Jorge Andrés Acevedo

Julio, 2018

 

Escritor colombiano egresado del taller de escritores de la Universidad Central, taller de escritura creativa de la Universidad de Los Andes y el taller de creación del Gimnasio Moderno. Estudió literatura en la Universidad de Los Andes. Actualmente trabaja en la edición de su libro de cuentos Museo Personal y la novela Destierro.

 

Ha sido Finalista del premio Wilkie Collis de novela negra (España), premio Hemingway de cuento (Francia), Finalista del concurso hispanoamericano de poesía Fernando Charry Lara  (Colombia) y Finalista del concurso nacional de cuento La Cueva (Colombia).

 

Algunos de sus cuentos y poemas han sido incluidos en antologías como Pas de deux (Francia), Melodía de colores (España), Antología de poetas condenados (Colombia) y La Cueva por Colombia. 

 

 

NUBES NEGRAS EN LAS PUPILAS

 

He visto muchos hombres muertos, pero solo he visto morir a uno. Le di la mano mientras moría, mucha sangre salía de su boca y al mirarme a los ojos parecía que no lograba mirarme. No podía hablar, se quejaba al intentarlo. Le dije: ve con Dios y al escuchar eso cerró los ojos. Tal vez yo no necesitaba tener la convicción, solamente debía decir lo que él quería escuchar y al hacerlo su expresión de dolor desapareció. No alcanzó a sonreír pero supe que sintió un alivio. Empezó a respirar más lento hasta que dejó de hacerlo. Solté su mano y la puse sobre su pecho y de repente ya no respiró, dejó de sangrar y fue haciéndose más frío. Parecía un hombre humilde a juzgar por su ropa. Cuando lo imagino siempre veo a alguien que se queda esperándolo en su casa, alguien que tiene miedo de que haya muerto. Ese fue el último que vi. A los demás, a todos esos que vi antes y después de él, no los vi morir, solo encontré su cadáver en las calles. 

 

Uno aprende a sentir miedo, uno aprende a hablar el lenguaje de la gente que teme, a mirar detrás de las paredes, a husmear desde las ventanas pero siempre con las cortinas de por medio, a correr, uno aprende a correr como un hombre asustado, aprende a no mirar a los ojos,  a bajar la cabeza. Uno aprende a sentir miedo, no tanto de morir, sino de que no sepan qué pasó con uno. Cuando hablo de la muerte me entristezco, no por el muerto sino por el luto de los vivos. Es triste imaginar a alguien triste y todos estos muertos han dejado a alguien así.

 

Cuando tenía trece años vi el primer muerto. Eran las diez de la mañana y hubo una terrible explosión en algún lugar cercano.  Los vidrios de la casa se rompieron y en las paredes se reprodujo el temblor. Pensé que había estallado una pipa de gas en alguna casa vecina, pero de pronto sonaron disparos, ráfagas de fusil y entendí lo que pasaba. De repente otro estallido, igual de fuerte y más ráfagas. Las ráfagas de fusil, aún a lo lejos, se sienten en el pecho como si la tropa corriera encima del pecho de uno. Hacen eco las ráfagas en el abdomen. Entonces tuve miedo, pensé que las balas romperían las paredes y llegarían a donde me escondía. Hubo un silencio largo. El silencio es una de las cosas que más asusta porque es fácil  pensar que lo están buscando con más cuidado y que de pronto darán con uno, le pondrán el fusil en la frente y fin de la película, pantalla negra. Pero el ruido de gente en la calle me dio tranquilidad. Salí de la casa y mis amigos se acercaron y me contaron su versión del estallido y la forma en que afrontaron el miedo. Decidimos ir a donde había sucedido todo, que era el prostíbulo a unos trescientos metros. Al llegar ya había gente mirando. Había una motocicleta de la policía tirada en el suelo y ensangrentada, a su lado estaba recostado un policía sangrando por la nariz y llorando desesperado, y más abajo había en el suelo un cuerpo sin cabeza, alrededor del cuerpo había carne, huesos y pedazos de sus sesos. La escena entristecía, daba asco y miedo. Al rato llegaron varios policías, acordonaron el área, revisaron el sector y pusieron orden a las cosas. De pronto sonaron ráfagas de fusil y esas sí las sentimos cerca, encima nuestro. La multitud empezó a correr y a buscar refugio. Y de nuevo estuve escondido en algún lugar penetrable por las balas. Fue una descarga corta. Resultó que en el barranco frente al prostíbulo un policía encontró un guerrillero muerto y se asustó tanto que empezó a dispararle. Al guerrillero le había estallado una granada de fusil en la mano volándole todo el brazo, destrozándole el rostro y dejándole el pecho abierto. Fue la segunda explosión que escuchamos en las casas y era la granada destinada al policía que sobrevivió. Una hora después llegó el helicóptero militar y se llevó los cadáveres. 

 

El pueblo tuvo toque de queda por varios días. Cuando lo suspendieron los niños volvimos a jugar en las calles. Jugábamos hasta altas horas de la noche en el parque del pueblo. Una noche quemamos una culebra de pólvora que pusimos alrededor de un árbol en el parque principal. Sonó igual a los dispararon del fusil, como una ráfaga, tatatatá. En menos de cinco segundos todas las tiendas, restaurantes, panaderías, casas y hoteles del pueblo estuvieron cerrados y con la luz apagada. Al unísono todo el pueblo tuvo miedo y hubo infrarrojos apuntando en la oscuridad y al rato un helicóptero sobrevoló el casco urbano y alrededores. Aquella vez nos dio risa el miedo de los otros pero alcanzó a asustarnos el helicóptero volando encima de nosotros alumbrándonos.

 

El miedo propio, en cambio, nunca da risa, y menos el miedo que se respira en la ciudad. Unos hombres (las sombras) prohibieron andar de noche en las calles. A quien lo hiciera lo mataban. En ese entonces yo vivía en un sector de alta delincuencia y cuando llegaba de estudiar, tarde en la noche, encontraba cadáveres tirados en los andenes. Disparos certeros que dejaban charcos de sangre en el pavimento. Daba pánico el silencio y cualquier ruido en algún lugar helaba los huesos.

 

Tuve miedo una noche cuando no encontré muertos en la calle. Atrás, muy atrás en el fondo, en un rincón oscuro, vi una camioneta parqueada. Cuando me vieron sus ocupantes la camioneta encendió sus faros y aceleró, rechinaron sus llantas con la brusquedad del arranconazo. Pensé en huir pero tuve miedo de correr. O sea, tuve miedo de tener miedo, porque uno se asusta más cuando corre. Así que solo seguí caminando rápido. La camioneta se acercó, se puso a mi lado, bajó sus vidrios y vi sus caras y ellos la mía. En qué momento me hablaban o en qué momento sacaban una metralleta y acababan conmigo. Avanzó a mi lado varios segundos, ellos mirándome y yo mirándolos, yo caminando con el temblor en las piernas y el corazón a mil y ellos solo mirándome, nubes negras en sus pupilas... Los vidrios volvieron a subir y ya no vi sus caras cuando aceleró la camioneta. Entonces no supe si estar tranquilo o tener miedo. Podría ser que volvieran, que dieran vuelta, que regresaran. Cuando desapareció de mi vista corrí desesperado y tuve miedo, incluso cuando abrí la puerta de mi casa, también cuando entré y la cerré, y aún cuando subí las escaleras y me senté, y todavía cuando me puse de pie y volví a sentarme y cuando puse mis manos en mi cabeza aturdido, porque es estremecedor y ensordece ese breve susurro que te deja la muerte cuando pasa por el lado. 

 

Ya pensando con calma recordando la escena, recordé que mientras caminaba junto a la camioneta había gente que nos veía desde su ventana, atentos a ese momento en que me dispararan. Eran como figuras decorativas en un cuadro. Se veían como el público en un teatro y yo los veía sin mirarlos sabiendo que estaban ahí sin reconocerlos, cumpliendo mi papel sabiendo que me miraban. No los culpo. Uno siempre está atento a ver la muerte de los otros y también a ver el miedo. En el mismo pueblo donde asesinaron al policía vi una vez al helicóptero Black Hawk disparando y bombardeando. Era todo un espectáculo verlo avanzando lentamente en el aire, suspendido como una nube negra derramando la muerte y oír cómo caían las balas desde la altura. Se escuchaba el tatatá desde el helicóptero y luego las balas producían en el aire un sonido como el del plástico cuando se derrite y cae en gotas al suelo. Las bombas se veían caer, en picada como halcones hambrientos, primero llegaba el sacudón en el suelo y poco después el sonido del estallido. Yo estaba lejos, veía desde una montaña. Sabía que estaban matando gente pero no sentía miedo, porque uno solo siente miedo cuando es uno el que está muriendo, y aunque yo ya sabía lo que era estar justo debajo de ese impresionante artefacto, seguía expectante observando la muerte desde lejos. Cuando es uno el que está delante de los cañones tiene miedo, ve la muerte de cerca y esa es ya una forma de estar muerto. Cuando es uno el que observa solo quiere ver más y esa es una forma de matar. 

 

Hacía tres noches la camioneta había pasado junto a mí. Que no me hubieran disparado me daba cierta tranquilidad al saber que no estaba en su lista. Ahora lo importante era no dejar que se confundieran, que me mataran pensando que yo era otro, porque de noche todos los hombres que huyen se ven igual. Ya andaba un poco menos angustiado, me bajé del bus y empecé a caminar hacia la casa. A lo lejos, más adelante, vi un hombre que caminaba en la misma dirección que yo, cojeaba un poco y avanzaba sin prisa. Pasó por mi lado una camioneta gris de vidrios oscuros, cuando pasó vi que era la misma que había avanzando a mi lado, sentí el viento que dejó. Se detuvo cuando llegó junto al viejo. El anciano también se detuvo. Se miraron, es decir, sé que se miraron igual como nos miramos cuando me tocó a mí. De las ventanas de la camioneta salieron varios estallidos y esta vez el sonido llegó a mí al mismo tiempo que la luz, paj paj paj. Yo seguí caminando al mismo ritmo. Tres relámpagos. Seguí acercándome sin temer. La camioneta aceleró y desapareció. El viejo no cayó de inmediato, simplemente se recostó contra una pared, se tocó las heridas en el pecho y se vio la sangre en los dedos. Fue cayendo. Se acostó bocarriba y cuando llegué me miró. No dijo nada, lo intentó pero no pudo, solo quiso escuchar lo que yo debía decir, lo dije y eso fue todo. 

 

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