Foto: Diana Chavarro
Foto: Diana Chavarro

 

Agua Viva… Agua de esperanza en tiempos de cemento

Por Luz Marina Niño

Octubre,  2025

 

 

En la localidad de Puente Aranda, corazón de asfalto y fábricas, un lugar donde la ciudad respira. Allí, en el barrio Bochica Central, donde el ruido de los buses se confunde con el silbido del viento y el aire se espesa con el olor del humo, florece una pequeña resistencia verde: la Huerta “Donde el Agua Cultiva – Agua Viva”.

 

Nadie imaginaría que, en el mismo terreno donde hace unos años se producía el asfalto que sellaba los sueños bajo capas de cemento, hoy brota la vida con una fuerza serena y rebelde.

 

El agua corre de nuevo, como si recordara su cauce antiguo. Entre susurros de hojas y cantos de pájaros, las abejas danzan sobre las flores, los niños corren a cazar mariposas. Es un oasis improbable en medio del concreto. Un milagro cotidiano que ocurre gracias a manos anónimas y persistentes que siembran esperanza.

 

La huerta no es solo un jardín. Es una historia viva de transformación. En cada bancal se teje el relato de una comunidad que decidió oponerse al abandono, al gris del “progreso” que arrasa sin mirar atrás. Aquí, los días se miden distinto, no por el reloj, se miden por el crecimiento de los brotes, por el color de las hojas y por la llegada de la lluvia. Cada rincón guarda una promesa: la de ver renacer un ecosistema en pleno corazón urbano.

 

Doña Blanca lo sabe bien. A pesar de la fractura en su brazo, llega cada mañana acompañada de su hija Johanna y su nieta Sara, con sus pasos lentos pero firmes, con su valioso aporte de residuos orgánicos, orgullosa, como quien regala la más preciosa perla, pues tiene la consciencia que aquí valen más que en el relleno, trae consigo el amor de quien entiende que sembrar es una forma de sanar. Con paciencia remueve la tierra, deshierba, riega, observa. Su gesto es simple y sagrado: la continuidad de la vida. Cuando llega el tiempo de cosecha, sus ojos se iluminan como si la infancia volviera a visitarla. Toca los cubios, las zanahorias, las calabazas con el mismo asombro con que un niño descubre el mundo. Cada bocado tiene sabor a campo, a minerales, a raíces que se niegan a morir.

 

“Desde que llegué a Bogotá no había vuelto a probar este gusto a tierra buena”, “yo que pensaba que se me había olvidado cocinar” dice sonriendo. Y en su sonrisa cabe toda la memoria de los pueblos, la nostalgia de quienes dejaron el campo, pero nunca dejaron de pertenecerle.

 

El sol, coqueto filtrándose entre las nubes y el smog, cae sobre los bancales. Parece buscar su reflejo en las hojas tiernas de lechuga o espinaca, que se inclinan agradecidas, alagadas. En la huerta, el tiempo adquiere otro ritmo: el del crecimiento silencioso, el del milagro que ocurre sin prisa. Aquí, el asfalto se rinde ante la persistencia del verde y de la tierra.

 

Las aromáticas y las plantas medicinales recuerdan a muchos las manos sabias de las madres que curaban con fe y hierbas. La manzanilla, el toronjil, la ruda, la hierbabuena; nombres que evocan remedios y rezos, tiempos en que la medicina estaba en la tierra. Los jóvenes, curiosos, preguntan cómo era beber esos brebajes tan amargos. Los mayores ríen, recordando cómo la vida también sabía a valor, a coraje y desafíos.

 

En medio del murmullo, una figura destaca: el profe Iván. Su overol, marcado por la tierra fresca, es casi un uniforme de esperanza. Llega temprano, revisa los cultivos, enseña con paciencia. No da clases: comparte saberes.

 

A su alrededor, los niños escuchan atentos cómo las semillas germinan, cómo el suelo se enriquece, cómo el ciclo del agua mantiene la vida. Les enseña que cada insecto tiene un propósito, que cada planta respira junto a nosotros. Y, sin darse cuenta, cultiva algo más que hortalizas: cultiva respeto, comunidad, conciencia ambiental.

 

 

La huerta es su aula abierta. Un espacio donde se aprende sin pizarrones, con las manos y el corazón, donde las uñas se quiebran, donde el cuerpo suda por el esfuerzo de cargar la tierra y una que otra bañada llega cuando se sueltan las mangueras. Mientras unos remueven la tierra, otros conversan de sus penas o cuentan chistes que alivian el alma. Aquí, hasta el dolor se vuelve más liviano. “La tierra escucha sin juzgar”, dice una vecina, mientras acomoda una manguera que serpentea como una vena de agua entre los cultivos. Y es cierto: la huerta no solo alimenta el cuerpo; también alimenta la amistad, la empatía, la pertenencia.

 

A la huerta acuden todos, niños, niñas, jóvenes y adultos, pero son los mas mayores, vecinos y vecinas, los que llegan a diario, a veces no van a trabajar, solo a saludar y ver si sale la cosecha para algo agarrar, bienvenidos todos pues no siempre hay que hacer, solo basta con estar y compartir.

 

Cuando el día se inclina y el sol pinta de dorado los tallos, el lugar se transforma. Los transeúntes se detienen, atraídos por los aromas que flotan en el aire. Algunos entran curiosos; otros, simplemente respiran hondo, como si ese instante bastara para limpiar el alma. El murmullo del agua y el zumbido de los insectos componen una música que solo puede escucharse en sitios donde la vida insiste. La huerta queda en calma, custodiada por la certeza de que, incluso en el descanso, la vida continúa latiendo bajo la tierra. Porque mientras haya manos dispuestas a sembrar, la naturaleza sabrá encontrar su camino.

 

La Huerta “Donde el Agua Cultiva – Agua Viva” ocupa 558 metros cuadrados dentro del Parque Agua Viva. Su espacio, aunque pequeño frente a la inmensidad de la ciudad, es inmenso en significados. Aquí se produce alimento, pero también conocimiento. Se fortalecen los lazos del barrio, se enseña sobre soberanía alimentaria, educación ambiental y biodiversidad urbana. Su vegetación atrae aves, abejas, mariposas; pequeños testigos del renacer de la vida en la ciudad.

 

Cada hoja que crece ayuda a purificar el aire, cada sombra que proyecta disminuye la temperatura del entorno. La huerta es un pulmón que late, un corazón verde que oxigena y da esperanza.

 

Bogotá, esa ciudad que a veces olvida mirar al cielo, encuentra en estos espacios un recordatorio humilde y poderoso: que el futuro no se construye solo con cemento, sino con tierra fértil, con manos dispuestas, con amor por lo que crece y que aquí se puede sembrar en lugar de importar y se aprende del valor del campesino que subvalorado es un ser fundamental.

 

En un mundo donde el progreso parece medirse en metros de concreto, las huertas urbanas son una forma silenciosa de resistencia. Son el eco de la naturaleza recordándonos que no hay muro que pueda contener la vida.

 

Cada planta que brota entre el asfalto es una declaración: la ciudad también puede ser fértil.

 

Estos espacios no solo producen alimentos; producen comunidad, conciencia y esperanza. Nos enseñan que cuidar la tierra es cuidar de nosotros mismos, que cada semilla es un acto de fe en el mañana.

 

La Huerta Donde el Agua Cultiva del Parque Agua Viva no es solo un rincón verde en Puente Aranda; es una metáfora de lo que somos capaces de recuperar cuando decidimos reconectarnos con la tierra.

 

Porque allí, donde el agua cultiva, la vida florece. Y mientras sigamos sembrando, la ciudad nunca dejará de respirar.

 

Foto: Diana Chavarro
Foto: Diana Chavarro
Comentarios: 2
  • #2

    Aura Luque (domingo, 26 octubre 2025 19:02)

    Que bella reflexión y que forma más amable y familiar de contar esta historia de barrio, fraternidad y naturaleza.

  • #1

    Mauricio Rodríguez T. (domingo, 26 octubre 2025 18:30)

    Valioso texto, que nos invita a reflexionar.