Día del Campesino

La lucha eterna por la tierra y la dignidad*

Por Sofía López Mera

Abogada y periodista de Justicia & Dignidad

Junio, 2025

 

 

En el Día del Campesino, Colombia se pone el disfraz de la fiesta para honrar a los que trabajan la tierra y pierden hasta la dignidad en el intento. Este país que se enorgullece de su campo, ha convertido al campesino en un mártir de la resistencia y un sobreviviente del despojo. Pero, atención, esta vez la música suena diferente. Con Gustavo Petro en el poder, parece que al fin alguien se acuerda de que sin campesinos no hay patria, y que sus derechos no pueden ser solo palabras gastadas. Mucho queda por hacer, claro, pero abrir esa ventana ya es un milagro en esta Colombia que siempre miró al campo con indiferencia y desprecio.

 

Durante el siglo XIX, Colombia decidió cambiar su modelo económico. Adiós a la explotación minera —esa vieja fiebre de oro—, y hola a la agricultura. Pero no a la agricultura para todos, sino a la agricultura de despojo, arriendo y terraje. Fue en ese siglo cuando el campesino y el indígena dejaron de ser dueños y se convirtieron en simples piezas de una maquinaria agrícola que los trató como fuerza de trabajo barata, sin rostro ni nombre. Los resguardos indígenas desaparecieron, se parcelaron sin piedad, y el indígena perdió hasta la identidad, tornándose en un campesino sin tierra, sometido al terraje, sin tierra y sin voz.

 

No era la primera vez que la tierra generaba conflictos, pero sí la que empezó a delinear las líneas de un conflicto que aún hoy hace eco en nuestras montañas y valles. La entrega de baldíos a terratenientes entre fines del siglo XIX y principios del XX creó el latifundio, esa monstruosidad que es raíz, tronco y ramas de todas las heridas sociales. Para el sacerdote jesuita Javier Giraldo, esa obsesión por la tierra, el acceso a ella, fue el detonante principal del conflicto armado que empezó a germinar.

 

Desde la década de 1920, los campesinos colombianos —esos mismos a los que durante siglos se les había explicado que la tierra era de Dios pero que, curiosamente, siempre terminaba escriturada a nombre del patrón— comenzaron a impacientarse. A través de movilizaciones agrarias, empezaron a exigir no ya el cielo, sino algo más terrenal: el derecho a la propiedad sobre la tierra que trabajaban, y a no ser considerados meramente como músculo barato al servicio de los terratenientes. Por aquellos días, en Córdoba, surgieron núcleos organizativos como el Baluarte Rojo de Loma Grande, San Fernando, Canalete y Callejas. Para 1928, Colombia, tan temerosa del comunismo como amante de los títulos de propiedad, ya contaba con el Partido Agrario Nacional, la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria y el Partido Socialista Revolucionario —este último, para más escándalo, germen del temido Partido Comunista Colombiano—. Como quien dice, el campo había dejado de ser mudo.

 

Con la Gran Depresión de 1929, que hundió a los banqueros gringos pero terminó ahogando al campesino colombiano, la protesta rural se encendió. En Sumapaz, Viotá, el Tequendama y Córdoba, la tierra dejó de sembrarse en silencio. Nacieron las Ligas Campesinas, los Sindicatos de Obreros Rurales y las Unidades de Acción Rural. En 1942 nació la Confederación Campesina e Indígena, símbolo de una resistencia que la violencia posterior intentó apagar a sangre y fuego. Con la crudeza del denominado periodo de la violencia en Colombia las organizaciones campesinas fueron diezmadas, y para la década del cincuenta solo sobrevivía la Federación Agraria Nacional (Fanal), fundada con el apoyo de la Iglesia Católica y la Unión de Trabajadores de Colombia.

 

Existieron varios intentos gubernamentales para conjurar el problema del acceso a la tierra, mediante la expedición de leyes de Reforma Agraria. El problema nunca se resolvió, porque cada iniciativa fue contrarrestada por intereses económicos y políticos contrarios que empantanaron y volvieron inocuos los proyectos que se adelantaron.

 

La Ley 200 de 1936, obra de López Pumarejo, intentó meterle mano al problema de la tierra en plena crisis económica. Se trataba de sanear títulos, proteger colonos y permitirles volverse dueños tras cinco años de posesión. Pero los terratenientes pusieron el grito en el cielo. Resultado: la Ley 100 de 1944, una contrarreforma disfrazada de ley de aparcerías, alargó el plazo a quince años y les devolvió el control. Así, la primera Reforma Agraria terminó siendo letra muerta, los campesinos fueron expulsados y los latifundios, preservados como si nada.

 

En el contexto de la Guerra Fría, el gobierno de Alberto Lleras Camargo impulsó la Ley 135 de 1961 para frenar el avance de los movimientos campesinos. La reforma buscó mejorar las condiciones del campo mediante la redistribución de tierras, el apoyo a zonas de minifundio y la creación de instituciones como el INCORA, el Consejo Social Agrario y el Fondo Nacional Agrario.

 

Las primeras guerrillas surgieron como formas de autodefensa campesina: liberales en los años 40 y 50, y comunistas en los 60. En el fondo, su origen estuvo ligado al problema no resuelto del acceso a la tierra y al fracaso de una reforma agraria real, lo que dio pie al conflicto armado en Colombia.

 

La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), creada en 1967, fortaleció la lucha campesina, pero el poder aliado con los terratenientes bloqueó cualquier reforma real. Con Misael Pastrana en el gobierno, se detuvieron los intentos de reforma agraria. En 1972, el Pacto de Chicoral entre el Estado y los terratenientes frenó la movilización campesina, frustró la redistribución de tierras, concentró la propiedad y aceleró el despojo de campesinos.

 

La Ley 1 de 1968 amplió las causas de expropiación y reguló la Unidad Agrícola Familiar. Durante el gobierno de Pastrana (1970-1974) se promulgaron las Leyes 4 y 5 de 1973, alineadas con el Pacto de Chicoral. En 1975, con López Michelsen, la Ley 6 sustituyó la Reforma Agraria por programas como el Plan de Alimentación y Nutrición y el Fondo de Desarrollo Rural Integral, que buscaban fomentar la convivencia entre explotaciones capitalistas y otros tipos de producción, sin atender jurídicamente las demandas campesinas.

 

En los 80 surgieron organizaciones políticas y campesinas como Unión Patriótica, A Luchar, FENSA y ANTA, y la lucha campesina alcanzó su auge en 1987. En respuesta, en 1982 se aprobó la Ley 35 para restablecer el INCORA y el Plan de Rehabilitación Nacional para zonas afectadas por la violencia. Sin embargo, la Constitución de 1991 protegió a indígenas y afrocolombianos, pero relegó a los campesinos a ser solo fuerza laboral, limitando sus derechos a tres artículos. A mediados de los 90, el sector agrario entró en crisis por las políticas neoliberales y la apertura económica.

 

Durante la administración de Ernesto Samper, la Ley 60 de 1994 reemplazó la Ley 135 de 1961, promoviendo un mercado de tierras con subsidios para que campesinos compraran directamente. La ley fomentó la colonización y titulación de baldíos, pero no tocó los latifundios improductivos, muchos controlados por narcotraficantes. Además, se reglamentaron las Zonas de Reserva Campesina, lo que permitió la creación de organizaciones como la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra, el Coordinador Nacional Agrario (CNA) y la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (ANZORC).

 

En la década del 2000, las Asociaciones Campesinas de Arauca, Valle del Río Güéjar y Catatumbo surgieron como resistencia a la violencia paramilitar, buscando proteger sus territorios y evitar el desplazamiento.

 

En 2013, el Paro Nacional Agrario unió a campesinos, mineros, transportadores, educadores y estudiantes, dando origen en 2014 al proceso de Dignidad Agropecuaria Colombiana.

Tras el acuerdo de paz de 2016 entre el gobierno y las Farc, no hubo Reforma Agraria, sino formalización de la propiedad y procesos de restitución para víctimas del conflicto, basados en la Ley de Víctimas. En ese contexto nació la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM) para abordar la sustitución de cultivos.

 

En 2018, la ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Campesinado, pero Colombia, bajo Duque, se abstuvo de votar.

 

En 2022, con Petro, se presentó una reforma para reconocer al campesinado como sujeto político y de derechos, protegiendo territorio, agua y soberanía alimentaria. También se aprobó la Jurisdicción Agraria y Rural para llevar justicia al campo, y en 2024 se reguló a los jueces agrarios con un procedimiento especial para disputas campesinas.

 

Aunque hay desconfianza y obstáculos, Colombia empieza a escuchar a sus campesinos, que han resistido siglos de despojo y violencia. Que el campesino deje de ser solo “trabajador agrícola” y se convierta en sujeto de derecho es una victoria en el papel, pero queda lograr justicia real. Porque la tierra no es solo suelo, sino historia, memoria y dignidad, y mientras siga en disputa, seguirá latiendo el corazón herido de Colombia.

 

 

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* Artículo originalmente publicado en: https://justiciaydignidad.org/2025/06/01/dia-del-campesino-la-lucha-eterna-por-la-tierra-y-la-dignidad/

 

 

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