El marrano

Por Nicolás Peña Posada

diciembre, 2021

I

 

Chillaba el marrano en el pasto, daba vueltas mientras la sangre regaba pequeñas piedritas negras, las bañaba con su color de tarde

                                     su pellejo de sandía rota.  

 

Los primos saltaban de alegría, decían: marrano hijueputa y daban vueltas.

Yo me reía con ellos, y los caballos, al fondo, pateaban las puertas de la pesebrera. 

Los caballos relinchaban, pegaban y corcoveaban encerrados, con las rodillas raspadas, queriendo salir. 

 

Nos reíamos juntos, pero también en la risa había algo de llanto por el marrano, algo de tristeza por ver su cuerpo sangrante, por ver su vida yéndose

                                                                                      yéndose a través del hueco de la aorta donde los chillidos afloraban como jazmines. 

 

Era diciembre y en diciembre es cuando más marranos mueren en el mundo, o al menos en esta parte del mundo donde se hacen asados para celebrar que llega otro año, que otro año se va, y las familias cantan juntas, cantan mientras comen chicharrón y costillas, cantan juntas: faltan cinco pa las doce el año va a terminar o algo de Guillermo Buitrago para embriagarse un poco por lo que no se hizo, por lo que se hizo, por el amor y mastican 

                                                                                                      muerden

                                                                                                      despellejan 

felices ebrios y algo desconcertados también.   

 

Era diciembre y el marrano chillaba como doscientos niños golpeados, chillaba y se escuchaba ya la pólvora en las casas vecinas y el campo todo, las montañas, la superficie de los ríos olía a pólvora y a marrano muerto y un poco a aceite Oliosoya recalentado. 

 

 

II

 

Con un destornillador, Pedro, el amigo de la tía Yolanda, le abrió el cuello al marrano. 

 

Dijo: toca ser precisos para que no se dañe la carne.

Dijo: este marrano está bueno y le jaló las orejas y lo besó

 

Yo pensé: ¿cómo alguien besa a un marrano que luego va a matar? 

Yo pensé: ese es el beso de la muerte

 

El marrano tenía un hueco en el cuello, casi un ojo por donde nos miraba y por donde nosotros lo mirábamos a él: un agujero de gusano

                                             un pozo para llegar al centro de su corazón

                                             un túnel largo que terminaba en su ano frágil y salía al mundo.

                                                                                                                               

Los primos empezaron a lanzarle piedritas mientras el marrano corría desesperado entre el pasto, con la sangre cayendo 

                                        cayendo

                                               cayendo  

 

Decían: Yuyu, Yuyu, no te vas a salvar.

 

Le habían puesto Yuyu al marrano porque sí, porque querían bautizarlo antes de verlo morir, porque querían sentir o pensar que el marrano les pertenecía, nos pertenecía a todos en la familia. Y yo con ellos grité: Yuyu, Yuyu, corre, corre mientras le lanzábamos piedritas, mientras el marrano daba vueltas en círculo, mientras los tíos tomaban aguardiente y alistaban los chamizos para prender la hoguera. 

 

 

 

III

 

El marrano estuvo corriendo durante algunos minutos, chillando, chillando, alborotado, y los caballos alborotados con él, y los patos y las gallinas y los gallos alborotados con él y los perros: Rocky, Negra, Churlo alborotados con él, dando vueltas con él, ladrando en su nombre.

 

Vi su cola girar y pensé en el cielo, en una nube, en un escorpión enroscado. 

Vi sus patas llenas de barro, llenas de tierra, avanzando en círculos y la familia rodeando al marrano, humillándolo y a la vez dándole amor porque luego no lo comeríamos.  

Vi sus orejas puntiagudas, alertas, llenas de sangre, con el beso de Pedro clavado como una cruz. 

 

Gritábamos todos, alebrestados, y era como si la muerte del marrano también fuera nuestra propia muerte; había algo de ritual, de celebración, pero también una gran tristeza, un lago enorme de tristeza por tanta muerte y por el cuerpo del marrano que alguna vez nos dio las gracias por alimentarlo y consentirlo.   

 

Pensé: matar para vivir. 

Pensé: no es justo que haya besado a quien luego iba a matar.

Pensé: es diciembre, fin de año, y mañana otro año comienza.

Pensé: para que la vida siga su curso alguien tiene que morir. 

 

Y los primos dijeron: Yuyu, Yuyu, perdón por matarte pero hoy vamos a celebrar en tu nombre.

 

 

IV

 

Yuyu finalmente se cansó de chillar y de dar vueltas. Se agotó y de un totazo cayó al piso. 

Su cuerpo fue un mensaje, una lluvia de granizo, un anuncio.  

 

Pedro y el tío Orlando se acercaron a ver si el marrano seguía vivo. 

Lo palparon, lo tocaron, le revisaron la respiración. 

 

El marrano había muerto y junto a él nosotros de a poco moríamos. 

Otro año y luego otro año y luego otro año hasta que alguien algún día nos mata.

 

Pensé: aquí todos mueren.

 

Y sus ojos abiertos olvidaban el mundo, olvidaban el círculo que hacen con el cuerpo los caballos cuando corcovean, olvidaban el propio olor de la propia vida en las porquerizas. 

 

Pero yo no iba a olvidar ese olor, ni tampoco la cara del marrano asustado frente a nosotros, ni tampoco ese zarpazo que se dio contra el mundo cuando cayó muerto.  

 

 

V

 

Las tías trajeron varios chamizos, hojas secas, palos y le prendieron fuego al marrano para quemar la piel. 

 

El mundo ese día olía a piel de marrano quemada y también olía diciembre a una larga tristeza y también olía la tierra a aguardiente y a pólvora y a sangre.  

 

Sobre Yuyu se prendió una gran hoguera que iluminó más el día e hizo que varios moscos se murieran achicharrados por el calor del cuerpo del marrano. 

 

Alrededor de esa gran fogata bailamos y cantamos con los primos, mientras el fuego se iba levantando como una ola amarilla y salada que luego nos bañaría.

 

En algún momento todos somos culpables. 

 

Y la prima Catalina dijo: que en paz descanses, Yuyu, y una lágrima salió de sus ojos vestidos de fuego. 

Y el primo Carlos dijo: Yuyu, hoy vas a estar dentro de nosotros y a alimentarnos y el agradecimiento hizo que el fuego creciera un poco más. 

Y yo pensé: Yuyu ya no nos escucha: lo hemos matado y me dieron ganas de salir corriendo, lanzarme a la piscina y quedarme unos segundos ahí, en el fondo del agua. 

 

 

VI

 

La piel del marrano se quemó y luego entre varios tíos y tías lo alzaron y lo llevaron a la mesa grande de madera donde lo iban a descuartizar. 

 

Con los primos fuimos detrás de la multitud y ayudamos a llevar baldes metálicos para echar en ellos la sangre de Yuyu. 

 

Veía la sangre y pensaba que con toda esa sangre podía pintar un pueblo entero: todas las casas, todos los puentes, las dos iglesias,  los colegios y los bares y las cantinas y las bombas de gasolina y los restaurantes. 

 

Veía la sangre y pensaba que toda esa sangre era mucha sangre para un solo marrano. 

Y pensaba también en mi sangre y en cuántos tarros metálicos podría llenar con mi sangre.  

 

Empezaron los cuchillos a ir y venir de a dos, de a tres, de a cuatro. Sonido afilado en la piel y por ahí no que lo daña decía la tía Cleotilde y el tío Antonio salud, hijueputa mientras levantaba la copa llena de aguardiente y luego se comía medio limón que maquillaba su bigote espeso. 

 

Las voces acompañaban el fiish fishh fihhh de los cuchillos y era un baile ver esos cuerpos metálicos cortar, rajar y enterrarse en la carne muerta del marrano. 

 

 

 

VII

 

Estuvimos con los primos alrededor del cuerpo de Yuyu que cada vez se iba reduciendo más y transformándose en trozos, partes que se iban acumulando en baldes y bandejas mientras la abuela Amparo con una enorme cuchara metálica revolvía el aceite hirviendo que también bailaba en la gran paila. 

 

El cuerpo se reducía y a la vez se multiplicaba. Y los sesos del marrano estaban ahí, como si todavía palpitaran, y pensé que el marrano no había muerto del todo o que solo moriría para que nosotros viviéramos. 

 

Le dije a la tía Cleotilde que me dejara cortar una parte y ella me agarró la mano fuerte, sostuvo con mi mano el cuchillo y junto rasgamos un pedazo de cuerpo. 

 

Sentí esa herida en mi piel y algo como un destello de luz corrió por mis venas, centelleando. 

Corté otra parte, y luego otra, y se iban desprendiendo los órganos del marrano que luego me comería y serían parte de mis órganos. 

 

Pensé que nada realmente moría sino que se transformaba. 

Materia en materia. 

Luz.

 

Vi otra vez su cuerpo en el pasto, reventado, muerto, y luego lo vi descuartizado, sobre la mesa, y la sangre por todas partes, y las tripas, los sesos, las orejas guardadas en cocas para luego ser adobadas y cocinadas. 

 

El cuerpo: ese animal que se multiplica. 

 

 

 

VIII

 

Del marrano no quedó mucho: unas manchas que luego se limpiaron, una oreja que lanzamos con los primos para ver quién tenía más fuerza, una pata que la tía Yenny echó en una olla con agua hirviendo.  

 

Hasta la sangre se la llevó la cuidandera de la casa de la tía para hacer con ella las morcillas del almuerzo. 

 

Todo tiene una utilidad, pensé, y me hice al lado del fogón para ver cómo se fritaba el lomo del marrano. 

 

Yuyu, dije mudo mientras el aceite salpicaba el piso y la abuela revolvía la carne muerta. 

 

Los primos ya se habían ido a la piscina y se lanzaban y le pegaban a la pelota plástica gigante y se echaban agua que se metía por la nariz y los hacía ahogarse un poco mientras el marrano se iba recogiendo, reduciendo, enroscando, llenándose de grasa, y todas sus partes vivas se volvían trozos de comida para que luego, nosotros, todos nosotros, pudiéramos comer y celebrar el año nuevo.

 

...

 

Nicolás Peña Posada, (Bogotá, 1991) Literato y Maestro en Arte de la Universidad de los Andes. Magister en Creación Literaria de la Universidad Central. Actualmente es docente universitario en la Fundación Universitaria Konrad Lorenz donde además dirige la revista Suma Cultural. Ha publicado los libros: Mi madre es la única que lee mis poemas, Cocinar no es para todos los poetas y su tesis de maestría titulada: La abuela nunca llora cuando corta las cebollas. Sus poemas han aparecido en la Antología de poesía joven de Bogotá: Pecados capitales, libro editado por ediciones Exilio, y en diferentes revistas nacionales e internacionales, entre ellas: Raíz invertida, La otra (México), Sombralarga, Otro páramo, etc. Su libro Los desiertos del hambre tuvo mención de honor en el concurso de poesía Tomás Vargas Osorio. Es coeditor y cofundador de Ruido ediciones.