Enrique Lara

(Bogotá, Colombia)

Febrero, 2018

 

Editor, ilustrador y escritor. Director de la Editorial Independiente GatoMalo especializada en la edición y publicación de álbumes ilustrados. Su trabajo ha sido destacado nacional e internacionalmente con reconocimientos y exposiciones.

 

Entre sus obras se destacan: Hojas, Estúpido, Circo de Pulgas, Me gustan las vacas, Bzzzzzzz...!, Mi casa y Lejos de los ojos, cerca del corazón, además de otros textos literarios e ilustraciones que han aparecido en medios digitales y físicos. Ha sido docente universitario durante gran parte de su vida profesional. Actualmente participa en actividades literarias para todo tipo de público.

 

LA VISITA

Ilustración: Enrique Lara
Ilustración: Enrique Lara

Caminó sobre la hierba de la diez de la mañana, observando con desprecio las flores amarillas que hacían aún más amarilla la mañana, fue avanzando muy lentamente, como si no quisiera llegar a la casa, entrar y caminar por el corredor principal; el de las habitaciones. Como si no quisiera sentirse flotando al ritmo del reloj del final del pasillo, aquel reloj de madera con números romanos y manecillas negras que, con su interminable ritmo, parecía gritarle al tiempo y a los que lo habitaban, que muy pronto, o tal vez nunca, llegaría su fin. Pero aún peor que el desear no llegar nunca a esa casa y entrar y caminar y encontrarse con el intermitente canto del reloj, era llegar realmente a esa casa, y ver a uno u otro enfermero, que por la fuerza de la costumbre saludaba demasiado amistosamente, tanto que lo hacía desconfiar.

 

Fue consciente de que estaba en el interior de la casa -unos cuantos metros-, no por la ausencia de luz natural, ni por las monjitas que caminaban con una asquerosa parsimonia, ni por el olor a medicamentos y a viejo que se respiraba en el ambiente, sino porque se sintió arrullado o atacado por el tic tac que invadía, no sólo el corredor, sino el universo entero. Se dio cuenta de que otra vez estaba allí, caminando a ese compás exasperante e hipnótico, ya que cada uno de los pasos que daba correspondía convenientemente e indiscriminadamente a un tic o a un tac, y ya estaba desesperándose por el maldito ruido, cuando de algún rincón de sus recuerdos, desempolvó el juego de infancia de convertir a los tics en tacs y viceversa. Sin embargo, había caminado demasiado, más de la cuenta, más de lo acostumbrado, así que tuvo que volver sobre sus tics y tacs, porque en medio de su improvisación giró a la derecha donde debió seguir derecho o quedarse, así que tuvo que regresar sobre sus tacs y tics. Fue siguiendo el tictac del reloj, pero no el interno, sino el acostumbrado, recorriendo esa casa gigantesca que nunca había dimensionado. Para él la casa empezaba cuando entraba y terminaba en aquella habitación. Lo único real, se percató de que era esa su noción de esa casa, el resto podía seguir siendo imaginación. A fin de cuentas, nada que tuviera que ver con esa casa le interesaba ya, apenas era una nota en su agenda.

 

Por fin estaba en frente de la habitación y ya se le habían olvidado los tics y los tacs, precisamente en el momento en que se los recordaron los dos golpes secos que dio a la puerta, buscando meticulosamente algún "siga" ahogado entre sábanas y toses milimétricamente bien conocidas. Inesperadamente el "siga", fue sustituido por un "adelante", que contribuyó a que se debilitara la seguridad sobre su conocimiento casi exacto de la geografía de cada una de esas mañanas. No entendía si era la orografía lo que había cambiado y por eso estudió meticulosamente cada uno de los ríos con sus afluentes de respuestas planeadas o sus miradas que, como curvas de nivel, los acusaban a los dos, como culpables de esa situación que los hacía sentir muy incómodos.

 

Era otra de esas incestuosas mañanas que acordaban con las mañanas anteriores ser exactamente iguales a ellas; así, con las flores amarillas y la vida triste, con los ojos pesados y el tic tac de algún reloj. Al entrar en la habitación, y acercar una silla a la cama, y tratar de hacer un millón de malabares antes de levantar su mirada del suelo y enfrentarla a esa mirada azul y fría de su madre. Ni un "hola" se dibujó en sus caras. Ninguna sonrisa, ni siquiera una sonrisa amarilla voló de aquellos labios que ya no estaban llenos de veinte o treinta o cuarenta, sino que estaban tan vacíos como sus ochenta y cinco años humanos; de madre, y no se inmutaban ni un ápice, igual que sus ojos y su rostro blanco -casi transparente-, ante un hijo viejo, cansado de tics y tacs y cosas como esas. Era un hijo tan lejano, como aquellos días en los que todavía tenía pechos llenos de vida, que hacían que las caras de los hombres se tiñeran de deseo.

 

Eso parecía ser ella; un montón de recuerdos inestables, inseguros; retazos de secuencias del pasado que se confundían con un montón de películas viejas que vio con sus cientos de enamorados antes de casarse y tener un hijo. Eran recuerdos que a nadie le servían para nada; un cuerpo que nadie ansiaba, un deseo que ya no recordaba, y un hijo; un pedazo de ella que era aún más ajeno que las monjitas parsimoniosas que la atendían. Más hijos suyos eran los enfermeros que se preocupaban y de cuando en cuando la sacaban a pasear como a tantas otras abuelas y abuelos que eran olvidados, sustituidos por la televisión o por los juegos de video. 

 

Pero para ella él era un hijo que no tenía de ella ni la característica mirada azul; tan solo era un algo amarillo, que se presentaba los miércoles, cada vez menos amarillos que él, y que se dejaba sostener por una silla destinada a las visitas. Si no fuera por ese hijo, tal vez, su realidad sería otra; tal vez los miércoles de visita no serían tan amarillos, y sus recuerdos tendrían algún sentido, o por lo menos tendría algo que hacer esos malditos miércoles de visita; algo más que quedarse acostada viéndole la cara a un ente del que no recordaba ni el segundo nombre, ni sabía lo que hacía. Si no fuera por esa terca costumbre de visitarla. Si fuera a visitar a alguna de las otras ancianas, aquellas que sí recuerdan su vida, aquellas que si desean que las visiten... Pero éste infeliz tenía que llegar siempre a las diez de la mañana de los miércoles para quedarse allí, como en alguna estampa bucólica, porque lo único que les faltaba para llegar a serlo era la indumentaria adecuada, un perro y una vaca.

 

Este hijo solo llegaba para recordarle ese abismo de mil años; una brecha generacional insuperable, incluso para la sangre, y aún más para una mirada azul como la suya, cansada ya de tanto trajín y tonterías. Una mirada de un azul tan intenso que dolía en esos mil años que los separaban. Treinta resmas de años, archivados en alguno de los cajones del armario que se pudre en el ático de una casa vieja, más vieja que sus arrugas.

 

Y de repente esa "cosa" habla. Sí, curioso; sabe hablar y con una voz aún más amarilla que el día; que su cara. Él balbucea que ha vendido la casa, que tiene que trasladarse de ciudad y que desafortunadamente no puede costear el viaje de los dos, pero que cuando tenga los medios mandará por ella. Por último, y con un ademán más de diez veces calculado, saca del bolsillo derecho de su chaqueta una repugnante y pequeña rosa amarilla a la cual está atado un paquetico; en su interior hay un anillo de oro con un topacio amarillo, y aunque todo esto es demasiado amarillo como para ser verdad, la desgraciada cajita también lo es, como si este hombre; este hijo, esta “cosa” se hubiera puesto absolutamente de acuerdo para molestarla, porque su corbata también es amarilla y las dos palabras que pronuncia para finalizar su actuación: Feliz Cumpleaños. Así, sin signos de admiración; sin ánimo, con el desencanto propio de un ser absolutamente amarillo.

 

Ella agradece y le dice que prefiere quedarse en este ancianato porque al fin y al cabo es en el único en el que se ha sentido bien. Y mientras la monjita tiene un montón de problemas con su consciencia porque no sabe si quedarse o no con ese magnífico anillo de oro con un diamante que le ha regalado la anciana del cuarto 15, ella, en su cuarto –el número quince–, desea firmemente que ese hijo, esa “cosa” amarilla no vuelva nunca más, mientras por fin, hace planes para el miércoles siguiente.

 

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