La condena

Por Daniela Pinto Meza

Diciembre, 2021

 

Nací condenada. Mi cuerpo es el que nació trayendo el gen de mi condena. Primero fue mi vagina, no sabía que en ella se generaría esta arboleda otoñal que me acompaña hasta hoy. De repente, aparecieron estos vellos cubriéndome entera, picándome hasta adentro, esparciéndose por todos lados, incontrolables, tratando de conquistar zonas profundas. Y lo hicieron los malditos. Uno a uno estos extraños se incrustaron en mi cuerpo. Luego, mi pezón, que había sido rosado, se transformó en un aro negro, lleno de rugosidades y de pelotitas agazapadas alrededor de su aureola nubosa. Pronto, desde donde emergían dos o tres pelos negros asquerosos que tenía que quitarme con las pinzas o con lo que tuviera a mano, el pezón se tornó tinto. 

 

Mi cuerpo completo comenzó a experimentar este cambio desastroso. Si antes moría de placer con solo el roce de una mano juguetona, ahora, debía usar unas cremas Yes cubiertas de fuego para poder continuar saboreando algo de ese orgasmo añejo que con suerte el ingeniero, por equivocación o lástima, quiere regalarme. Patético. Mis pechos, los que antes eran pechos, han desaparecido. Tengo estrías en cada centímetro de mi piel. Es asqueroso. Cuando me toco para saber si aún no estoy muerta, siento como se me pierden las manos en las profundidades de la grasa que se quedó dentro de mí y no quiso salir, la muy puta. Los rollos de mi guata me comen los dedos cuando trato de colocarme un pantalón o enjabonarme en la ducha. Soy todo un agujero negro que se traga todo. Mi pelo era castaño. No existe. Ahora estoy acariciando mis rollos y tragándome las manos intentando ver dónde chucha está mi ombligo. No está. La verdad, se fue con las ganas de hacer ejercicio y tomar agua y embutirme en cremas con Q10 de Nívea que no sirven para nada porque las estoy usando desde hace veinte años y estoy peor que antes. Putos. Sí, putos también esos estafadores de la farmacia que me venden esta porquería con sus propagandas imbéciles de minas que comen puro apio y que yo compro porque soy más imbécil que ellos por creer que mi vida cambiará. 

 

Mi condena es el tiempo que me penetró hasta el fondo y me encerró en su jaula polvorienta. Mis ojos ya no se ven, solo esas arrugas asquerosas que se me vinieron encima de repente. En el colegio aprendí que cuando se dice de algo que es exponencial, entonces queda la cagá y es muy malo. Bien, pues mi cara es EXPONENCIALMENTE arrugada.  

 

Nací condenada, nací entre flatos y vómitos. Qué irónico, ahora hago lo mimo, pero ya nadie se ríe como cuando era chica, al contrario, me miran con pena. Si vieran las muecas que hacen cuando me tiro un gas o cuando digo que tengo  náuseas. Pero, no me importa nada. Me los tiro y punto. Y si les gusta bien y si no, no vengan. Nadie los invitó. El otro día con el pavo de mi esposo intentamos tener sexo. Ja. Fue muy chistoso. Entre su patética paciencia de masturbarse y mis vómitos incontrolables, la noche de placer se fue a la mierda. Dice que no llore, que tenga paciencia, que ahora son otras cosas las que nos unen. Mentira. Siempre importa el sexo. 

 

Me he comprado más cremas a ver si funcionan. Son nuevas y dicen que son muy efectivas. Mis caderas suenan cuando camino y cojeo de una pierna. Uso anteojos poto de botella. Soy hipster. Desde hace años me visto mal, pero a nadie le interesa porque nadie me mira en la calle, porque mi marido mira otros potos más jóvenes cuando tiene la oportunidad. Tetas también. Yo también las miro a ver si las mías eran más lindas cuando las tenía paradas. Cuando las tenía. A veces me siento bien, pero la mayoría de las veces vuelvo destrozada pensando en todo lo que no hice de mi vida por desear ser alguien diferente de lo que soy. Cuando me invitaron a salir y dije que no porque tenía que dormir ocho horas seguidas. Cuando me invitaron a bailar y me excusé diciendo que tenía que hacer muchas cosas al otro día. O cuando me invitaban a un cumpleaños y ya no podía negarme y era la única tonta que no comía torta porque engordaba, porque tenía azúcar,  calorías, chubis, chocolate, manjar, no sé, o porque era de piña y la piña tiene componentes dañinos para la piel. En fin, simplemente, decía no porque no quería ser como esas guatonas feas que comían felices todo lo que querían y bailaban a poto suelo en las discos del centro o en las fiestas de la pobla. Yo quería ser flaquita. Bonita, con cara de puta, pero flaquita. Y lo fui. Parecía palillo. Súper linda y de ojos grandes, profundos. El que ahora es el mi marido, todavía, es buena persona. Es ingeniero. Es guapo y gana bien. Él estudió mucho, yo no. Yo no estudié nada. Yo quería ser modelo de la Miss 17 y tener hartos minos para coquetear y que las otras se murieran de envidia cuando me vieran pasar de la mano de algún mijito rico mientras ellas tenían a esos pelaos guatones o a esos flacos raquíticos con cara de nerd, babeándolas en la calle. 

 

Toda mi vida la pasé comprándome cremas. Año tras años aparecía una marca nueva que yo probaba para el cutis. Si alguna dieta existía, la hacía. Todos los días en el Gym, esperando endurecer mis glúteos, mis brazos, mis piernas, mi cintura. Cuando supe que mi marido me amaba más que a su vida, me sentí tan bien, pero tan atrapada. Era mino, pero… en fin, uno no puede tener todo lo que quiere, bueno, la verdad sí puede, pero es mejor no obsesionarse, porque estamos todos condenados. 

 

En mi pieza, los frascos esperan que los abra y humecte mi piel como símbolo de libertad. Observo mis frascos, mis perfumes vacíos. Mi cuerpo vacío en el espejo. A veces pienso que mi piel es la textura de la crema que uso. Que soy de leche cultivada y que en la calle los hombres y las mujeres me siguen mirando, babosos, envidiosas… putas. 

 

El médico dijo que era algo simple. El médico habló con mi marido, el ingeniero, y le contó que lo mío era algo medianamente grave, que no había de qué preocuparse. Y todo se fue a la cresta. Primero, aparecieron marquitas chiquititas en mi piel. EN MI PIEL. Unas manchitas. MUCHAS MANCHAS EN MI PIEL. Pronto, las manchas se hicieron cada vez más groseras. Las malditas se devoraron mi cutis. El doctor nos dijo que no pasaba nada aún, que con unas cremitas sanaría. A los meses, el mismo doctor penca, nos dijo que era cáncer. Que se había ramificado, que ahora había que extirpar unos nódulos en mis pechos. 

 

Y allí estoy yo. Siento la leche derramarse y caer de mis pezones. Yo estoy desnuda con los pechos al aire y el ingeniero los toca. El médico también los examina y me dice que son hermosos y todo es blanco. Blanco como la luz que vi en el quirófano cuando ya no hay pechos que derramen leche sobre mi mundo. 

 

Y ahora lo típico. Ya no tengo pelo. Ya no tengo pechos, ya no tengo vellos castaños en mi pubis. Ya no tengo un ingeniero que me ame locamente. Aunque él dice amarme, pero ya no lo hace, ahora se masturba con cara de asco y de pena cuando quiero hacer el amor. Quizás tiene un amante. Ya no tengo cintura, se me perdió entre pastillas, ansiedad y cama. Ya no tengo orgasmos. Ya no tengo miedo de comer tortas, pasteles, arroz y cuanta cosa quieran darme. Ya no tengo ropa linda, ya no uso ropa linda. Ya no tengo un cutis blanco y lozano. Ya no tengo pulseras y tacos. Ya no tengo credencial de Gym. Ya no tengo saliva. Ya no tengo glóbulos, ya no tengo células vivas, todas se están muriendo. Lentamente. Ya no tengo edad. Ya no tengo juventud. Ya no tengo uñas. Ya no tengo cejas. Ya no tengo ánimo. Ya no tengo amigas o las tuve y se perdieron o las perdí, o a todos nos abdujeron. Ya no tengo plata. Nunca tuve. Ahora se nota más, por cierto. Ya no tengo trabajo en Miss 17. Nunca lo tuve. Ya no tengo una figura esplendorosa. Ya no tengo genes poderosos. Ya no tengo… 

 

Mi condena es sobrevivir.       

 

 

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Daniela Pinto Meza (1985). Licenciada de Filosofía por la Universidad de Santiago de Chile, Magíster en Filosofía Política por la misma universidad y Doctora en Literatura Hispanoamericana Contemporánea por la Universidad de Playa Ancha, de Valparaíso. En ensayo ha publicado Palabra y pensamiento: diálogos entre literatura y filosofía (Cinosargo, 2014), Amor y política en Agustín de Hipona: una visión crítica (RiL editores, 2018) y Mixturas. Aproximaciones a la narrativa chilena contemporánea: González Vera, Cornejo, Quevedo (RiL editores, en prensa). Algunos de sus relatos han sido incluidos en el Fanzine Letras Públicas (2016), la antología de cuentos Tríplice: narrativas de Chile, Perú, Bolivia y México (Cinosargo, 2017) y en la revista mexicana De-lirio (2020). En 2018 publicó la plaquette Recados (Taller de Letras) y año siguiente su libro de cuentos Intersecciones (RiL editores).