Coleccionista de Instantes

Por Enrique Alegría Dulcamara

Enero, 2023

 

Finalmente, lo que siempre le hubiese gustado ser desde niño iba a hacer parte de su vida al llegar a los sesenta. No era simple. En principio, debía tener claro qué era un coleccionista; después, un instante. De otra parte, era ineludible tener un espacio donde conservar su colección, y no tenía que ser necesariamente un espacio físico, podía ser espiritual, mental o híbrido. Asimismo, entre otros asuntos, debía escoger los soportes apropiados para sus obras, que no fueran disonantes de los contenidos, que armonizaran. Además, teniendo espacios apropiados, debía saber cómo conservarlas pues la mínima pérdida o el más leve deterioro serían irreparables. Por último, no podía emprender la tarea sin definir los criterios, sin tener una seria y concienzuda mirada sobre los contenidos porque no todo merecería aparecer en una colección, la suya. Con ese ajedrez, y consciente de los desafíos que le esperaban, el hombre le puso pies a sus ideas.

 

Aún quedaba un asunto por resolver. Su manutención no iba a ser ningún problema porque haber ganado el premio gordo de la Nacional lo convirtió en un multimillonario como pocos. Del mismo modo, su motivación crecía porque el proyecto le haría revivir de alguna manera su afición de infancia a reunir figuritas de búhos y lechuzas en materiales diversos o de imágenes de deportistas. Pero había una pregunta a la cual no le había encontrado respuesta, la relacionada con el sentido de tener una colección de instantes, qué hacer con ellos. De todas maneras, decidió poner manos a la obra con la ilusión de encontrarle justificación en el camino ya que su tesoro, aunque se compusiera de instantes, necesitaría del infinito del tiempo y siempre sería inacabado.

 

Alrededor de las nueve de la noche, después de su habitual lectura de uno o dos capítulos de una obra literaria, se fue a la cama, apagó luces y se conectó a la radio mediante audífonos para dormirse oyendo la polémica del día. Pero no podía conciliar el sueño porque esa semana no encontró una definición justa para a él como coleccionista. En consecuencia, hizo los audífonos a un lado y se concentró en el tema. Recordó coleccionistas que no había podido olvidar. Uno de ellos, la mujer que guardaba pantaloncillos de hombres que habían sido sus novios; otro, el hombre que en un frasco de dos litros conservaba todos sus recortes de uñas de sus pies; y un tercero, el amigo que conservaba tapas de bebidas consumidas en los diferentes países visitados. En común, todos guardaban cosas concretas que, como en la filatelia, representaban historias o tenían un valor particular para cada coleccionista. De otra parte, aunque existieran en el mundo miles de coleccionistas del mismo objeto, cada uno  encontraba su forma de distinguirse de los demás. Adicionalmente, todos tenían claro para qué coleccionaban sus objetos, un asunto que le mortificaba porque él no lo había resuelto. Al cabo de tres horas de discusión consigo mismo, encontró la definición que buscaba. A diferencia de todos los que había conocido, él sería coleccionista de intangibles, de cosas abstractas, de instantes. Y, para darle su toque personal, en caso de que surgiera otro, él tendría la capacidad de concretizar sus piezas y exhibirlas como en un museo o ponerlas en escena como en un teatro.

 

En lo tocante a la palabra instante, aunque le costó una noche de sueño, fue menos complicado encontrar lo que significaría. Consultó el Diccionario de la Real Academia y varios libros de su biblioteca, incluido uno de filosofía, para quedarse con lo simple y esencial de la palabra: periodo breve, casi imperceptible, de tiempo. En su caso, él agregó otro elemento para completar el significado válido. Ese lapso debía contener una significancia vital, que sobrepasara lo convencional y no se quedara en un asunto superficial. Algo así como lo logrado por un fotógrafo frente a la inmensidad de un vídeo. Debía encerrar todo lo grandioso de una fotografía o de un poema para tener el mérito de hacer parte de su proyecto. En pocas palabras, un punto diferenciable por sí mismo en el infinito del tiempo como cada uno de los instantes que ya tenía en la memoria.

 

El jueves, después de almorzar en un restaurante de la terminal de transportes, subió al bus que lo dejaría en el histórico pueblo de Villa Paz. En la mañana del viernes firmaría el documento que lo acreditaría como dueño de una finca que había negociado en las afueras del pueblo y que haría parte del espacio que utilizaría para su colección. Se alojó en un hotel no lujoso situado a pocos pasos de la plaza. Como tenía suficiente tiempo y el clima era propicio, aprovechó para caminar, explorar el pueblo y conocerlo más. En consecuencia, regresó satisfecho pero cansado porque no estaba acostumbrado a las calles empedradas. Alrededor de las ocho se dirigió a la plaza y se sentó sobre uno de los bancos. Allí, desde el embeleso provocado por los reflectores amarillos sobre la iglesia pasó a pensar en la finca y a visualizar los cambios que haría. Él viviría en la modesta casa que siempre estuvo destinada para el guardián. La casa principal o familiar sería destinada para instalar uno de los instantes de su colección, realizar algunas actividades de rutina y guardar objetos. Además, construiría diez quioscos artesanales situados azarosamente. En cada uno colgaría un mueble de madera sobre el cual pondría unos libros. Igualmente, usaría el suelo para sembrar frutales, tener un huerto y criar gallinas. En ese estado, embriagado por su sueño a punto de concretarse, se fue a dormir.

 

Un domingo, dos o tres semanas después de haberse instalado en su finca, se bañó bien temprano y se enrumbó hacia la capital, más que con el objetivo de echarle un ojo a su apartamento en el barrio Cedritos, con la intención de encontrar y comprar algunos objetos en una tienda de antigüedades. Así lo hizo, no tardó un segundo más de lo necesario para verificar que las cosas estuvieran en su lugar, bajó al parqueadero, sacó el Mercedes Benz que le había comprado a un viejo amigo, más para ayudarle a salir de los enredos económicos que por gusto, y salió disparado hacia la tienda Cachivaches ubicada en Usaquén. De este modo, si no encontraba lo buscado allí podría rastrearlo también en el mercado de pulgas de esa localidad. Así pues, entró a la tienda y, entre piezas dignas de museos, vajillas lujosas, mobiliario antiguo, artesanía típica y afables vendedores, encontró un tocadiscos Phillips. De inmediato verificó su buen funcionamiento el cual se demostró, al roce de aguja con acetato, con el grito inicial de La pollera colorá. Preguntó el precio, una cifra elevadísima, y pagó sin inmutarse porque el negocio comprendía, como encime, dos agujas originales más. Más tarde, después de buscar en todos los rincones de la tienda de dos pisos, fue al mercado de pulgas a buscar un disco. Felizmente, encontró sin mucho esfuerzo tres ejemplares en un quiosco donde un vendedor había instalado un armario y una consola. De entre las carátulas, amarillenta la mayoría, virginales pocas, salieron los discos en vinilo de 45 RPM del sello Polydor cuyo título era Tobacco Road, interpretado por Eric Burdon. Pagó igualmente sin vacilar. Finalmente, con el contento de madre cuando ve a su primer bebé dar el primer paso, el hombre se dirigió al parqueadero del Centro Comercial Santa Bárbara, retiró su vehículo y se encaminó como TAV hacia su nueva vivienda.

 

Cuando llegó a la finca, la cuadrilla de obreros que construía los quioscos terminaba su jornada y abandonaba el sitio. Estos saludaron y se despidieron de inmediato. Continuó hasta la casa, guardó el vehículo en el garaje, descargó su compra y la colocó sobre una mesa habiéndola limpiado con una toalla de cocina. Salió un momento al frente de la casa y vio que una segunda cuadrilla, la contratada para la pista de trote, también se disponía a partir. Se despidieron con adioses de mano y gritos alegres. Unos minutos más tarde, con ropa de casa, el coleccionista inspeccionaba los trabajos realizados poniendo especial atención en el avance de la obra y en la calidad de los materiales. La pista alcanzaba ya los doscientos metros, y su acabado en asfalto era fiel a lo acordado en el contrato; igualmente el primer quiosco, a punto de terminar, con su techo en forma de sombrero vueltiao, iba quedando perfecto. Al finalizar la revista, el hombre regresó a casa, instaló el tocadiscos y puso a sonar, a todo volumen, Tobacco Road. Automáticamente, como un golpe eléctrico, bailó y cantó con el desenfreno, la locura y la energía de un adolescente. Después de repetir tres veces la canción, ya sudoroso, apagó el aparato y se dirigió a la casa que había elegido para él. Pasó a la alcoba, se sentó en el borde de la cama y sintió en su cuerpo el peso del viaje a la capital, de la inspección de los trabajos y del baile; entonces, cayó en brazos de Morfeo.

 

Soñó con el primer instante que haría parte de su colección, un recuerdo de infancia. Aquella noche, sobre el andén de la casa de los Martínez, Eutimia, con cinco o seis años de edad, era rodeada por un gran grupo de espectadores, vecinos del humilde barrio. Puede decirse que los tenía hipnotizados con su baile bajo una llovizna ignorada. Desde un viejo tocadiscos en la sala de la casa, Eric Burdon cantaba su Tobacco Road a todo timbal. El cuerpo y la voz de Eutimia se fundían con la canción de tal manera que los vecinos no podían escuchar esa canción sin imaginarla a ella con sus gestos, su rostro y sus movimientos. Su actuación reflejaba rebeldía, decisión y, de vez en cuando, conformidad. De otra parte, la admiración también porque, en esa época cuando la lengua inglesa no asomaba a las escuelas, ella pronunciaba con fidelidad. En verdad, cualquier escenario suntuoso hubiera envidiado esa puesta en escena donde los espectadores, una que otra vez, se replegaban para dar paso a los buses que se desplazaban por esa calle sin pavimento. Cuando finalizó la canción, el público pidió la repetición. Ella fue complaciente. Los esporádicos buses no dejaban de desarmar el escenario, la llovizna no cesaba y uno que otro zancudo mortificaba a los asistentes, pero el entusiasmo crecía. Repentinamente, abriéndose paso entre la gente, una mano apareció y apretó la oreja de Eutimia y la sacó del escenario con el grito de “hace más de una hora te estoy buscando, desgraciada”. Era la señora María, la madre. La niña corrió desesperada hacia su casa, la señora se marchó de inmediato, los vecinos gritaron insultos dispersándose y la calle quedó callada. Los ojos angustiados y desamparados de Eutimia, en el instante de la agresión, se grabaron para siempre en la memoria del coleccionista.

 

Unos veinte días después, se levantó bien temprano y, como de costumbre, su primera acción fue bañarse. Se puso el traje para ocasiones especiales, el azul celeste, y sin peinarse se dirigió a pie a la alcaldía con el fin de hacerle una propuesta a la Dirección Municipal de Asuntos Culturales. Antes de abandonar la finca, cruzó la carretera y echó una mirada evaluativa sobre el trabajo de los quioscos. El primero con su sombrero vueltiao más el segundo con un carriel paisa contrastaban armónicamente con el tercero que tenía una réplica en madera de la Torre Eiffel. Satisfecho con el paisaje, se alejó encontrándose con los obreros que llegaban a reiniciar sus labores. En el camino empedrado pudo observar que todas las personas fijaban sus miradas sobre su elegante atuendo y el detalle de no haberse peinado. Un poco después sonreían discretamente; eso le complacía. Antes de llegar a la oficina, una niña cruzó la calle y le ofreció una peinilla. Él agradeció sonriente el gesto de bondad y la guardó en su bolsillo. En adelante, no se peinaría más porque era una forma de sacar sonrisas escondidas, llamar la atención y hacerse distinguir.

 

Entró sonriendo a la oficina y pidió una entrevista con la directora. El recepcionista, un hombre de finos modales, le explicó amablemente que era necesario programar la cita porque la funcionaria debía cumplir múltiples tareas. De todos modos, previa insistencia, terminó siendo atendido. La funcionaria lo invitó cortésmente a sentarse preguntándole el motivo de su visita. El coleccionista, tras un bostezo cubierto con la palma de la mano, se presentó: Mi nombre es Aión Cultus, soy el nuevo propietario de la finca El Silencio y he venido con el fin de proponerle unos instantes para que usted, si lo estima conveniente, los agregue a la oferta cultural del municipio. La funcionaria, no segura de haber comprendido la propuesta, pidió ampliación de la misma. Aión, sereno, volvió a explicar enfatizando en la palabra instante. Tras esa diáfana respuesta, la directora no pudo disimular su sorpresa y desconcierto. Reaccionó con el rostro enrojecido y, con un tono de voz un poco elevado, le preguntó a Aión si bromeaba, si la estaba tomando por una tonta a la que podía tomarle el pelo y si pensaba que los funcionarios de la alcaldía estaban allí para hacerles perder el tiempo. Entonces Aión, sin perder calma, intervino y explicó que se trataba de eso, de tiempo, de no perderlo; por eso venía a ofrecerle unos instantes. Habiendo captado de nuevo la atención de la funcionaria, le dirigió una arenga sobre el significado del tiempo, hizo un recorrido teórico y conceptual que abarcó la filosofía y varias disciplinas humanísticas. Su discurso deslumbró a su interlocutora hasta hacerla sentir incompetente y anulada. Sin embargo, calmada, ella agradeció la propuesta pero manifestó no tener ningún interés. De este modo, Aión aceptó la respuesta y, en términos amistosos y amables correspondidos por la directora, se despidió.

 

Con el fracaso en su rostro y la frustración sobre su metro y sesenta y siete de su estatura, se dirigió a la plaza y se sentó al pie de la fuente central. Allí, con gesto de desaliento, no sabía si llorar de tristeza o reír por lo que, en su opinión, era la incompetencia intelectual de la funcionaria. Permaneció en el mismo sitio por más de siete horas, cual Pensador bien vestido y despeinado, mientras el tiempo se alternaba entre llovizna y sol tenue. Las miradas de los transeúntes, turistas en su mayoría, se volcaban sobre su curiosa figura. Alrededor de las cuatro de la tarde se acercó a un restaurante pues había salido de El Silencio sin tomar desayuno. Al hacer el pedido, pasó una familia entre la cual una niña, señalando hacia su mesa, haló la mano de su madre y, muerta de risa, le dijo que allí estaba el señor que no se peinaba. La escena no le disgustó sino que le sacó una sonrisa. Después de comer, pidió una cerveza; más tarde, otra y otra y otra hasta desinhibirse completamente. Comenzó a saludar a quien pasara frente a él, a hablarle con mucha confianza a los meseros y a conversar con los turistas que ocupaban las mesas cercanas. Un poco después de las siete, pagó lo consumido y pidió que le vendieran dos paquetes de cerveza. Tomó lo comprado, se dirigió al frente de la iglesia y se ubicó en un lugar visible para todos. Abrió una cerveza y comenzó a bailar al son de dos canciones que interpretaba a capela y que iba alternando: Temptations y Sex Machine. Los turistas comenzaron a rodearle. De repente comenzaron a lloverle las luces, los aplausos y las propinas que colocaban en el paquete. Al amanecer, dos policías encontraron en el andén un paquete de cervezas con las propinas al lado de una fresca y descomunal mierda de perro y de Aión tendido en el suelo, profundamente dormido.

 

Al cabo de un par de semanas, Aión hacía una revisión de rutina al vehículo enfrente de su casa; desde cuando fue a la capital no lo había tocado. Mientras hacía su trabajo, pensaba en la popularidad que ya tenía en la población. Algunos lo reconocían como el dueño de El Silencio, otros como el enemigo de las peinillas, otros como el vendedor de instantes y la minoría como el dormilón. Asimismo, la finca comenzaba a llamar la atención por los cambios introducidos. Los linderos del terreno habían sido señalados por la pista de trote y una cerca vegetal viva. La decena de quioscos, a punto de ser terminados, no pasaba desapercibida por los exóticos techos que representaban diversas culturas: carriel paisa, sombrero vueltiao, torre Eiffel, beso de novia, butifarra, estatua de la Libertad, flauta de pan y otros. Aión comenzaba a sentirse rico. En el momento que verificaba el lubricante, sintió vehículos que se estacionaban frente a su finca. Caminó hasta la entrada y grande fue su sorpresa al percatarse que era el alcalde municipal quien, acicateado por la curiosidad de conocer los cambios en la finca al igual que por los rumores que circulaban en el pueblo, decidió visitarlo.

 

Con toda la cortesía y amabilidad, Aión invitó al visitante y a su equipo de seguridad a entrar a la casa principal advirtiéndoles que contaba con pocos muebles. Antes de ingresar, al alcalde le brillaron los ojos al descubrir el flamante Mercedes Benz e hizo un comentario elogioso. Al calor de un café, el funcionario abordó el tema de los instantes que se pretendieron vender a la directora de Asuntos Culturales pidiendo una explicación. Los ojos de Aión brillaron mucho más que los del alcalde. Comenzó por aclarar que él no había ido a vender instantes sino a ofrecerlos gratuitamente para que fueran puestos en la oferta cultural del municipio. De inmediato inició su arenga filosófica sobre el significado del tiempo y de lo valioso de un instante. A medida que el discurso se desarrollaba, todos los presentes parecían estar bajo hipnosis por la riqueza verbal, de argumentos, la elegancia discursiva y el poder de convicción que se derrochaban. El alcalde se sintió confundido, incompetente y, en algunos momentos, anulado; sin embargo, sacó las palabras para manifestarle que tenía razón en todo lo que planteaba pero que, como autoridad del municipio, no podía ofrecer instantes a nadie porque lo calificarían de loco. Aión no se inmutó, volvió a ofrecer café e invitó a apreciar sus quioscos. Se detuvieron en el que tenía como techo un beso de novia con colorida envoltura, manjar típico del pueblo. Al final del recorrido, nuevamente el alcalde expresó su admiración y gusto por el vehículo. Sin pensarlo más de una vez, el coleccionista le respondió que ese carro podía tomarlo como un regalo, que él no lo necesitaba. La sorpresa de todos no se hizo esperar. No obstante, ratificó su ofrecimiento mirando al funcionario a los ojos y diciéndole que él prefería viajar en bus. Se despidieron todos sonrientes.

 

Con el paso de los días, los proyectos de Aión Cultus progresaban tanto como sus preocupaciones. Asimismo, su trabajo se había incrementado y no le quedaba un minuto un minuto sin actividad. Los quioscos se habían convertido en atractivo turístico pues los visitantes y lugareños atravesaban el pueblo para disfrutar del paisaje mezcla de cultura, naturaleza y patrimonio. De manera similar ocurría con la pista  ya que cualquier persona, sin permiso previo, podía realizar sus rutinas gimnásticas. De otra parte, algunos de los árboles de rápida cosecha comenzaban a florecer. Por otro lado, detrás de la vivienda había cultivado verduras y legumbres, y había destinado una hectárea del terreno exclusivamente para cultivar papa. Y, como lo había planeado el día anterior a la firma de la escritura, algunas gallinas le acompañaban.

 

Por lo que se refiere a sus preocupaciones y vacíos, la angustia y algo de desesperación querían invadir su vida. En primer lugar, no había hallado la razón por la cual coleccionaba instantes como tampoco sabía qué hacer con ellos. De modo accesorio, un nuevo vacío le atormentaba, en una noche de insomnio llegó a la conclusión de que todos los instantes guardados eran representaciones de hechos vividos directa o indirectamente. Es decir, que el tiempo no se podía representar de ninguna manera, que los recuerdos no eran sino representaciones de hechos y no instantes como lo había considerado. Además, las puestas en  escena de los recuerdos tampoco eran los instantes sino réplicas de los mismos. En otras palabras, nunca más volvería a ver el rostro de Eutimia. De cualquier modo, pese a las respuestas negativas en la alcaldía, ya tenía siete piezas en su colección y no planeaba detenerse.

 

En otro instante, de origen onírico, Aión Cultus dormía profundamente boca arriba en la cama de Van Gogh. Sintió el ambiente de su alcoba más agradable que de costumbre, como si una grata presencia con aroma a lavanda le acompañara. En efecto, al girar el rostro se percató de la presencia de una joven mujer desnuda que caminaba despreocupadamente, parecía exhibirse para él. La mirada de Aión quedó atrapada por los erguidos senos, pero el cuerpo de la mujer, como puerta giratoria, hizo que los ojos quedaran en la negra cabellera que terminaba en el comienzo de las nalgas. Entonces, el hombre trató de establecer contacto con la mirada mas no lo conseguía, no lograba verle el rostro. La mujer realizaba movimientos que evidenciaban su interés por seducirlo pero no se dejó ver los ojos. Al momento de despertar, a pesar del frustrado intento de contacto, se levantó muy contento por haber sido feliz, recordaba todas las imágenes. Sin embargo, la noche siguiente, la misma mujer apareció en medio de un aroma mucho más fresco y agradable. Lo primero que intentó fue conectarse a ella pero tampoco lo lograba. Ella movía su cuerpo de modo casual pero con un innegable resultado de insinuación. Al parecer, la fuerza del deseo de mirarla a los ojos se transformó en una energía que fue percibida por ella quien, finalmente, giró su rostro, lo miró directamente y despareció como en un efecto de disolución. Él recibió la mirada como la bomba de Hiroshima pues esos ojos, cargados de un sentimiento indescifrable, no eran los de un ser viviente sino del más allá. Al despertar, desencantado, se sentó al borde de la cama y pensó en el inaudito suceso. Primero que todo, era un sueño muy singular porque él sentía que sus sueños nacían de su cerebro, los sentía en su cabeza; éste, en cambio, no parecía un sueño porque lo percibía como un fenómeno externo a él, ajeno, la mujer había aparecido en su alcoba. De otra parte, se preguntaba por qué soñó dos noches consecutivas con la misma mujer y en la misma situación. En conclusión, envuelto en imágenes, emociones y preguntas, los ojos de la mujer fueron otro instante imborrable en la conciencia de Aión.

 

Retomando su proyecto, el entusiasmo del coleccionista crecía. De este modo, pese a no tener claro para qué ni qué hacer con sus instantes, el número de piezas aumentaba. Las cinco primeras tenían en común que los ojos jugaban un papel protagónico. Una de ellas fueron los ojos de un amigo de infancia que se había convertido en ladrón. En esa oportunidad, el delincuente ingresó con un revólver a un almacén de electrodomésticos, pero su acción se frustró cuando, al amenazar con el arma al dependiente, sus ojos descubrieron la mirada de su amigo de infancia. En otra pieza, Cultus asistía a la adaptación teatral del cuento Las muñecas que hace Juana no tienen ojos, del escritor Cepeda Samudio. Los ojos estáticos de la menor de tres hermanas, envueltos en un rostro ilusionado mientras hablaban del padre, se le quedaron grabados para siempre. Por último, tenía un instante que nació de un conflicto que él mismo calificó de estúpido. Comparó la imagen de los ojos del barbero en el cortometraje La mejor de mis navajas, adaptación del cuento Espuma y nada más, con la de los ojos aparecidos en el mismo cuento y le parecieron más vivos estos últimos. En definitiva, la colección crecía aceleradamente y las preocupaciones y vacíos parecían ocupar un segundo lugar.

 

Una mañana, después de una noche de discusiones consigo mismo, se levantó con la determinación de convencer a los funcionarios de la alcaldía para que sus instantes fueran incluidos en la oferta cultural del municipio. Como de costumbre, vistió con su traje azul celeste de siempre y se puso en camino. A su llegada, el amable recepcionista y la directora de Asuntos Culturales se cruzaron una mirada que encerraba complicidad. Nuevamente pidió la entrevista sin previo agendamiento y, una vez más, fue atendido. El familiar saludo cortés de la funcionaria se puso en escena. Entonces, con el aire de una firme decisión, explicó que venía a insistir en la propuesta de los instantes. La funcionaria enrojeció más que nunca y comenzó a insultar al visitante quien, asimismo, comenzaba a perder la serenidad. En medio de la discusión, llegó el alcalde y, al percatarse del tema, medió para calmar los ánimos. De inmediato, Aión lo saludó efusivamente y le recordó que, en la finca, estaba cuidándole el Mercedes Benz. El alcalde sonrió un poco y lo invitó, al igual que a la directora, a sentarse y discutir. El fruto de la reunión fue que el municipio no iba a colocar los instantes en la oferta pero le daban permiso para difundir, a propios y extraños, el estreno de un primer instante. De este modo, el coleccionista se llenó de esperanzas pues él se conocía muy bien y sabía que si había alguien en el mundo capaz de terminar lo que se había iniciado, era él. Se despidió amablemente y se disparó hacia El Silencio con un océano que le fluía de pies a cabeza.

 

Los preparativos de su debut le provocaron algo de ansiedad y le exigieron realizar algunos pendientes. El sábado, siendo objeto de burlas y risas, difundió su evento con un megáfono y unos volantes. Al caer la tarde, fue a una peluquería para hacerse el peinado afro. En la noche no durmió sino que, pincel en mano, ilustró una camiseta china con un camino desolado en la parte anterior y unas hojas de cannabis formando una flor de lis en la posterior. Muy temprano el domingo, se dio un baño sin mojarse el pelo y, desnudo, pasó a la cocina a prepararse un café. Tenía  el hábito de esperar que el agua escurriera de su cuerpo, detestaba las toallas. Su afro y su piel negra contrastaban con el muro beige de la cocina. Cuando la taza de café estuvo llena la retiró, se sentó sobre el mesón de mármol y disfrutó su bebida como en una ceremonia sagrada. Seguidamente, dio un salto y pasó a vestirse. Tomó la camisilla que había preparado y un viejo jean marrón recortado a la mitad del muslo, nunca se acostumbró a la ropa interior. Para la ocasión, tampoco usó calzado. En síntesis, estaba listo para debutar.

 

Sentado en el andén, sin un espectador, sin una persona ni un vehículo que pasaran, llegaron las diez de la mañana. La tristeza comenzaba a inundarlo cuando oyó voces que le hacían presentir la acción. Se levantó, entró a la sala, encendió el viejo tocadiscos Phillips y puso a sonar Temptations. Rápidamente hizo ejercicios de aprestamiento físico e inició su baile con el fin de que lo encontraran actuando. Sin embargo, el grupo de turistas afrodescendientes, aunque se percató del hombre que bailaba, llevaba un rumbo distinto y se alejó mostrando un poco de interés por los techos de los quioscos. Ante la escena, Aión sintió que un frío recorría sus huesos y ansias de llorar a gritos. 

 

Al cabo de  dos horas, aun cuando su optimismo estaba bajo cero, al regreso de los turistas que se detuvieron frente a la entrada para apreciar los techos, se motivó a invitarlos, en el inglés que les había detectado, a entrar gratuitamente y apreciar de cerca El Silencio. Hizo las veces de un buen guía y, finalmente, les pidió disfrutar de un instante que iba a presentarles, el cual era gratuito. Sin poderse negar, unos se sentaron en el suelo y otros se quedaron de pie rodeando la pequeña terraza. El anfitrión puso a girar el sello Polydor y Tobacco Road comenzó a sonar a todo volumen. Salió bailando con todas sus energías al tiempo que los invitados se conectaron con las primeras notas balanceando sus cuerpos rítmicamente. Durante más de diez minutos fueron testigos de una excepcional sinfonía del movimiento corporal y el canto. Cada nota y cada palabra se fundían en el cuerpo del bailador. Con ojos de admiración y bocas casi abiertas, todos se pusieron de pie al finalizar la canción y le dieron un aplauso de más de dos minutos. Entonces, el mayor de los visitantes pidió repetir la presentación. Esta vez, a la altura del cuarto minuto, Aión se quedó estático, por más de dos minutos, como una escultura viviente, con su cabeza ladeada y una mirada tan expresiva, como la que se había grabado de Eutimia, que llamó poderosamente la atención de todos. Sus ojos trasmitían tantos sentimientos como espectadores había. De este modo, podrían olvidarse de todo pero no de la expresión de sus ojos. El aplauso que recibió fue más prolongado que el anterior. De inmediato, la adolescente del grupo le preguntó si podía hacerlo de nuevo. Una vez más, el bailarín fue complaciente. Con todo el entusiasmo, todo el grupo se puso en movimiento al sonar de las primeras notas. Tan felices y agradecidos estaban que el mayor ofreció una propina de cien dólares que depositó en una mochila wayuu que portaba y la ató a la reja de la ventana. 

 

En relación a las consecuencias positivas de su debut, se reflejaron ese y todos los domingos en forma progresiva; sin embargo, un malestar empezaba a vivirse por las autoridades. Los comentarios de sus primeros espectadores en el Hotel La Plaza, donde estaban alojados, generaron una difusión voz a voz sin precedentes entre lugareños y turistas. En consecuencia, varios grupos fueron a presenciar el instante. Las propinas aumentaban. En esta medida, cada domingo las funciones aumentaban; encima, muchos espectadores acudían dos y tres veces al mismo espectáculo. En adelante, Aión fue introduciendo nuevos instantes que iba presentando aleatoriamente. Pero todo pareció complicarse cuando la directora de Asuntos Culturales y el alcalde se preocuparon porque por esos días se desarrollaba el Festival Internacional de Cine, vitrina del pueblo, pero el público prefería irse para El Silencio. Por esta razón planearon ir como espectadores del próximo instante. Así, Aión vivía las verdes y las maduras.

 

El domingo se estrenaba un instante titulado Séptima imagen de un sueño con Frida Kahlo. Aión se inspiró en la mirada de un crítico de arte que calificaba el trabajo de un pintor de apellido Rodríguez. El escenario escogido fue la casa principal. La narrativa se organizó en cinco salas correspondientes a sufrimiento, maternidad, animales, lo femenino y la sexualidad. En el gran salón había un montaje realizado por un ingeniero que instaló dispositivos que proyectaban luces de colores sobre el muro principal. Allí el espectador debía usar una especie de máscara de hierro dotada de lentes y audífonos. Además, debía oprimir unos botones. Dadas las condiciones, se inició la jornada. La gran fila esperaba impaciente. Después que dos grupos habían entrado, se descubrió que el alcalde y la funcionaria esperaban también. Aión los recibió amablemente como siempre. Primero ingresó ella. En cada una de las cinco salas que exponían réplicas de obras de Frida Kahlo, tardó alrededor de dos minutos. Cuando llegó al salón principal, se sentó en una silla confortable y siguió las instrucciones. Las dos partes simétricas de la máscara envolvieron su cabeza. Al oprimir un primer botón, chorros de luz se derramaron sobre el muro formando lágrimas. En ese momento, una voz femenina explicó, con profundas razones, por qué las lágrimas eran parte de la existencia de Frida. Sucesivamente fue oprimiendo botones que derramaban luces configurándose cada vez un universo distinto de Frida. De esta forma, las luces conformaron la obra que inspiró ese instante. Seguidamente, desaparecían todos los colores y solo quedaban los ojos con una expresión vital tan poderosa que nadie podía desprender la mirada ante la certeza de lo viviente. De otra parte, la voz, con efecto cuadrafónico esta vez, pronunciaba siete veces Frida coincidiendo con la reaparición de los colores de la obra. Así, la funcionaria salió tocada por el instante y reaccionó expresándole a Aión que no había comprendido la parte final y que, por otro lado, los temas de lo femenino y la sexualidad eran lo mismo. Posteriormente, el alcalde ingreso y su reacción no difería las impresiones de su súbdita, solo agregó que él no era crítico. En definitiva, la jornada terminó con comentarios positivos fundamentados en lo novedoso y en el hecho de que, a diferencia de otros eventos, había una vivencia y una interacción que tocaba al espectador. Durante los días siguientes en Villa Paz solo se hablaba sobre Frida Kahlo.

 

Dentro de este marco, Aión comenzaba a llenar sus vacíos. Ante todo, ya sabía que coleccionaba instantes para regalar alegría. De otra parte, encontrada esa respuesta ya no tenía que preocuparse por la segunda pues no se iba a quedar con los instantes en su finca sin darles uso. Disfrutaba, además, de sus libros, sus animales y de una alimentación natural. No obstante, no estaba satisfecho del todo porque continuaba la inquietud sobre la ambigüedad de la palabra instante asociada a recuerdo y a representación. Pero no se detuvo, el vacío no fue óbice para concretar sus deseos pues pensaba que el tiempo, el infinito tiempo, le daría la respuesta en el camino aunque fuera en un instante. 

 

En función de lo planeado, el coleccionista destinó el quiosco que tenía el Arco del Triunfo para exhibir un instante que llamó La fuerza del deseo. Instaló un televisor y, durante esa semana, veía repetidamente el episodio 4 de la serie The Twilight Zone. En español se tradujo como La dimensión desconocida. El episodio tenía como título El santuario de 16 milímetros. Aión no se desprendía del televisor viendo la repetición; de las 24 horas, dedicaba 15 a esa tarea. En el relato, una vieja actriz, Barbara Trenton, llenaba sus días viéndose a sí misma en sus filmes. Recordaba, entre otros, Un amor jamás se olvida y Una noche en París. Asimismo, evocaba pasajes con colegas como Jerry Hearns, Steve Brock y Paul Niger. Además de los recuerdos, la actriz expresaba ideas como que para el arte no pasa el tiempo. Este pensamiento alimentó su más ferviente deseo, revivir la experiencia del último film al lado de Jerry Handan. Por esta razón, la fuerza de su deseo hizo que una mañana no la vieran más en su recámara ni en su pequeña sala de proyecciones sino que la encontraran, alejándose de brazo con Jerry Handan, teletransportada a la pantalla en blanco y negro. Cuando su empleada y su amigo la llamaron, ella retrocedió unos pasos, les envió besos, lanzó un pañuelo, les dijo adiós y retomó su camino. Por su parte, Aión lloraba en esta parte cada vez que lo repetía. El domingo, los amantes de los instantes madrugaron para el estreno. Formaron la fila y, ante la tardanza, entraron a la finca. Gran sorpresa: Aión Cultus, el enemigo de las peinillas, el dormilón, el vendedor de instantes y el dueño de El Silencio no fue encontrado en la finca sino en la pantalla del televisor abrazado a Barbara Trenton, mucho más joven y radiante de alegría. Los dos, con sonrisas diáfanas, saludaron a los espectadores y se alejaron.

 

 

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Enrique Alegría Dulcamara

(Barranquilla, Colombia, 1961…) Autor de Díganles que no lo maten (novela, 2018) y Guillotinen al Abuelo (teatro, 2005). Formador y promotor de escritores noveles. Trabajos suyos ha sido antologados y publicados en diferentes revistas y publicaciones especializadas de circulación nacional.