Diego Niño

Octubre, 2018

 

(Bogotá, 1979). Hizo estudios en matemática en la universidad Nacional de Colombia. Autor del blog Tejiendo Naufragios del diario El Espectador y columnista del portal Panorama Cultural. Ganador del XVII Concurso Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán, Primer Concurso Literario Guillermo Meneses y de las maratones de cronistas de Rock al Parque y de La Semana por la Paz. Además del libro de cuentos, La Noche es una Niña Traviesa (Cúcuta, 2017), sus cuentos han aparecido en antologías en Estados Unidos y España.  

 

Juliancito

A Pilar Hernández, quien me regaló esta historia un sábado lluvioso.

  

 

Miguel monologaba al tiempo que contemplaba la pista de aterrizaje que estaba cubierta de una neblina densa. Hablaba cerca de la oreja de Alejandro, para que sus palabras no las devorara el ruido de los aviones que deambulaban por la pista. Alejandro se sacaba la tierra de las uñas con la punta de la navaja mientras Miguel narraba aventuras que parecían delirios de libretista de telenovela: mujeres altas, rubias, lloronas, inestables, con tres hijos de diferentes padres. Entre la neblina emergió un manchón que se fue compactado hasta que se materializó en un carro que tiraba de una jaula de rejas amarillas en cuyo interior llevaba las maletas del vuelo de Nueva York. 

       —Mosca que viene don Jaime —dijo Alejandro al tiempo que guardaba la navaja en el bolsillo del overol.

       —¿Qué querrá ese viejo marica?

       Del carro bajó un hombre pequeño, con un bigote delgado que le hacía ver más redonda la cara. Llevaba los audífonos de seguridad en el cuello como los llevaban Alejandro y Miguel. Tenía el overol con la cremallera abierta hasta la pretina del pantalón y tenis en lugar de botas de seguridad. Hurgó en la jaula hasta que encontró dos huacales que llevó a la puerta del hangar, donde esperaban Alejandro y Miguel. 

       —Póngase pálido —gritó don Jaime al tiempo que levantaba las dos manos para entregarle los huacales a Miguel—. Lea primero y luego haga el procedimiento —Dio dos pasos en dirección de la jaula. Se detuvo. Regresó—. ¿Sabe leer inglés? —le preguntó a Miguel y soltó una carcajada cortante. Reemprendió el camino sin dejar de reír. Se subió al carro que se diluyó en la neblina como una gota de tinta que desaparece en el agua.

       Miguel le dio un huacal a Alejandro. Entraron al hangar y cerraron una puerta enorme, como de caja fuerte, para que no se colara el escándalo de las turbinas. Dejaron los huacales sobre un mesón metálico de dos metros de largo. Cada uno se sentó en una silla de rodachines y espaldar alto. Alejandro leyó atentamente la nota pegada en la pared del huacal. Extrajo un pinscher que le cabía en la mano. Dejó al animal sobre la superficie metálica. Sacó una botellita y una jeringa de una lonchera verde. Metió la aguja en la goma que coronaba el pico de la botellita y llenó la octava parte de la cánula. Aplicó la inyección con delicadeza, como si temiera hacerle daño al perro. Miguel lo contempló sin parpadear, como si fuera testigo de una operación de corazón abierto. Giró la silla para quedar frente al otro huacal. Sacó una lonchera igual a la de Alejandro.  

       —Jaime hijueputa —refunfuñó. Extrajo con las dos manos a un French Poodle que tenía una mancha en el pecho—. Imagino que su madrecita también hablará inglés —murmuró entre dientes.  

       —Lea la nota antes de hacer el procedimiento, como pidió don Jaime. —dijo Alejandro, que observaba las acciones de pie, muy cerca de la espalda de Miguel. 

       Miguel acercó la cabeza a la nota. Pasó los ojos sin leer una sola palabra. Movía la cabeza de arriba abajo como si confirmara una sospecha. 

       —Todo bien: si no sabe inglés hay un diccionario allá. —Alejandro señaló un escritorio. 

       —No sea sapo. —Miguel dejó al perro sobre el mesón y llenó la cánula hasta la mitad.

       —No sea terco: saque el diccionario, lea y después aplica la dosis. 

       Alejandro intentó acercarse a la jaula para leer, pero Miguel lo empujó con el hombro. Se miraron a los ojos. Alejandro levantó las manos y dio dos pasos hacia atrás. Miguel desocupó la cánula en la pierna del poodle.

       —¡Qué hace, marica! —gritó Alejandro dando un paso hacia Miguel, que lo miró con violencia. Miguel corrió el French con la mano, como si fuera un trasto viejo. Caminó a la puerta que abrió con esfuerzo. 

       El ruido de los aviones le golpeó la cara como una bofetada. Sacó una cajetilla del bolsillo de la camisa. Le dio dos golpes para que saliera un cigarrillo, lo apretó con los labios y lo encendió haciendo un nido con las manos. Lanzó una bocanada de humo que se enroscó con el viento que mecía las aeronaves que parecían pelícanos con las alas extendidas. 

       Minutos después regresó al hangar. Alejandro dormitaba con los audífonos a todo volumen. El pinscher temblaba ligeramente, como si tuviera frío. Golpeó en el hombro de Alejandro, que abrió los ojos asustado. Señaló el perro con el mentón. Alejandro se quitó los audífonos. El pinscher estiró las patas delanteras, arqueó la espalda y tensó las patas traseras. Bostezó. Miró a todo lado. Apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, se saboreó, lanzó un suspiro y cerró los ojos.

       —Listo el pollo —dijo Alejandro satisfecho—. ¿Y el suyo?

       Miguel miró al French que parecía un tapete viejo. Se acercó con pasos lentos, le empujó una pata con la punta de los dedos. No se movió. Chasqueó los dedos, aplaudió, gritó sin que el animal se inmutara.  

       —Este marica perro se murió —susurró Alejandro a su espalda. 

       Miguel se puso pálido.

       —Le dije que le aplicara la cuarta parte —gritó Alejandro. 

       —¡No sea sapo!

       —Mató el perro —susurró Alejandro. Dio dos pasos atrás, apretándose la cabeza con las dos manos.

       Miguel puso la oreja en el pecho del French al tiempo que ponía el dedo en sus labios para que Alejandro no hiciera ruido. Escuchó con los ojos cerrados. Se levantó. Contempló al perro. Se rascó la nuca con desesperación. 

       —¡Jueputa vida! —Miguel escupió cada sílaba. 

       Miguel caminó de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Sacó un cigarrillo que apretó en los labios sin encenderlo. Se rascó la coronilla varias veces y puso la oreja en el pecho del perro con el cigarrillo apretado entre los labios. Se levantó segundos después. Miró a Alejandro. 

       —¿Qué hago?

       Alejandro callaba sin saber qué decir. Estaba petrificado. Miguel encendió el cigarrillo y lo fumo con caladas largas. Cuando quedaba la mitad del cigarrillo, sacó otro y lo encendió con la colilla del primero. 

       —¡Ya sé! —gritó Alejandro—: coja su moto y busque otro perro en las veterinarias de Álamos. Todos los French son iguales. Sólo hay que buscar uno del mismo tamaño y listo el pollo.

       Miguel no lo pensó dos veces: metió el perro en una bolsa de basura que introdujo en un morral. Salió del hangar, corrió al parqueadero, encendió la moto y se fue.

       El trancón de la Avenida El Dorado era interminable. Entre la fila de carros, caminaban vendedores ambulantes que ofrecían bayetillas, cigarrillos, helados y bebidas energizantes. Sus pregones se perdían en la algarabía de pitos que parecía rasguñar la llovizna que empapaba los vidrios. Miguel se subió varias veces al andén, esquivó vendedores y baches, gritó a ancianas que se apoyaban en bastones. Manejaba con los brazos tensos y las manos sudadas. Recordó la nota cuando tomó una calle que parecía un camino de herradura. Debió hacerle caso a Alejandro: sacar el diccionario, traducir las palabras, seguir las instrucciones. O debió pedirle el favor que tradujera la nota. ¿Cuál era el problema de que no supiera inglés? Todo había sido culpa del hijueputa de Jaime, que lo toreó con su frase hiriente y su carcajada marica. El fango le salpicaba las piernas que estaban igual de tensas que los brazos. Maldijo, le gritó a una señora que lo cerró por esquivar un bache. La mujer le hizo una señal obscena con la mano derecha y continúo su camino. Miguel frenó. Vio el carro que se sacudía como una canoa en un mar picado. Estuvo tentado a regresar al aeropuerto para leer la nota. Pero lo detuvo la certeza de que se encontraría con Jaime. Tendría que explicarle lo sucedido.

       —¡Ni mierda! ¡Jaime hijueputa! —Gritó. Puso primera, soltó el embrague y aceleró. 

       Diez minutos después estaba frente a un centro comercial con más hierro que concreto. Giró a la izquierda encontrándose de frente con un bar en el que tronaba champeta a pesar de que eran las diez de la mañana. A su lado había un asadero de pollos con un payaso sentado en la primera mesa, un sex shop con una mujer que barría la entrada, un centro odontológico que prometía mejorar la sonrisa en media hora y una tienda de mascotas. La señora de la tienda se indignó cuando vio que Miguel sacó el perro de una bolsa de basura. Lo amenazó con llamar al DAMA cuando intentó explicarle con el perro colgando de su brazo derecho como una toalla vieja. Prefirió salir en el momento en el que la mujer tomó el teléfono al tiempo que lo miraba a los ojos. Encendió la moto y se fue sin saber qué hacer. Avanzó despacio, contemplando locales de ropa, un centro de estética, un piqueteadero y una tienda de mascotas en la que sólo vendían gatos. Llegó a un parque en el que los niños corrían entre los gritos de las profesoras que los atajaban como si fuera un grupo de gallinas sueltas. En la siguiente cuadra encontró una tienda de mascotas. En la puerta estaba recostado un muchacho de cabello largo, tatuajes en el cuello y expansiones en las orejas. El local era pequeño, con una vitrina en la que había collares para perros, cajetillas de cigarrillos, botellas de aguardiente desocupadas y galletas para perros. Al fondo había un escritorio sobre cuatro hileras de ladrillos, un teléfono y una jaula en las que dormían un cachorro de pitbull.

       Miguel le dijo que necesitaba un French Poodle del tamaño del que llevaba en la maleta. El vendedor lo escuchó moviendo la cabeza como si aprobara cada palabra. Miguel sacó el perro de la bolsa de basura y se lo entregó al muchacho, que lo tomó como si fuera el trapo de bajar la olla. 

       —Qué paila —dijo el vendedor hablando hacia adentro, como si no quisiera que se escapara el aire de sus pulmones—. Este man se murió.

       —Eso lo sé. Por eso quiero otro igual.

       —¿Para qué quiere otro?

       —Sisas.

       El vendedor pegó la nariz al lomo del animal.

       —Este man huele bacano. ¿Qué le echó?

       —Hermano, no quiero ser grosero, pero quiero saber si tiene un perro igual. —Lo dijo despacio pero sin disimular el malgenio.

       —Paila. No vendemos French.

       —¡Jueputa!

       —Pero no se azare; todo bien… espere llamo al Vueltas Bravas.

       —¿A quién?

       —A un parcero que le puede ayudar.

       Habló por teléfono durante quince minutos. Carcajeaba, golpeaba el escritorio o se palmoteaba la pierna derecha. Miguel le señaló el reloj. El hombre levantó la mano haciéndole entender que no tardaría. Lanzó la última carcajada que le causó un ataque de tos. Colgó completamente ahogado. 

       —Llega en cinco minutos —dijo después de reponerse. 

       Vueltas Bravas llegó en un carro que era un sonajero de latas oxidadas y tornillos sueltos. Las ventanas no tenían vidrios y las puertas traseras estaban amarradas con alambres de púas. Se bajó con movimientos de pianista que desentonaban con su aspecto: sin camiseta, un tatuaje de Lucifer en el pecho y cadena de acero en lugar de cinturón. Metió medio cuerpo por la ventana de  atrás. Del asiento tomó dos French que bostezaban. Los dejó en el piso, se limpió la mano en el pantalón y se la ofreció a Miguel, que la apretó con una mezcla de asco y desconfianza.

       —¿Cuál le sirve? —Señaló a los perros que olfateaban sus pies.

       El vendedor puso el cuerpo del French muerto al lado de los otros perros. Subía y bajaba el cadáver hasta que las piernas quedaron rectas y las patas rozaban el piso. Miguel y Vueltas Bravas inclinaron la cabeza y apretaron los ojos para medir las alturas. Los dos perros eran más pequeños que el muerto.

       —Mejor el segundo —sentenció Vueltas Bravas.

       Los tres movieron la cabeza como si respondieran a una pregunta.

       —El problema es la mancha en el pecho —dijo el vendedor.

       Miguel se rascó la nuca. No lo había pensado: la dueña se daría cuenta apenas lo viera. Continuó rascándose la nuca mientras caminaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. El vendedor lo contemplaban con los brazos cruzados (el cadáver del perro apretado entre ellos). Miguel se detuvo. Le brillaron los ojos. Sonrió. 

       —¿Fuman? —preguntó.

       Los hombres se miraron a los ojos.

       —Mi abuelo tenía la barba amarilla de tanto fumar. Yo creo que se amarillaría el pelo del perro si le echamos humo de cigarrillo.

       —Pero eso se amarilla con los años, no con un plon —afirmó el vendedor.

       —Nada perdemos con intentarlo —suplicó Miguel. 

       —Entonces, ¿lo pegamos? —preguntó Vueltas Bravas al tiempo que sacaba del bolsillo trasero del pantalón una hoja de periódico que desenvolvió lentamente hasta que emergió un moño de marihuana. 

       —Perdonen, pero no le jalo a esa huevonada —respondió Miguel asustado.

       —Este man es severa copita de soflán —dijo Vueltas Bravas y soltó una carcajada que contagió a su compañero. Rieron hasta que el vendedor le dio un ataque de tos. 

       Encendieron los cigarrillos que les ofreció Miguel. Cada uno echaba una calada y soplaba con los labios pegados al pecho del perro que ladraba cada vez que lo alzaban del piso. Miguel tenía que reprimir las náuseas. Los otros hombres no tenían problema. Hasta parecían divertirse con el experimento.

       Al final dejaron el perro en el piso y le examinaron el pecho que no cambió de color. Miguel levantó los hombros. Preguntó por el precio del perro.

       —Cien lucas —respondió Vueltas Bravas.

       Miguel quiso regatear, incluso pelear, tal vez insultarlos, pero prefirió meter la mano en el bolsillo, sacar los billetes y dárselos a Vueltas Bravas. Miguel metió al perro en la maleta y cerró la cremallera con cuidado. El perro se sacudía, ladraba, se sacudía de nuevo. Encendió la moto. 

       —¿Qué hacemos con este? —preguntó el dueño de la tienda con el cadáver del perro en su mano derecha. 

       —Hagan lo que les dé la puta gana —respondió Miguel y arrancó a toda velocidad. 

       Regresó por el mismo camino, esquivó huecos, carros varados, trancones y charcos. En su espalda el perro ladraba cada quince segundos. Los ladridos lo ponían tenso. 

       Cuando llegó al aeropuerto Alejandro tenía cara de tragedia. 

       —Vino don Jaime y preguntó por usted y por el perro. Está hecho una furia. Mejor no de cara. 

       —¡Cómo que no le de cara! ¿Es huevón o qué?... Acá está el perro —Miguel levantó el French con la mano derecha. Las patas colgaban y la cabeza miraba en todas las direcciones—. ¿Dónde está don Jaime? 

       El perro ladró. 

       —Don Jaime está hablando con la dueña.

       Miguel metió al animal en el huacal y se fue con pasos decididos. Caminaba con el huacal en la mano derecha y la izquierda entre el bolsillo del overol. Diez minutos después Miguel y el perro entraron a la zona de entrega de equipajes. Frente a la primera banda había un puñado de muchachos que narraban los detalles del viaje. De repente sonó una alarma y la banda empezó a moverse. Del rectángulo de la pared emergió una maleta con la cremallera abierta. Atrás venía un pantalón negro, después un bóxer, un tubo de crema dental, una botella de aguardiente y un jabón. 

       —Ahí viene el jabón con pelos de Gutiérrez —gritó uno de los jóvenes. 

       Soltaron una carcajada estruendosa. Vaciló un muchacho de cabello largo. Tenía las mejillas completamente rojas. Dio dos pasos.        Se detuvo. «Hijueputas», les gritó a los muchachos que carcajearon más fuerte. Fue por la maleta entre la rechifla de sus compañeros.

       —¡Sepúlveda! —gritó don Jaime, que estaba al lado de los baños. A su lado una señora. Repetía «Juliancito», entre sollozos. Sorbía por la nariz, sollozaba, repetía el nombre, volvía a sorber. 

       Miguel caminó hacia ellos. La señora abrió los brazos como si quisiera abrazarlo, pero los cerró para tomar el huacal con las dos manos.

       —¡Este no es Juliancito! —gritó después de observar a través de las rejas.

       El perro ladró. 

       —¡Cómo que no! —Se defendió Miguel—. Ni siquiera lo ha sacado para saber si es él.

       —No es necesario: sé que no es Juliancito. —El perro continuó ladrando. El huacal se movía entre las manos de la señora.

       —Disculpe: ¿este es el huacal de su perro? —terció don Jaime.

       —¡No es un perro! ¡Es Juliancito! —A la mujer se le quebró la voz y empezó a llorar desconsolada, como si hubiera esperado ese momento para desahogarse. Dejó el huacal en el piso. 

       Miguel y don Jaime la contemplaban sin saber qué hacer. El perro ladraba con insistencia. Don Jaime tocó el hombro de la señora con la punta de los dedos.

       —Cálmese, por favor.

       —¡No me diga que me calme! —gritó la mujer. Lo miró con rabia y se entregó a un llanto descontrolado del que salió minutos después. 

       Don Jaime le preguntó bajito, casi en susurro:

       —Disculpe, señora. ¿Este es el huacal de Juliancito?

       El huacal se sacudía por los movimientos del perro. 

       —Sí señor.

       —¿Esta es su firma? —Señaló un garabato en la esquina inferior derecha del papel que estaba pegado en la pared del huacal.

       —Sí señor. Pero él no es Juliancito.

       —¿Cómo sabe que no es? —preguntó Miguel sin disimular su rabia.

       —Porque Juliancito está muerto.

 

***

 

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