Mirada sobre Díganles que no lo maten

Por Yesenia Escobar Espitia*

Octubre, 2021

 

 

 

Mmmm...Mmmm...Mmm

Mmmm...Mmmm...Mmm

 

Me siento en un sillón y pongo el tocadiscos. La música suena y me transporta a miles de universos. El color de la voz de la mujer que canta es tan claro y de una tonalidad tan dulce, que me invita a perderme en sus intersticios y a tararear con ella en una sola voz...

 

Mmmm...Mmmm...Mmm

Mmmm...Mmmm...Mmm

 

Pareciera que la escucho, pero no. En realidad la estoy leyendo. Es la voz de Joan Báez declamando un fragmento del poema de Pablo Neruda: “Alturas de Machu Picchu”. Su voz refleja a la vez la nostalgia y el ánimo de la lucha. Una lucha hermanada con la tierra, con la palabra y con el tiempo. Una lucha que se agita en la sima de la memoria, buscando estremecer nuestra jaula, para sacarnos del mutismo.  En ese instante puedo presentir lo que me espera, puedo oler las entrañas de esa aventura sin nombre, de ese encrespado viaje sobre las olas muertas de la noche, en la que cualquiera puede ser protagonista. No es para menos, acabo de embarcarme en la nave de Díganles que no lo maten sin que Enrique Alegría Dulcamara me advirtiera lo turbulenta de su travesía.

 

Empiezo el viaje con un terrible augurio: alguien ha decidido matar. Por alguna razón que desconozco y que espero descubrir al final del camino, pero ha decidido matar. Su necesidad de abrazar la muerte, de poseerla, de hacerla suya, como si se tratase de una droga imprescindible para liberarse de un peso que le agobia, más que preocuparme o sorprenderme, me genera una extraña empatía. Empiezo a creer que ese ser merece toda mi solidaridad y comprensión, porque seguramente él mismo ya está muerto. Sin embargo, necesito seguir recorriendo el camino para entender por qué murió y por qué la muerte continúa vestida en él, desfilando enseñoreada en cada página.

 

El recorrido no es difícil, en cada hondonada, depresión o barranco encuentro una serie de giros narrativos que me llevan del dolor a la rabia, de la tristeza a la alegría, de la melancolía a la ternura. A cada lado de mi senda, un hilo de copiosos guayabos, mangos, robles, almendros, matarratones, entre muchos otros, me ofrecen su compañía, su sombra, sus colores y el dulce aroma a fruta madura que recrea el olor de mi Caribe. Sin duda, este elemento hace de la novela una genuina obra pictórica de la Colombia que vive junto al mar, junto al río, junto a la ciénaga salobre que danza cumbia y “carnavalea” todo el año, porque la vida, con todo y muerte, no deja de ser un carnaval.

 

No obstante, como si nada pudiese hacer más mágico el viaje, Enrique emplea la música como coartada para hacer que el lector se imbuya en una sinfonía distorsionada, que bien podría ser parte del repertorio de una fiesta de pueblo en la Costa Atlántica o de un elegante buffet en un Club de “alto turmequé ” en Bogotá. Sus melodías transitan por cada uno de los rincones de la historia de la música popular colombiana, de la protesta latinoamericana, de la música pop o disco de los 80, o del sabor del son cubano y luego transportarnos a una hermosa pieza de música clásica. Toda la novela es en sí misma un canto; llena de tanto ritmo, que es imposible no detenerse en algunos de sus parajes, para levantarse a bailar.  El llanto del acordeón, el zumbido de la maraca, el rastrillo de la guacharaca, el latir del corazón de la caja, son sonidos palpables durante todo el recorrido. Sonidos que hacen del relato una inigualable experiencia sonora que el lector podrá vivir a través de sus ojos.

 

Evidentemente, esa lección de apreciación musical denota un vaso comunicante con la obra de Cortázar, que muchos toman como referencia, pero pocos se arriesgan a emular con acierto. Esto hace de Díganles que no lo maten un bien logrado experimento que no sólo es capaz de tocar las fibras más sensibles del lector, sino de llevarlo a explorar el lenguaje utilizando todos sus sentidos. Por otro lado, se encuentra la otra música, la de la calle, la de la presencia vivaz de la ciudad bulliciosa que grita a todo pulmón: “¡Estoy viva y soy un personaje más en esta historia!”. De hecho, aunque la novela nos traslada de un paisaje rural a otro urbano, en un vaivén de transformaciones y tragedias humanas, siempre la ciudad emerge con su polifonía de colores, olores, sabores y sonidos para que la degustemos lentamente en cada tránsito.

 

Evidentemente, esa lección de apreciación musical denota un vaso comunicante con la obra de Cortázar, que muchos toman como referencia, pero pocos se arriesgan a emular con acierto. Esto hace de Díganles que no lo maten un bien logrado experimento que no sólo es capaz de tocar las fibras más sensibles del lector, sino de llevarlo a explorar el lenguaje utilizando todos sus sentidos. Por otro lado, se encuentra la otra música, la de la calle, la de la presencia vivaz de la ciudad bulliciosa que grita a todo pulmón: “¡Estoy viva y soy un personaje más en esta historia!”. De hecho, aunque la novela nos traslada de un paisaje rural a otro urbano, en un vaivén de transformaciones y tragedias humanas, siempre la ciudad emerge con su polifonía de colores, olores, sabores y sonidos para que la degustemos lentamente en cada tránsito.

 

Ahora bien, vale aclarar que cuando digo transitar la ciudad no hago referencia al ejercicio metafórico de imaginar las calles, el paisaje urbano y su dinámica veloz, no. Me refiero a la acción, propiamente dicha, de “meterse al cuento” y caminar; atravesar las calles en medio del alboroto de los vendedores ambulantes y la vocinglería de los negocios, mientras el lector, que ahora es un personaje más, intenta seguir la conversación de los protagonistas de la escena. Esta sensación, que el autor logra generar con genialidad y maestría en el lector, no es exclusiva de los espacios abiertos. En espacios tan íntimos como la alcoba, este logra filtrarse en la escena, sentarse frente al televisor y sentir en vivo todo lo que ocurre mientras desfilan las imágenes, creando una verdadera conexión entre el lector y el texto.

 

Seguramente podría decir aún más de la novela. Hablar por ejemplo de la forma en que Enrique Alegría Dulcamara desarrolla una cartografía de la realidad colombiana y latinoamericana. Del duro retrato de la marginalidad social representada en cada uno de sus personajes, quienes se muestran marginados en varios sentidos. De la violencia kafkiana presente a lo largo y ancho de la novela, tanto en el relato como en el lenguaje. De la sublime referencia a Juan Rulfo en torno a la realidad de las luchas campesinas. De la alusión permanente a la muerte que evoca la figura de Octavio Paz, entre otros tantos elementos que hacen de esta historia un enriquecido manojo de aventuras que parecen nunca acabar. Pero no quiero entorpecer su excursión, ni condicionar su tránsito por los vericuetos de este paseo narrativo. Prefiero seguir en mi sillón, dejando volar mi imaginación con la agudeza de todos los sentidos, mientras ustedes se dejan llevar sin temor y comienzan su propio viaje. 

 

* Yesenia Escobar Espitia

Magíster en Estudios Literarios, Universidad Nacional de Colombia

 

 

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Sobre Díganles que no lo maten

Por Carlos de la Hoz Albor**

Octubre, 2021

 

El paisaje colombiano contemporáneo, erizado de crudas noticias originadas en una cotidianidad cruzada por factores de índole diversa que desembocan en la  violencia, es el telón de fondo de la novela de Alegría Dulcamara. Detrás de los personajes, con nombres como Fabían (con tilde en la i y no en la a), su hermanita Susana, Darío Terranova, Jaime García, Efraín Romeos, Julieta Marías, don Federo, Apugno y Uribio Álvarez, entre otros,  el lector puede observar elementos que le resultan familiares, pues ha convivido con ellos por décadas y décadas, ya porque los ha padecido, ya porque ha tenido noticias de ellos a través de los medios masivos: las fosas comunes, los indigentes asesinados por trabajadores de una universidad para que sus cadáveres sean diseccionados por los estudiantes de medicina, las mujeres atacadas con ácido, los escuadrones asesinos de un tal Uribio Álvarez, Soacha y, grato corolario, el acuerdo por una paz estable y duradera.

 

Sin embargo, nuestro autor parece conocer bien la lección de García Márquez acerca de la novela de la violencia y lejos de hacer de su historia un “inventario de muertos” más en la ya larga lista que exhibe la literatura colombiana, le agrega elementos como el humor, la música, las alusiones literarias e intercala técnicas de los medios de comunicación y de otros géneros literarios como el teatro y el resultado es una lectura placentera en la que, desde la primera página, uno se interesa por saber cómo va a terminar la vida de ese protagonista culto (tal vez lector de Thomas De Quincey) que, sin que se lo pidamos, nos confía que ha decidido matar a alguien y nos hace partícipes de la voracidad de su pulsión.

 

Díganles que no lo maten va del campo a la ciudad y de la ciudad al campo y al lado de esa permanente muda espacial, eficazmente lograda y bien descrita por demás, hay otro elemento destacable en su trama: las abundantes referencias musicales y la inclusión completa o parcial de letras de canciones que  actúan como banda sonora en la vida de los personajes. Joan Báez, Juancho Polo Valencia, Julio de la Ossa, Pablo Milanés, Rubén Blades, Rolando Laserie, Los Bee Gees y Joe Arroyo suenan a todo volumen en estos diecisiete capítulos narrados en un lenguaje sugestivo y en los que hallan recompensas generosas tanto el lector como el melómano.

 

** Carlos de la Hoz Albor

Escritor y educador colombiano

 

 


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