Julio, agosto 2019

 

Daniel Ángel

Bogotá, 1985 

 

Además de poeta y narrador, es docente de literatura y artista formador de IDARTES para el área de creación literaria. Es autor de las Montes de María (2013, ganadora de la convocatoria de novela del Festival Internacional del libro de Saltillo, Coahuila, México), País de colores (2015), Rifles bajo la lluvia (2017) y En esa noche tibia de la muerte primavera (que ganó el II Concurso Nacional de Novela Universitaria UIS 2017, y que ahora Seix Barral reedita con el título de Silva). Ángel ha publicado artículos en las revistas Casa Tomada (Nueva York) y El Malpensante, en el diario El País y en el mensuario Desde abajo. Sus poemas salen en el libro Poetas que hay que morir antes de leer (México, 2014) y aparece en la antología nacional de crónicas sobre el conflicto armado Nosotros no iniciamos el fuego (2017).

 

 

FRAGMENTO NOVELA “SILVA”

 

 

I

 

Mañana-mediodía

 

Desde hace días llueve. Quizás años o desde la misma fundación del mundo. Aunque está acostumbrado a aquella constante lluvia que cae sobre su ciudad en formas diferentes, en ocasiones como un aguacero desgajado, otras veces como una leve brizna o como afiladas agujas que penetran las ropas y las carnes de los transeúntes; está harto de la lluvia, en especial esta mañana en que no ha amanecido del mejor humor. La lluvia es el símbolo de su muerte, él lo sabe. Si no lo matan, él mismo halará el gatillo. También se siente cansado, la falta de sueño lo doblega y por eso su rostro está demacrado. Peor con la lluvia. Tener que atravesar los barrizales que se arman en las calles y que ensucian sus botines de charol, justo los importados de Londres, le produce ira contra aquella ciudad inclemente. Da un último salto hasta la entrada de la casa y se siente ridículo. ¿Qué dirían sus amigos poetas y pintores y políticos si lo vieran saltar como un niño pálido y sucio bajo la lluvia? Alcanza la puerta de la casa de dos pisos donde tiene su oficina, se detiene bajo el dintel y extrae del bolsillo trasero de su pantalón un pañuelo de seda color lila. Se inclina, pero antes de limpiar sus zapatos echa una nueva mirada a la calle. La lluvia se precipita como si nunca fuera a cansarse de inundar esa ciudad, de llenarla de malos olores —en especial los exhalados por el arroyo de San Bruno, donde todos los borrachines, obreros y habitantes del bajo mundo arrojan sus excrementos—, como tampoco se cansará de traer enfermedades y plagas. Mejor, piensa, mejor que existan esas enfermedades y plagas para acabar con toda esta miseria.

 

Por «miseria», ¿se refiere a su vida, a la situación insalubre de su ciudad, a la pobreza que merodea en los ojos de los niños que pasan de tanto en tanto y piden limosnas, descalzos y vestidos con harapos por la calle Real? ¿O quizás se refiere a los borrachines y demás rufianes que salen de las chicherías y que siempre encuentra por la carrera del Perú, arrojados sobre la calle, bajo la inclemencia del frío y de la lluvia por falta de la voluntad y la dignidad que han perdido en ese licor siniestro? ¿O a los aguadores, con las múcuras en sus espaldas, que descienden de los cerros con los pies y las caras manchadas por el barro? Seguramente la miseria a la que se refiere es por todo lo anterior, pues todo ello hace parte de su vida.

 

Solloza, vuelve la mirada a sus zapatos y los limpia. Se restablece y no sabe qué hacer con el pañuelo que ha quedado embarrado. Decide tirarlo a la basura cuando entre a su oficina. Abre la puerta, entra a la casa y un olor a madera vieja impregna su nariz. El contraste no es tan fuerte. Afuera olía a humedad, a tierra mojada y a mierda, adentro huele a madera recién aserrada, un poco a la misma tierra y a humedad. Nunca agarra la baranda lateral de las escaleras. Le produce escozor, siempre está llena de polvo y no sabe cuántas personas ponen constantemente sus manos sobre ella. A pesar de la lluvia, el piso de la casa está seco. Mira la baranda y, para su asombro, está limpia, ni un rastro de polvo, ni siquiera en el cristal que pende de la pared. Sube las escaleras que traquetean bajo su peso. Alcanza el segundo piso, levanta la mirada y una mujer de espaldas, agachada y con las rodillas abiertas, friega el adoquinado. Se queda quieto para hacer el menor ruido posible y mira las nalgas de la mujer que se mueven acompasadamente. Observa también el trozo de carne de las pantorrillas que deja entrever su falda y aflora una erección que no lo sorprende ni lo avergüenza. Al parecer, la mujer siente que alguien la mira por detrás porque voltea bruscamente su rostro. El poeta la detalla de forma cínica y pega sus ojos a las nalgas y a la cintura. La mujer se sonroja, se incorpora, se voltea y, con la cara pegada al piso, saluda con un murmullo débil al poeta, que no responde y que, con lentitud, sigue de largo por su lado para inhalar su aroma, el sudor que se desprende de sus poros.

 

Entra a la oficina. Está cansado y se deja caer sobre su sillón forrado en terciopelo rojo. Cierra los ojos y respira hondo. Se echa hacia atrás y siente la tibieza y el bienestar que le procuran la soledad. La ira se ha disipado, la erección ha desaparecido y la zozobra de aquella mañana se adormece como una ciudad luego de una tormenta. Está mejor, todo puede estar mejor, piensa. El nuevo negocio, aunque no ha producido mayores ganancias, las dará. Será rico y pagará sus deudas. Tiene confianza en sí mismo, tiene fe, no en un dios, tampoco en ninguna iglesia ni pastor. Solamente tiene fe, lo habita como una llama interior que muchas veces ha sido expuesta a la intemperie, pero jamás se ha apagado, y, por el contrario, bajo la tempestad ha incrementado su fluir candente. Con los ojos cerrados busca en el bolsillo izquierdo de su saco la petaca de plata martillada en la que guarda sus cigarrillos egipcios. La encuentra junto con la boquilla dorada. A tientas coloca uno de los cigarrillos en la boquilla y lo enciende. Deja que el humo se apodere de él, que llegue a la inextinguible llama que lo habita y la haga más fuerte. Este ejercicio también le produce bienestar, fumar siempre lo ha tranquilizado, y cuando la vida se ha puesto ruda con él, prefiere encerrarse en su estudio, que alguna vez estuvo atiborrado de libros, tomar uno al azar —preferible si llega a sus manos algo de Goncourt o de Renan y mejor aún si llegan los poemas de Tennyson—, encender un cigarrillo, y, bajo la luz de un débil fanal, quedarse leyendo por horas, hasta que lo encuentre la madrugada.

 

Da una, dos, tres y hasta cinco largas caladas a su cigarrillo. Abre los ojos cuando intuye que la ceniza está pronta a desprenderse. Busca con la mirada el cenicero atiborrado de colillas y arroja allí la ceniza. Se yergue y coloca los antebrazos sobre el escritorio. Tan solo con ver el sello de la notaría en la esquina superior de uno de los documentos reaparecen la angustia y la zozobra. Muerde de nuevo su labio y siente cómo el sabor herrumbroso de la sangre, que sale de la llaga que él mismo se ha abierto, se mezcla con su saliva. Nunca lo malo pasará del todo, piensa, seré siempre el desafortunado, quien no podrá vivir tranquilo. Apaga el cigarrillo y extrae la boquilla, que deja sobre el escritorio. Acaricia el pelambre de su abundante barba. Pasa las palmas de sus manos abiertas por el rostro, lo hace con fuerza en sus ojos. Tiene dos opciones, él lo sabe, no tiene escapatoria. Una, hacerles frente a sus deudas, a sus acreedores, en especial al recalcitrante católico y fastidioso anciano, Guillermo Uribe. Dos, hacer como si nada de aquello ocurriera, salir de inmediato de la oficina, echar a correr hasta el palacio, hablar con el presidente gramático y decirle que aquella misma tarde saldrá para la legación de Guatemala o adonde sea con tal de que lo saque de inmediato de la ciudad. Pero no. ¿En qué demonios piensa? ¿Qué pasaría con su madre y con la Chula? Él es su único sustento económico y moral. Estás loco, murmura, jamás podrías abandonar a tus dos viejas.

 

¿Qué libro, qué libro, qué libro?, se pregunta. ¿Cuál es el libro que ha prestado y a quién? Cierra los ojos y frunce el ceño. ¿Cómo olvidar dónde tiene y a quién presta sus libros? Los problemas económicos en realidad están afectando su lucidez. El libro lo tenía sobre su nochero. De París trajo una copia en castellano que regaló quizás a su amigo Sanín Cano, luego importó otro de la casa comercial FoulFrères, de la misma ciudad, que se extravió en el maldecido naufragio; sin embargo, no hace mucho la casa comercial de Rodolfo Samper le regaló una copia en francés forrada en marroquí rojo, como a él le gusta, el mismo que tenía en su cuarto. El último que estuvo en su cuarto y con quien dialogó hasta altas horas de la noche fue su primo. Su primo le pidió prestado aquel libro días atrás. Arguyó que el título lo llenaba de curiosidad. No creo, piensa el poeta, además es muy probable que no lo lea, y si lo lee, que no lo entienda, porque ni siquiera conoce bien el francés. Pero terminó por acceder y se lo entregó. El triunfo de la muerte, de Gabriel D’Annunzio, recuerda.

 

Se pone de pie y camina hasta la ventana cerrada. Hala el pestillo y abre el rectángulo de madera biselada hacia su costado derecho. Mira el cielo pétreo y de tono endrino. Los nubarrones estáticos amenazan con fiereza y desgajan su lluvia sobre los techados de las casas. Solamente hasta ese momento presta atención a los sonidos que invaden su ciudad. Unos jovencitos vocean abajo los diarios locales, en la oficina contigua algunos hombres cuchichean, las ruedas de un coche giran sobre la tercera calle Real y levantan el agua empozada. En la tercera calle de la Florián, algunos emboladores ofrecen sus servicios, y él aguza su oído hasta escuchar a la mujer de anchas caderas que sigue fregando el adoquinado. ¿Sería capaz de salir de su oficina y decirle que se acercara y entrara para ayudarle con algún oficio? ¿Quizás barrer o sacudir el polvo, tan solo para verla moverse y tomarla en forma desprevenida por la espalda, subirle la falda y desfogar en ella toda su pesadumbre? ¿Sería capaz de engañarla? Lo piensa por un segundo y sacude su cabeza en señal de desaprobación. ¿Desde cuándo se le vienen a la cabeza aquellas ideas? ¿Desde que su amante de ojos diamantinos regresó a París? ¿Desde que murió Elvira? ¿Desde que perdió su obra en altamar? No, no puede ser, murmura y camina hasta el escritorio, toma entre sus manos los documentos que tiene encima y los examina. Mejor ocuparse de lo importante y urgente, piensa.

 

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