname: la luz.

 

Estamos en el vestíbulo de la Casa del Teatro Nacional. Yovanny, el director y coreógrafo, nos da unas instrucciones para ver la obra mientras sostiene una lámpara de gas. 

 

-Sigan la luz -dice-  que ella es la narradora de esta historia. Y por favor,  sepamos disponernos. Si un espectador es muy alto y está adelante, por favor agáchese para que deje ver al de atrás. 

 

Yovanny descarga la lámpara en una mesita de madera y se camufla entre los espectadores. 

 

Comienza la función.

 

Los bailarines se agrupan y miran hacia la puerta de entrada del teatro. Tras verlos, apunto en  mi libreta, con trazo grueso y temblereque, una sola palabra: M I E D O. El silencio nos cae encima como un manto. Las puertas del edificio se abren y un tipo de barba, camisa de leñador y chamarra de cuero café, entra. Después de besar a la Madre en la frente, sale por una de las puertas del vestíbulo. La Madre agarra la lámpara y los espectadores obedecemos la instrucción del director, todos perseguimos la luz.

 

Lo primero que debemos atravesar es el marco de una puerta que desemboca a un lugar más tenue. Allí los hijos juegan saltando desde los muros y los casilleros. En la medida que la obra progresa, nos adentramos a lugares más oscuros, más claustrofóbicos. Ya no sabemos dónde estamos nosotros y dónde están los bailarines, qué nos separa, cuál es, como diría Barrientos, la Sala y cuál es la Escena, porque los límites de la sala (el espacio del espectador) y la escena (el espacio del actor) se desdibujaron en la sombra.  

 

De pronto vuelve aparecer la luz. Pasa por el medio de todos nosotros. Por un momento, cuando ya va lejos, veo que los espectadores arrimados a la pared, componemos un pasillo voyeur por medio del cual la madre avanza. Y volvemos a perseguir la luz, unas veces con los ojos, otras veces con todo el cuerpo. De pronto llegamos a una silleteria y nos sentamos a lo sala tradicional, para ver la escena desde el ángulo que hayamos elegido. Pero esa detención hace parte de un mismo recorrido, el que iniciamos allá en el vestíbulo del edificio con la lámpara y no se quedará aquí. Todavía va a continuar.

 

Encuentro en la iluminación de Cocíname dos funciones principales:

 

La primera función es la de focalizar un punto para que el ojo vea, y luego desplazar esa focalización, llevándose tras ella la mirada del espectador. 

 

Esta función obedece al principio del encuadre cinematográfico: sólo mostrar lo que es necesario ver y discriminar (en este caso con la sombra) lo que no. Pero además, su dinámica de recorrido es la misma a la del plano secuencia. Por supuesto, el efecto psicológico de esta función es macabro. Literalmente vamos con el personaje que manipula la lámpara, la Madre en la mayoría de los casos (si no en todos, no recuerdo bien). Sobre ella recae nuestra empatía y con ella terminaremos la representación. Es curioso por ejemplo que el Padre no nos lleve nunca. Jamás los espectadores vamos con el Padre. Al Padre nos lo encontramos, nos lo topamos, sale unas veces por una puerta, otras se escucha allá, en otro lugar contiguo al que estamos, pero él jamás nos guía. El Padre está en la obra para ser temido. No podemos identificarnos con él. Nuestro miedo se proyecta y rebota en los otros integrantes de la familia. El punto de vista que desde la luz se nos concede es el de los oprimidos.  

 

Pero además, el plano secuencia de la luz de Cocíname ejerce otro efecto psicológico en los espectadores: la suspensión.

 

La segunda vez que vi la obra, quise alejarme de lo que ocurría allá entre los bailarines para atender a lo que pasaba aquí, en la sala de espectadores. Percibí, en esa masa de ojos voyeuristas sumergidos en la oscuridad, una unidad en el ritmo y en la calidad del movimiento con el que se desplazaban. Sin enterarnos, todos habíamos adquirido un estado de suspensión y de contingencia similar al de los bailarines. Mientras seguíamos el rayo de luz, teniendo que atravesar entre lugares estrechos, lo hacíamos con cuidado, vigilando no pisar mal, con la fragilidad y la inseguridad del que camina en medio de lo desconocido, de la sombra, impulsados por un constante bombardeo de expectativas: ¿Qué pasará? ¿A dónde irémos? ¿Aparecerá el padre? ¿A quién eligirá? ¿Se enfrentará el hijo contra él? ¿Lo permitirá la madre? ¿Lo afrontarán las hermanas? ¿Dónde estamos ahora?

 

La segunda función de la luz es la de mutar las dimensiones espaciales, flexibilizándo la arquitectura.

 

La sombra desdibuja los límites. Es el infinito por un lado y la claustrofobia por el otro. Se trastoca la óptica completamente, la perspectiva, la lógica del lugar. Es curioso que cuando charlé con algunas personas que habían visto la obra en la Futilería, decían que no sabían cómo podría repetirse en la Casa del Teatro Nacional. Por supuesto el ambiente de una casa debe suscitar una experiencia distinta, pero mi impresión sobre este asunto es que es la luz la que activa el espacio escénico y su potencial dramático. Es una llamarada sobre el signo puro que, dormido en la oscuridad, despierta y salta a los ojos de los espectadores. Para explicar esto mejor, me vuelvo a remitir a Barrientos. Según él, el principio básico de la dramaturgia del espacio se encuentra en la oposición entre espacio visible e invisible. Las zonas oscuras, lo no visto del lugar, paradójicamente nos permite ver mejor el espacio de ficción. Claro, no sólo la luz compone esta dramaturgia espacial. También el sonido, o la atención de los bailarines hacia lugares contiguos: una puerta cerrada o una pared que conecta a otro lugar.

 

Ya que hemos llegado al tema del espacio, continuemos por esta vía a ver qué pasa. Es notable, en la propuesta de Cocíname, el uso del espacio. Primero porque, como dije arriba, la frontera entre sala y escena se enrarece. Segundo, por la técnica coreútica de los bailarines, que hacen uso de lo que la arquitectura del edificio les ofrece. Y tercero, por el nivel poético que el espacio adquiere desde la plástica. En cuanto a la ficción, está claro que se trata de una casa familiar. Con unos cuantos elementos escenográficos eso se sobreentiende: una estufa eléctrica, una tetera, un mueble de sala, un estante con libros, en fin... Pero este espacio es también otra cosa. El miedo se corporaliza en la arquitectura, merced al movimiento de los bailarines, le precariedad de la luz, la música constante y una plástica surrealista apoyada en el movimiento de la arquitectura ¡Así es, el espacio se mueve! ¡Tiene un alma! Es la fuerza del miedo expresándose en el edificio lo que arruga el piso o hace desplazar el lavamanos de un lado a otro. ¡Qué horror!

 

Ahora bien, hablemos de los bailarines. Las veces que me he referido a ellos, he tenido que debatirme entre llamarlos bailarines o actores, porque ambas cosas las hacen muy bien. El movimiento, medio primordial de su trabajo, nunca ocurre vacío. Cada desplazamiento, cada relación, está cargada de una actividad interna, de un subtexto que es fácil dilucidar como espectador. Se notan vivos, en situación, con un trabajo actoral muy limpio y honesto.

 

Normalmente, cuando veo películas o puestas en escena en la que se ha decidido eliminar la palabra, suelo tener una extraña incomodidad: siento que la eliminación radical o parcial del signo lingüístico en esas piezas a veces obedece más a un capricho que a una necesidad, porque uno sabe como espectador que hace falta el verbo, que la palabra cabe en algún momento pero no la quisieron poner, como ocurre en algunas películas de Veit Helmer. Cocíname, en cambio, se desarrolla en una situación donde la palabra definitivamente no tiene cabida. El respeto, dice Byung Chul Han, es silencioso. El irrespeto, en cambio, es cacofónica. En esta casa la autoridad ha implantado el respeto en su extremo patológico. Mejor dicho, aquí el respeto es una forma de abuso. En esta casa no se grita, no se habla, no se pronuncia ninguna palabra. Pero además ¿Qué se puede decir? Las únicas palabras pronunciables deben ser dichas pasito y al oído. Esta (re)presión, nacida directamente de la situación, es decir del contenido de la obra, ejerce una nueva fuerza a los movimientos de los bailarines. El cuerpo no se puede callar, porque el cuerpo es excesivamente expresivo. Habla. Grita. Lo que hacen los bailarines en esta obra es estilizar ese exceso de expresión, liberarla de una forma expresionista, haciendo visible lo invisible: el horror. Si me permiten concebir un parangón con las artes plásticas, se puede comparar la danza de Cocíname con los retratos deformados del pintor Francis Bacon. En ambas expresiones, la relación con la realidad no es imitativa. No se trata de copiar las acciones físicas de una familia oprimida en su cotidianidad por el Padre, como tampoco se trata de hacer un retrato fotográfico de un modelo en el caso de Bacon. Al contrario, el objeto referencial se deforma, visibilizando lo que no se puede ver a simple vista. Las fuerzas internas salen a la superficie y deforman la realidad. En el caso de Bacon, con unos trazos bruscos y monstruosos; en el caso de Cocíname, con unos movimientos exacerbados, estridentes y aterradores.

 

Perdónenme si hago spoiler, pero el entusiasmo me arrastra: la secuencia entre la Madre y el Padre en la cocina es de una belleza aterradora. Tenía que traerla a colación y de paso ofrecer mis más honestas felicitaciones a todos los bailarines del montaje, por si de pronto alguno está leyendo esto. El trabajo de ellos no se entiende, se vive. ¿Qué razón le va a poner uno a esa especie de “soliloquio” físico (le digo así porque no sé cómo le llamen en la jerga de la danza) de una Olga Lucía Montoya (La Madre) traspasada hasta los huesos por la fuerza animal del terror y el dolor de una madre herida, con la voluntad mutilada, a la que no le puede quedar otra fuga que la locura? Se tiene que ser muy insensible para no sufrir de piel de gallina en ese momento. Bueno, y en otros cuantos que uno tampoco pude resistir: La secuencia del baño es hermosa, aterradora y perversa... (¡Mierda! Creo que estoy perdiendo el norte de lo que escribo pero qué carajo, voy a comentar esa secuencia también. A la larga escribo sobre obras por eso, para tener la sensación de que vuelvo a verlas, y esta me la repetiría ochenta veces). Yo creo que esa escena es el ejemplo perfecto de que el arte no debe ser moralmente correcto. Si se observa con lupa el trabajo de dirección, es de una inmoralidad que no cabe por la puerta. Los espectadores la tenemos muy difícil, se nos revuelven las perversiones más profundas y el imaginario nos rechina cuando tenemos que observar esa forma estilizada del abuso desde el marco de una ventana (a lo más sucio voyeur) y de paso con una composición en la que predomina la frontalidad de las niñas, poniéndonos cara a cara con ellas, con sus ojos.  

 

Pero entre todo esto, yo creo que la espina dorsal que hace de Cocíname una obra importante, es su potencial aurático aprovechado en la relación espacial que tienen los cuerpos de los espectadores con los cuerpos de los bailarines, los técnicos (con mac en mano, linternas y toda la vaina) e incluso el cuerpo del director que va con nosotros vigilando parte por parte el espectáculo. A mí, en lo personal, me parece fundamental - y habrá quienes piensen que exagero- las instrucciones de Yiovanny antes de comenzar el recorrido. Su indicación es necesaria para cuidar el inminente y efímero convivio -punto de partida del teatro y aquello que lo hace único entre las otras artes según Dubatti - de los espectadores con todo el equipo de Cortocinesis. Esa indicación nos alerta en nuestro modo de habitar y de mirar entre otros mirones y unos bailarines que serán mirados. Pregúntese, lector, en cómo sería esta obra filmada, por ejemplo. Yo creo que un fracaso. No es lo mismo. La intermediación del monitor que televisaría la función se la podría estar tirando, porque su quid radica en la conjugación de presencias, en el recorrido mismo, en perseguir la luz que va “tejiendo el espacio”, parafraseando el programa de mano. Generalmente el terror no suele ser efectivo en el teatro, porque se nos trata de engañar con la ilusión de un espectáculo que ya de entrada, como espectadores, sabemos que no es real. No lo creemos. No obstante, el terror en Cocíname no se fundamenta en la ilusión, sino en la experiencia. Por eso la unidad rítmica y la sensación de suspenso que los espectadores vivimos mientras hacíamos el recorrido. Hay que habitar los mismo pasillos de la Madre y caminar a su lado para sentir la fuerza de esta obra en su plenitud. 

 

¡Felicidades Cortocinesis por estos quince años de vida, a mí ya cuéntenme como uno de sus espectadores incondicionales! 

 


SOBRE LA OBRA EL ENSAYO DEL DIRECTOR JOHAN VELANDIA

Por Juan Bilis

Junio, 2018

 

Tres viejitas en una casucha del barrio Santo Domingo de Medellín. Un ensayo de un baile para una presentación. Una loma que desemboca en un río. Una venganza que necesita ejecutarse por mano propia. Por el bien de quienes no han visto la obra, no puedo contar más.  

 

Yo conozco el origen de la última obra El Ensayo del actor, director, dramaturgo y productor Johan Velandia. Punto Cadenete Punto había ofrecido varios talleres durante una semana dedicada a la dramaturgia. Uno de los talleres fue dirigido por el catalán Sergi Belbel, autor de Caricias. Sergi, continuando las picardías de los franceses del OuLiPo, trajo juegos suficientes para poner a escribir a la legión de dramaturgos que tomaron su taller. Para ponerle más chispa a las sesiones, los escritos que resultaban de los juegos competían al final de cada encuentro. La última competencia fue la más reñida: había que escribir de un día para otro una obra de teatro a partir del juego del lobo. En la siguiente sesión vi a Johan entrar con unos papeles y un lapicero. Se sentó en una de las sillas de Umbral Teatro para tachar, corregir y ultimar su manuscrito. Entrecerraba los ojos y repetía los diálogos quedo, torciendo la boca y apretando el lapicero. Actuando. He visto otras veces a Johan escribir y siempre hace lo mismo. Total, es actor ¿no? y qué mejor que un actor para hacer de piedra de toque de un texto dramático. Finalmente llegó su turno. Los actores leyeron una fotocopia urgente de su manuscrito. Entre ellos estaba, casualmente, Cesar Álvares, quien ahora hace una de las madres en la puesta en escena. Desde el primer monólogo de Raquelita, cuando describía el barrio Santo Domingo de Medellín y nos contaba que había invitado a las otras señoras para ensayar el baile de una presentación, uno quedaba prendido. Ya en esa primera lectura estábamos sus oyentes emboscados en la encerrona de Raquel. Uno no sabía si desternillarse de risa o comerse las uñas. Llegaron las votaciones y Johan, claro, ocupó el primer puesto. Entonces Sergi, en representación de ese primer público, le dijo que como autor del primer puesto nos debía prometer que iba a montar la obra; y ahí sí como dice el dicho: lo convenido debe ser cumplido. Johan montó El Ensayo en una puesta en escena que fue más que fiel a las primeras expectativas. De manera que El Ensayo desde que se gestó, contó con la complicidad de un público; y en su posterior representación, la complicidad se ha fortalecido hasta volverse un asunto fundamental de la obra.    

 

En El Ensayo el espectador entra a la sala, literalmente, a crear la obra con los actores. Desde el principio la puesta en escena demanda de nosotros nuestra imaginación para que sea en nuestra memoria donde ocurra todo. Se pacta que esos tres actores son tres viejitas. Se pacta que la narración contiene la acción, la atmósfera, el decorado, en fin, el barrio Santo Domingo. Se pacta, desde el sugestivo título de la obra, que es teatro y nada más que teatro y nada menos que teatro. La observación garantiza el placer estético de la creación, provocada por una convención que no se hace complicada en ningún momento. Todo lo contrario, en El Ensayo la liviandad, la simpleza, la precisión del texto y el trabajo de los actores la enriquecen. 

 

Las claves estéticas de la obra mezclan lo que sólo en teatro se podría mezclar. Thriller, costumbrismo antioqueño, comedia y farsa. La obra logra una unidad en la que no rayan ninguno de estos elementos; y es que en El Ensayo – como en los buenos thrillers- no sobra ni falta nada. Ni en la dramaturgia, ni en la escenografía, ni en la utilería, ni en la iluminación, ni en las acciones y gestos que realizan los actores. Todo está hecho con puntería. Todo da en el blanco. Cada siembra se cosecha a lo largo de la representación. Cada parte se acentúa cuando debe acentuarse. 

 

Voy a hacer como pidió Clouzot al final de su película Las Diabólicas, y no le voy a contar el final a nadie. En una obra de estas sería un pecado. ¿Qué otra cosa quisiera yo que contar aquí de qué va la historia? pero eso no tendría perdón de Dios. Imagínese uno andar por ahí contándole a quienes no han visto Psicosis cómo termina la película. No, los buenos Thrillers, además, no se cuentan. Lo que sí puedo decir es que la creación y sostenimiento de la expectativa que tiene la dramaturgia, sumado a unos puntos de giro tan chocantes como chuscos, logran mantenerlo a uno con los ojos pegados a la escena. La tensión no da tregua. Johan supo escribir una obra dosificando casi perversamente la información para que sus espectadores se hagan a una y mil hipótesis de lo que va a ocurrir.  

 

Por otro lado, aquí también se dan cita las obsesiones de Johan que hemos visto en anteriores puestas en escena. Johan Velandia se encuentra en sus anchas cuando alude al catolicismo  y a la maternidad. En este caso dos fetiches católicos, evidentemente populares (hasta kitsch) le sirven para tratar ambas obsesiones y cuestionar la sagrada moral de un país en el que hay una virgen hasta para los sicarios. Sí, uno de esos fetiches es la virgen (Madre de cristo y de los sicarios colombianos) y el otro es el santo rosario, la sagrada cadena con sus veinte eslabones que sirven para rezar los misterios de la vida de Jesús desde que nace hasta que se sacrifica; y que es tan típico verlo usar por las abuelas paisas. Tal vez por el contexto (acaba de pasar el año más sangriento de la guerra contra el narcotráfico, cuando mataron a Pablo escobar) que se ceñía contra las juventudes llevándolos por distintos caminos hacia la muerte, las madres de El Ensayo han afilado su instinto maternal hasta la animalidad. Si de los hijos se trata, no faltan uñas y dientes para defenderlos.  Más aún, pareciera que esas madres aplican el refrán que dicta que el que peca y reza empata, y el de ojos que no ven, corazón que no siente. Así que no hay fechoría tan canalla que unos cuantos rosarios no pueda remediar.  

 

La obra, en apariencia alegre y divertida, cala en uno de los traumas más profundos del país. Precisamente en un periodo donde tanto nos preguntamos por la capacidad de perdonar, Johan pone esta puesta en escena que, valga decir, tiene carne para cualquier círculo teatral, ya sea comercial, ya sea independiente, con unos actores que dominan la comedia a tal punto que se ha vuelto una de sus mejores virtudes profesionales. ¿Cuánta impunidad toleran quienes han sido afectados por las guerras de este país?  

 


ENTRE LAS TABLAS Y EL CINEMA

Por Juan Bilis

Mayo, 2018

 

Las artes, como la biología, también tienen taxónomos que las clasifiquen por familias y especies. Que la danza es distinta al teatro, que el teatro es distinto al cine, que el cine es distinto a la literatura, en fin... Estas clasificaciones son inofensivas y curiosas hasta que los más puristas de la acerva taxonómica acometen como jueces a divorciar unas familias de otras; unas artes de otras artes. Este texto busca hablar de la relación que sostiene el teatro y el cine, y de la – a mi parecer – riqueza de dicha relación pensada desde el terreno de lo práctico, con una intención contraria a la de separar ambas artes.

 

No quiero continuar sin antes decir algo: se me ocurre que el interés de esos teóricos por separar las artes no debe obedecer a otra cosa que al encontrarlas demasiado entrañadas las unas con las otras, y es por ello que les urge el divorcio. 

 

Más que un texto académico, esto es un texto anecdótico inspirado por mi propia experiencia como creador, haciendo énfasis en mis creaciones teatrales y las influencias que he tomado del cine, por ser el teatro un terreno en el que- por su economía y accesibilidad- me he podido mover más que en el otro.

 

Desde que comencé este itinerario por los quehaceres escénicos, me he interesado particularmente por la actuación, la dramaturgia y la dirección. En las tres labores siempre me vi influenciado unas veces del cine y otras del teatro. Las veces que actué, veía películas para estudiar, robar y hasta plagiar a mis actores favoritos. Revisaba cómo actuaban, qué técnicas usaban, partituras, desplazamientos, tonos vocales, etcétera. Con el tiempo aprendí que hay actores como tonos: uno puede decir que reaccionará como lo haría Peter Lorre en M, y esa calidad le otorgará un toque (si se quiere clasificar) expresionista a mi actuación; o uno puede decir que reaccionará a lo Marlon Brandon, y buscará la sorpresa entre un movimiento y otro de la partitura. En una adaptación de un cuento de Woody Allen que hice el año pasado, le asigné un actor del Film Noir estadounidense de los años 30 a los  50 a cada uno de mis actores. Les dije: quiero que estudien sus carreras y sean como ellos. A Andrés Castellanos, quien interpretó al detective privado Kaiser, le asigné a Humphrey Bogart. El referente le sirvió al actor para trabajar a lo largo de todo el proceso. Esculpió la forma de Kaiser a partir del modelo de Bogart, aportándole una ruda distinción y elegancia.

 

Cuando he escrito guiones de cortometrajes, busco, entre otras fuentes, las teatrales. Cuando escribí el cortometraje 100 de perdón, no podía dejar de pensar en un escritor tan teatral como Koltés. Así mismo, cuando escribí la obra Acacias amarillas para Salomé, me dije a mí mismo: quiero escribir una obra de teatro que se parezca en algo a las películas de mi director de cine favorito: San Ingmar Bergman.

 

Así es: plagié descaradamente, o hice honor, o robé, o imité, o lo que sea. No creo en la originalidad como una innovación espontánea. Cada creación tiene una genética. La etimología de Orginalidad es Originare, que más o menos significa que pertenece o está relacionado con el origen de algo. Así, mis creaciones tienen su origen en la cultura que consumo(o la cultura de consumo), en el comic, en la televisión, en los comerciales, en los memes, en Facebook, en la series y, especialmente, en el cine. A esa cultura siempre vuelvo porque a ella pertenezco, con ella estoy relacionado y de ella hablan mis obras.

 

Pero yo no he sido el único. El teatro épico Brechtiano echa mano de las formulaciones del montaje cinematográfico en su momento. Brecht aplica las nuevas técnicas del proceso de montaje a su escritura, renovando las exigencias de la puesta en escena del espectáculo teatral. Ya en Baal con los cambios de locación (el comedor, la buhardilla, La carretera, detrás del río, etc) y los elipsis de tiempo. Así también la organización de la historia por capítulos como en el cine épico de Einsenstein.

 

Pero antes de Brecht, Piscator ya estaba haciendo proyecciones cinematográficas dentro de sus espectáculos (así es amigos, el Videobeam lo usaron hace ya muuuuuuuchos años) Y Meyerhold en Les Aubes proyectó imágenes del ejército rojo desfilando. 

 

En trabajadores del teatro más contemporáneo también se ven influencias del cine: Uno puede percibir en los disparatados y vertiginosos diálogos de Miguel Mihura la latente influencia de los hermanos Marx, como en los textos de Martin McDonagh uno percibe a Tarantino, Scorsese o David Lynch.

 

Pero no sólo la cinematografía influencia al teatro. Al principio, cuando el cine era aún un arte bebito, el teatro le enseñó a dar sus primeros pasos. Vea una película de Mélies ( por ejemplo la ultrafamosa El viaje a la luna) o una de los Lumiere del tipo El regador regado y no cometerá una herejía si le parecen que son teatro filmado. La cámara era ubicada desde el punto de vista de un espectador teatral, con un campo de visión abierto que le permite captar la acción – en su mayoría- desde un gran plano general. Los actores actuaban “falseados” hacia la cámara. Los desplazamientos, las entradas y las salidas, eran como en el teatro; y, en el caso de Méliès, hacía uso de decorados teatrales, como cohetes pintados, o el universo con estrellas y planetas personificados sobre un fondo de cartón o madera.

 

Cincuenta años después, la influencia continúa y fuerte. Cuando se piensa en teatro y cine ¿cómo no remitirse a los autores teatrales de la llamada Crisis del sueño americano que tanto influenciaron al cine: Tenesse William y Arthur Miller, por ejemplo? Pero será mejor que nos devolvamos al terreno de lo práctico que qué pereza hacer un texto revisionista. Mi interés, más que defender un punto de vista respecto al debate teórico de si deben o no separarse el cine y el teatro, es el de testimoniar la riqueza de dicha confluencia, y qué mejor que remitirnos al terreno de lo práctico.

 

Cuando trabajé el texto Cruzadas del dramaturgo francés Michel Azama, no dejaba de imaginarme la escena en la que Yonathan e Ismail se vuelven asesinos, en un formato cinematográfico. Mi imaginación estaba funcionando como un proyector de 35 mm que me mostraba la escena en un lienzo de cine. Así que me preocupé particularmente por una cuestión: ¿podía llevarse al teatro las técnicas de montaje cinematográfico? Pensé en la selección y colocación de un fotograma con otro. Los cortes, disolvencias, superposiciones, empleos musicales, planos, etcétera. No sobra apuntar que entonces me sentía supremamente original, un innovador, un explorador de primera, pero en el camino me encontré con distintas reflexiones sobre este asunto. Para no ir lejos, ya Einsenstein, que era director de cine y teatro, estudiaba las posibilidades de aplicar al teatro, por ejemplo, el gran primer plano y la sobreimpresión, como en pleno 2016 yo buscaba con Cruzadas. 

 

Recuerdo particularmente dos preocupaciones: ¿podía aplicar la técnica de montaje alterno, montaje paralelo y pantalla dividida al escenario? ¿Podía ejecutar un primer plano, plano medio o plano americano? 

 

Había un suceso de la historia en el que tanto Ismaïl como Yonathan – ambos en espacios distintos- se negaban a dejarse reclutar porque se recordaban entre ellos. Yonathan e Ismail eran mejores amigos, pero habían tenido que separarse durante la guerra por pertenecer cada uno a una religión distinta (contraria). Los actores habían trabajado la circunstancia dada de que al separarse, ambos se habían regalado un guayo de futbol diminuto que cada uno llevaba colgado en un collar; como un amuleto de la amistad. Durante este suceso Yonathan estaba en lo alto de un muro con Bella, e Ismail a varios metros de distancia con Krim. Los actores, para expresar el pensamiento y el temor de agredir al mejor amigo, propusieron una partitura: en ambos lugares, cada uno acariciaba el guayo de su collar. Necesito un primer plano, pensé, y arrancó la búsqueda. Podía hacerlo desde la iluminación, con una puntual así de específica; o podía hacerlo desde el movimiento de los actores. La segunda opción fue la que elegimos para nuestra puesta en escena. Los partner de ambos les daban el foco con la mirada y se quedaban quietos mientras ellos acariciaban el guayo. Así, la mirada del espectador estaba dirigida a ese detalle de la historia, ese guayo de 3 cm que ellos acariciaban. Hicimos, pues, un plano detalle en teatro, con una diferencia primordial: en el teatro los planos se hacen dirigiendo la mirada del espectador; en el cine, los planos aparecen directamente ante él. Pero más adelante retomaremos este tema.

 

Otro de los grandes regalos que el cine obsequió al teatro fue la idea de Einsenstein de que el espectador hace una síntesis del fotograma A y el fotograma B en su mente, construyendo una unión semántica entre ambos fotogramas. En una entrevista que le hace Fletcher Markle al maestro Hitchcock en 1964 (y que pueden encontrar en Youtube) queda muy bien explicada esta teoría tomando un ejemplo del efecto Kulechov: en el fotograma A, el rostro neutro de Hitchcock; en el fotograma B una mujer abraza un bebé. Volvemos al fotograma A y Hitchcock sonríe. ¿Qué lee el espectador? “Es un hombre amble y simpático al que le gusta los bebés”. Ahora, ¿qué pasa si cambiamos el fotograma B por una mujer tomando el sol en bikini? Hitchcock mira + mujer en bikini+ Hitchcock sonríe. ¿Qué lee ahora el espectador? “Un viejo verde morbosea una chica”. La actividad de Hitchcock en ambos casos es igual: mira y sonríe, pero la idea que el público se ha creado para ambas secuencias es muy distinta.

 

La psicología perceptual explica que la yuxtaposición consecutiva de imágenes indica que están relacionadas. Uno podría pensar el espectáculo teatral, también, como un espectáculo audiovisual. Sin duda hay mucho teatro que usa el tacto, el sabor y los olores, pero en la mayor parte de las veces el teatro es un discurso audiovisual en el que se mezclan el sonido y la imagen. El espectador ve y oye la obra. Ve acciones físicas y escucha unos textos; Ve una coreografía y escucha un paisaje sonoro; y es esta yuxtaposición en el imaginario del público teatral lo que crea la idea de un personaje, una acción o un suceso. La teoría de Einsenstein despliega un amplio rango de posibilidades a los realizadores teatrales. El director de teatro puede sentarse en la silla, con el espectáculo al frente, y pensar en yuxtaposiciones, en “ensamblajes” como le diría Hitchcock. Esta idea puede, incluso, tomarse en términos más particulares. Cuando un actor me ofrece una partitura física que, considero, tiene un rico potencial dramático, suelo pedirle que la divida en movimientos. Es decir, que la fragmente. Como ver una tira de celuloide con fotogramas. Le digo, por ejemplo: quiero que fragmente todo el movimiento desde que entra a la casa hasta que sale a la habitación en 7 movimientos. Luego comienzo a jugar con esos movimientos, a yuxtaponerlos, a combinar velocidades entre uno y otro, intensidades, tipos de movimiento (este ondulado, este staccato), suprimo o guardo unos, le cambio de lugar a otros, le pido que repita el movimiento 2 en partes distintas, en fin, exploro en la propuesta del actor, como lo haría un montajista de cine con los fotogramas de un filme en proceso.

 

Otro de los regalos que en cada proceso creativo agradezco al cine y a la literatura (bueno, y a la música y la pintura, pero sobre todo a las dos primeras) es la enseñanza que cada libro o cada película me deja sobre la Atmósfera. Los géneros, por ejemplo, elaboran unos códigos empíricos que nos envuelven en una atmósfera. Ahí tenemos el Western, el cine negro o el cine de ciencia ficción, por un lado; la literatura gótica, las novelas de mar, Juan Rulfo, Mutis o García Márquez, por el otro. Dice Cristobal Pelaez en su texto: Un asunto: La atmósfera, que Casablanca huele a ron. Estoy de acuerdo con él. En las películas de Sergio Leone la arena se sale por la pantalla, se queda pegada al sudor en las caras de los vaqueros, ensucia el agua. Si algo tiene el cine es atmósfera ¿por qué no aprender de ese novísimo arte para contar nuestras historias? Toda la trastienda cinematográfica aporta algo importante a la atmósfera de la película. El cine usa la más alta tecnología para crear la atmósfera que contendrá la historia. Equipos para hacer traveling, drones, robótica, alta tecnología en captación de sonido. Kubrick adapta un lente Carl Zeiss de la Nasa a una cámara para rodar Barry Lyndon sólo con la iluminación que deparan los astros y las velas de esperma. ¿qué perseguía Kubrick? Una atmósfera. Cada película que veo me aporta lecciones nuevas sobre la atmósfera. Todo, en el buen cine, está cuidado. Hay una caterva de expertos al servicio de la historia. Una puerta que se abre en El fotógrafo del pánico, no suena igual a una puerta que se abre en Los hombres las prefieren Rubias, aunque sean puertas iguales. He escuchado que en alguna película de terror, en lugar de gritos humanos, grababan cerdos y les ampliaban la onda. ¿Recuerdan en El exorcista el horrísono sonido de la nuca de la niña cuando gira la cabeza 90°? ¿Cómo diablos lo hicieron? Un detalle abrumador que le da alma a esa escena. Los sonidistas encontraron este audio retorciendo una cartera de cuero. Es decir, no sólo sobra la tecnología, tampoco falta la creatividad y la exploración. Porque el cine (que no todo, mire usted el “cine” de Warhol) es un arte excelentísimo para contar historias, y el uso de la atmósfera encuentra su quid en las historias.

 

A verbigracia, uno podría traer a colación la primera escena de Erase una vez en el oeste. Una estación de madera podrida y quemada por el sol, en medio de un desierto extenso, caliente, árido. Un monótono sonido de un molino mal aceitado. Un pistolero se saca las yucas de las manos. Uno gota del tejado cae en la frente de un moreno caradura. Una mosca salta y vuelve a la cumbamba mal afeitada de otro pistolero: como si fuera un buitre, como si la mosca no quisiera irse porque en poco tiempo, ese fulano va a morir. El calor tiene peso y sustancia en esa escena. El desierto se muestra en su inmensidad. El polvo revuela. Las texturas de la madera de la estación están más cercanas a la muerte que a la vida. Aquí va a haber follón. Es una calma eléctrica antes de la tormenta. Alguien va a morir, como predice la mosca. Con Sergio Leone cada plano tiene un disparo inminente. Y de eso irá toda la película. Sergio, a través de la atmósfera, ha convenido con nosotros el universo de la historia que nos va a contar. ¿No haríamos bien haciendo lo mismo en el teatro?

 

Todo el asunto de la atmósfera en el cine puede aportarnos en la creación de una atmósfera en el teatro. Si sabemos cómo queremos que el público perciba la historia, podemos poner cada detalle de la obra al servicio de esa, nuestra intención. Los sonidos diegéticos y extradiegéticos. El arrastrar de un vaso en una mesa, la respiración de un cartero que acaba de llegar, el viento contra las ventanas, una pieza de Ligeti o los Rolling Stones, el rozar de una tela, la textura del ajuar, los colores del vestuario, los peinados, las uñas de las actrices, aretes pesados o livianos, maquillajes, desplazamientos, las voces de los personajes como hace el grupo Matacandelas; y un luengo etcétera.

 

Cada vez que avanzo en este texto, encuentro más influencias del cine que podríamos aplicar al teatro, como influencias del teatro que podríamos aplicar al cine (¿cuántos actores no le dio el Actor´s Studio a Hollywood?). Me veo en un embrollo de ideas y tengo que cerrar. Pero no me voy sin antes apuntar lo siguiente. ¿Qué tal si hablamos del uso de la cámara? Hay dos particularidades del uso de la cámara en el cine que me vienen ahora mismo a la mente: 1) la cámara encuadra, por tanto elige un cuadro de visión de una realidad y excluye el resto; y 2) la vista interna y la vista externa, subjetiva/ objetiva.

 

El problema del campo de visión de la cámara plantea un problema: ¿qué queremos que el público vea, desde dónde y durante cuánto tiempo? un día entré a una clase de Laboratorio de creación que dictaba Sebastián Illera, en el que el objetivo de la clase era que cada estudiante hiciera un cortometraje. En esa clase, hablaban de los Storyboard de cada uno de los cortometrajes, y recuerdo que Sebastián les preguntaba acerca de los planos ¿por qué y para qué hacerlo así? Ambas preguntas situaban a los estudiantes en una encrucijada violenta, la encrucijada de la decisión. A mi modo de ver, el StoryBoard no pertenece sólo al cine. Si bien no en el mismo formato que en el cine, en el teatro tampoco sienta mal. ¿qué queremos mostrar, desde dónde y durante cuánto tiempo? la elección que tomemos implica la exclusión de todo lo demás que podríamos mostrar. Aunque violento, es definitivamente necesario. El grupo Matacandelas lo hace, por ejemplo, con la iluminación del espectáculo. Esas iluminaciones están llenas de puntuales. Son muy complejas. Cristobal Pelaez ilumina con el principio de la cámara: que muestre sólo lo que hay que ver, nada más. Ahora bien, como dije arriba, en el cine la imagen aparece ante el espectador, el punto de vista se ubica frente a él. En el teatro la mirada del espectador es dirigida, y ahí va la pregunta ¿hacia dónde queremos que el espectador mire y durante cuánto

tiempo?

 

De la vista interna y externa, subjetiva u objetiva del cine, también el teatro ha sacado jugo. El cuento que adapté de Woody Allen era narrado todo desde el detective Kaiser. Es decir que veíamos la historia a través de él, por medio de su narración oral. Este punto de vista sería lo que en cine es una cámara subjetiva. En el diseño de iluminación que hice, hubo varios cues que partían de esta idea. Kaiser estaba en la sombra, iluminado por una cenital. Nos narraba, por ejemplo, algo que hacía un personaje, y hasta que él miraba hacia el lugar del escenario donde iba a aparecer ese personaje haciendo lo que él decía, la luz lo iluminaba. Es decir, la luz era la mirada de Kaiser.

 

En el montaje Fractales dirigida por Martín Rodriguez, la historia la vemos a través de la mirada de Ana, la protagonista. Toda esta obra es una subjetiva, una primera persona, y todo lo sucedido está filtrado por el punto de vista de ella.

 

La vista externa abunda en el teatro, tanto, que ni para qué ejemplificarlo. A modo de colofón, quiero preguntar con toda sinceridad ¿de qué nos sirve buscar la pureza del teatro y apartarnos del cine? El arte es un contínuum que se alimenta de todas las cosas: de la experiencia vital, de los estudios, de otras ramas del arte. Francis Bacon no quería hacer literatura cuando titulaba un cuadro. Quería que una pintura fuera una pintura. Luego vino Bertolucci con el Último tango en París y contaminó esos cuadros de cine. Quien lee el quijote, se encontrará no pocas veces con imágenes tan nítidas y distinguidas, como si entre la tinta y la mente del lector se estuviera visualizando un comic 

 

“Estabáselo con mucho sosiego mirando don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza.”

 

Quien lee a Valle Inclan se encontrará con acotaciones tan literarias que uno no sabe si es una obra de teatro o una novela con muchos diálogos. Quien ve una obra del Matacandelas encontrará pinturas que se mueven y dialogan, o luces que funcionan como la cámara de cine: sólo mostrando lo que es necesario mostrar. ¿y qué? Si bien tal vez nunca entendamos para qué está hecho el arte, si podemos deducir para qué no está hecho. No está hecho para ser separado de las demás artes por taxónomos. Que esto es literatura pura, que esto es danza pura. No creo que Manuel Puig escribiera El beso de la mujer araña para que los catadores olisquearan si está o no contaminada de teatro. El cine no deja de aportarnos. Es más, nos da coscorrones no pocas veces para que reaccionemos. Con los drones, cada vez se hacen más y mejores tomas aéreas ¿cómo nos ponemos a la altura de esa tecnología desde el teatro? El reto, aquí en Colombia, los afrontó Katalina Molskowitz con su montaje Huecos en los ojos. La primera acotación es una toma aérea en Monserrate, y ella lo solucionó desde lo teatral.

 

No estoy en contra del trabajo de los teóricos. Sí que es importante estudios sobre las artes. Los necesitamos, por ejemplo, como creadores. Pero sí estaría dispuesto a contrariar la tendencia agresiva de separar unas artes de las otras, y de prohibírsenos con autoridad que pretendamos hacer algo de cada cosa en una obra. “es que… eso no es teatro, eso es cine”. Como artistas, y como receptores de arte ¿qué es más importante? Aprender de todo. Volvernos diletantes.

 



                                 Apoya: