Abril, mayo 2020

 

Daniel Montoya

Puerto López, 1984

 

Profesor de tiempo completo en la Universidad de Ibagué, en el Tolima. Licenciado en Lengua Castellana de la Universidad del Tolima (2011) y Máster en Neuropsicología y Educación de la Universidad de la Rioja, España (2017). Pertenece a la Red Nacional de Escritura Creativa, Relata-Liberatura y a la Red de Lectura y Escritura en Educación Superior Redlees. 

 

Ganador del IX Premio de Poesía Granajoven, Granada, España (2018). Segundo premio en el XIV Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuento de la Universidad de San Buenaventura, Cali, Colombia (2018). Finalista en el 34° Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia, Colombia (2016). Segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento Relata, Colombia (2013). 

 

Ha escrito el libro de minicuentos Ratones de fin de siglo, con la Universidad del Tolima en el 2013; el libro de relatos Las dos puertas con la misma Universidad en el 2016; el poemario El libro de los errores, con la editorial Mirto Joven, en España, 2018; los poemarios Políptico del aire y Manual de Paternidad con la Universidad de Ibagué, 2018 y 2019; y el libro de relatos La soledad de las hormigas, España, 2019.

 

Ha publicado en diferentes antologías de cuento y poesía. 

 

 

LA SOLEDAD DE LAS HORMIGAS

(Selección de cuentos del libro publicado en 2019 en España)

 

 

Los aprendices 

 

Cansada de nuestros fracasos escolares, la profesora decidió demostrarnos que la culpa no era suya. Llevó a clase un león y lo hizo sentar enfrente de todos. La profesora nos explicó que ella le había enseñado a leer y escribir. Le pasó una hoja y él, manso y decente en sus gestos, leyó en voz alta, en perfecto español y con un tono lírico que nos estremeció. Apenas terminó, la profesora le pasó una evaluación, que él contestó rápidamente. Ella la calificó delante de todos y las respuestas eran perfectas. 

 

Yo me levanté de la silla, aplaudí y solté un fuerte rugido de entusiasmo desde el fondo del vientre, como nos había enseñado la profesora. El león bajó la cabeza y agachó las orejas, asustado, como si jamás hubiera oído un sonido semejante.  

 

 

No llores, Arturo

 

Quién iba a imaginar, Arturo, que en un lugar tan irreal como un circo, yo fuese a encontrar lo que más necesitaba. Asistí esa tarde con papá a la primera función. Él se detuvo a observar los carteles con los precios; yo, tus fotografías. Fuimos porque en la ciudad hablaban mucho de ti. Se quedaban sin palabras al describir tu exhibición. Te llamaban El Increíble Hombre Átomo. Algunos te comparaban con los dioses. Otros afirmaban que te constituía la misma materia de los fantasmas.

Por fortuna, esa vez papá compró dos puestos con buena vista. Te digo, sin exagerar, que soporté con desesperación a los payasos, al lanzador de cuchillos, a los acróbatas, a la mujer que saltaba encima de los caballos. Fueron un dolor para mí, Arturo, a cada rato le preguntaba a papá si el acto siguiente era el tuyo. Y él me respondía que no, sin hablar, como era su costumbre, apenas con un sonido gutural o el movimiento de la cabeza. 

 

Cuánto me alegré cuando el domador y sus fieras desaparecieron del escenario. Todo se puso más oscuro. El presentador impuso un silencio sublime. El suspenso de la música nos quemó el corazón. Un humo espeso abrazó la arena. El presentador te anunció, Arturo. Habló de tiempos místicos, de sabidurías antiguas, de espacios inmateriales. Se refirió a la realidad como una cadena en el cuello de los ángeles. 

 

A medida que el humo se esparcía, yo te vi. Llevabas un traje dorado, que para mí era una armadura. Hablaste pausadamente. Tu voz era más gruesa que tus brazos y tu mirada cubría el cielo y la tierra. Dijiste que la vida era una suma de partes y de tiempo. Usaste un lenguaje florido durante unos tres minutos, pero todo reiteraba la primera idea. En el centro de la arena moviste las manos, animando al público. El gentío comenzó a aullar como si le extirparan la felicidad de la piel. Y en el máximo esplendor del estrépito, sin más protocolo, reventaste. Hubo un sonido similar al estallido de una bolsa de agua. Todo el mundo soltó una exclamación de asombro. Tus miembros, tus órganos, quedaron suspendidos en el aire. Tus venas flotaron sobre nuestras cabezas como galaxias. Charcos de sangre ingrávida seguían circulando en sí mismos. Los espectadores, aterrados, incrédulos, tocaban una oreja, una uña, un diente. 

 

De pronto una mano que saludaba con el puño a una niña, no sé si tu izquierda o derecha, chasqueó fuerte los dedos, y todas tus partes, al mismo tiempo, volvieron geométricamente a sus lugares como un rompecabezas infalible. Aunque nunca te fuiste, apareciste de nuevo, completo, sonriente, saludando con las manos, recibiendo con modestia el aplauso atronador, el retumbar de las cornetas, la algarabía. Sin embargo, sin esperarlo, te detuviste. Caminaste hacia el presentador. Le dijiste algo y, con la mano, le señalaste tu cara. El presentador pareció sorprendido.

 

No nos dejaron salir, Arturo. Llegó la policía. Nos requisó durante varias horas como si buscara una aguja en un pajar. Pero no encontraron nada. ¿Cómo iban a hacerlo si yo había puesto tu ojo en la cavidad vacía de mi cara? Primero lo toqué por curiosidad. Después, al verlo tan vivo, tan perfecto, sentí el instinto de tomarlo. Y funcionó muy bien, Arturo, pude mirar por tu ojo. Papá se dio cuenta. Por un instante le vi la intención de gritarme, reprenderme, pero se contuvo y se quedó en silencio. 

No llores, Arturo. No imaginé que después de tu pérdida fueras a negarte a seguir presentando tu función. En un arrebato de inspiración esa noche, intuí que la policía, siempre tan ajetreada en las noticias que mira papá, no sería exhaustiva con tu investigación. Pero no imaginé que te retirarías de los circos por temor a seguir perdiendo tus órganos. Pensé que te habías ido de la ciudad, que habías regresado a la India, que viajabas por otros mares, por otros continentes gastando tu inagotable fortuna. No se me ocurrió que te irías a quedar perdido en estas calles, chapaleando en el lodo mortecino de barrios aún sin nombre, buscando desesperado la pieza faltante de tu rompecabezas, mirando a todo el mundo fijamente a los ojos.

 

Te encontré porque apareciste en las noticias después de tantos años. En el hospital intentaste reventar por última vez, pero ya tu cuerpo está oxidado, Arturo, y solo unos cuantos dedos alcanzaron a desprenderse de tu cuerpo. Y te reconocieron, todos te reconocimos, cómo no hacerlo. Entonces comprendí que más que un ojo faltaba una palabra en el vacío de tu alma: perdóname, Arturo. Perdóname, te lo suplico. Y descansa en paz.  

 

 

La soledad de las hormigas

 

El hijo de tía Annie se convierte en bicho, en cualquier bicho. 

 

Tía Annie regresó con él. Se fue sola quién sabe para dónde y duró varios años sin comunicarse con nadie. Hace unos días, simplemente, tocó la puerta y ahí estaba: alta, trigueña, pelo negro y risa escandalosa. Tal como yo aún la recordaba. Se agachó, me dio un beso en la frente y, sin dejar de hablar, me mostró el bojote que sostenía en los brazos. 

 

Emocionados, ninguno le preguntó a tía Annie por el papá del bebé ni por qué lugares andaba ni qué había hecho. Ella no paraba de hablar sobre nosotros, sobre los arreglos de la casa o las mejoras que había visto en el barrio, mientras sacaba de su maleta regalos para todos. 

 

De pronto mamá soltó un grito. Estaba sentada en la sala y tenía en los brazos al bebé, a Santi, como lo llamaba mi tía. Santi movía las manos y las piernas rápidamente. Sudaba. Comenzó a encogerse y su cara se fue arrugando hasta que ya no se le vieron los ojos. Tía Annie lo levantó y todos vimos cómo quedó, en la palma de su mano, un escarabajo verde metálico, que movía tímidamente sus antenas.

 

Ella nos explicó que se ponía así cuando lloraba, pero que esta vez, seguramente, había sido por el calor. 

 

De ahí en adelante duplicamos los cuidados de Santi. En la noche dormía con tía Annie, y en el día nos turnábamos para acompañarlo, para hacerlo reír, para echarle aire, para pasearlo por los alrededores de la casa, para cantarle las cuatro veces que dormía en el día, para mantenerle el tetero listo, el agua de baño tibia, la ropa limpia y horarios exactos para el cambio de pañal. Jamás lo dejábamos solo, jamás le permitíamos tocar el suelo.

 

Sin embargo, por bien que lo hiciéramos, Santi lloraba en cualquier momento. Ya fuera por calor, por hambre, por sueño, o simplemente porque necesitaba llorar para ser un bebé de verdad. Santi terminaba transformándose en una hormiga, una mosca o un escorpión. Lo reconocíamos por el verde metálico en todas las formas que tomaba. Después de algunas horas en la sábana que habíamos dispuesto para él, regresaba a su condición de especie humana.

 

Mamá se levantó enojada una mañana. Ya habían pasado varios meses y dijo que ya era hora de que Santi comenzara a gatear. Dijo que pobre niño, que ya era el colmo, que no lo molestáramos más, que lo dejáramos ser niño o insecto o lo que fuera, pero que ¡por Dios!, lo soltáramos para que se untara de tierra y de mugre, así como la habían criado a ella y ella a nosotros. Habló tan enérgica, tan arrolladora, que convenció a tía Annie, que se negaba rotundamente a soltar a Santi a la suerte del piso. 

 

Al otro día, papá trajo a casa una cascada artificial. Era en piedra. Debimos regalar unas sillas viejas para acomodarla en la sala. Iniciaba arriba con un jarrón inclinado derramando un chorro de agua, que caía a una poceta y de ahí descendía a otra poceta más grande y volvía a subir hasta el jarrón. Le agregamos arena, chamizos, matas y cuanta cosa se nos ocurrió. 

 

Allí comenzamos a dejar a Santi apenas lloraba. Al principio se quedó quieto, tal vez asustado. Permaneció algunas horas como si fuera una piedra entre piedras. Sólo podíamos distinguirlo por el brillo verde de su cuerpo. Por un momento, pensamos que la fuente había sido una mala idea, pero después de unos días, Santi pareció reconocer que no corría peligro y se lanzó a explorar. Se le dio por buscar rincones, huecos, comerse las hojas, esconderse en la arena y producir sonidos raros. 

Las hormigas llegaron después. Santi las recibió, pero fue como si les hubiera dejado en claro, desde el principio, que ese lugar era suyo. Las hormigas iban y venían. Fue mamá la que nos previno: Yo lo vi, nos dijo mamá, yo lo vi. Él estaba convertido en escorpión, pero apenas llegaron las hormigas, ese muchacho se convirtió en hormiga. Yo lo vi. No se les haga raro cuando Santi se vaya con esos bichos y no lo volvamos a ver. 

 

Fue entonces cuando tía Annie decidió pagarme para que yo le ayudara a cuidar a Santi. 

 

No sabemos si fue por la suavidad de la luz, el fresco de la humedad, el ruido constante del agua o la compañía de las hormigas, tal vez todo eso junto, lo que hizo que a Santi le gustara pasar mucho más tiempo convertido en bicho, cualquier bicho. Ya no era necesario cargarlo en brazos mucho tiempo o prepararle el coche. Apenas él, muchas veces sin llorar, tomaba forma de araña, ciempiés, o lo que fuera, tía Annie lo acomodaba en la fuente y ella seguía arreglándose las uñas o haciendo llamadas por el celular.

 

Las horas pasaban, los días se iban, y ya casi nadie en la casa se preocupaba por la suerte de Santi, si había tomado tetero, si era la hora del baño, si estaba orinado, nadie parecía saberlo. Si alguien lo recordaba repentinamente y preguntaba por él, los demás le señalaban la fuente.  Y allá, en algún lugar, destellaba un colorcito verde. 

 

Tía Annie se mostró contenta con esta situación. Se ponía un vestido corto, se planchaba el cabello, que ya le llegaba a la cintura, se encaramaba en unos zapatos altísimos, me buscaba en la habitación, ponía su cara muy cerca de la mía y me repetía lo mismo todas las tardes: cuídame a Santi. Cuídamelo bien, yo te pagaré. Yo le decía que sí y ella me daba un beso en la frente. Luego bajaba los tres pisos del edificio, contoneándose en cada escalón, tocándose el pelo, pendiente del reloj dorado que resaltaba en su mano, como si ya no le alcanzara el tiempo para llegar adonde iba. 

 

Yo me quedaba feliz al lado de mi primo, siguiendo cada uno de sus movimientos. Miraba cómo se convertía en hormiga cuando llegaban las hormigas, como había dicho mamá. Me di cuenta de que algunas veces saltaba hacia las cortinas. Y en poco tiempo, llegó a conocer cada rincón de la casa como conocía la fuente Tal vez fue ese secreto, esa cercanía, esa complicidad, la que me llevó a quedarme callado, ardiendo de miedo, cuando a él se le dio por cruzar la ventana. Afuera volaba en círculos, sin saber hacia dónde ir, quizá maravillado por tanto espacio nuevo, tanta libertad sin usar. Pasados unos segundos, se arrojaba hacia las matas y yo lo perdía de vista.

 

Al principio regresaba rápidamente. Después los minutos de exploración se hicieron más largos. Poco a poco, Santi fue rompiendo nuestra confianza, nuestro acuerdo silencioso. No le bastaba la extensión del conjunto cerrado donde vivíamos, necesitaba más mundo, ansiaba más cielo. Mientras mamá lo bañaba en la noche (porque tía Annie llegaba muy tarde), se quejaba de la extraña mugre de Santi, de sus olores rancios, de sus pies untados de miel o de mierda, de manchas rojas que quien sabe si era sangre, porque en él no había señales de cortadas ni heridas. Fue así como quise evitar las siguientes salidas de Santi cerrando las ventanas de la sala, pero fue hasta ese momento en que descubrí la cantidad de aberturas que tiene una casa. Y Santi conocía la nuestra mejor que yo. 

 

Si bien me sentía culpable de que Santi se fuera y no regresara, también me alegraban sus salidas porque a él lo hacían un niño feliz. De eso nos dimos cuenta el día que fuimos a la notaría. Los nervios hacían sudar a Tía Annie. Papá estaba más amable que de costumbre. Mamá, a punto de llorar, repetía que sería terrible para este pobre muchachito si los demás se llegaran a enterar. Sin embargo, Santi miraba todo con atención y su sonrisa fue la mejor de toda la fila. Una señora le dijo que era un bebé muy hermoso y le preguntó si cuando grande tendría muchas novias, a lo cual Santi, sonriendo, movió la cabeza afirmativamente como si entendiera la situación. La señora se emocionó y le preguntó muchas otras cosas, que Santi respondía que sí o que no con la cabeza. Y lo hizo bien, sin convertirse en bicho, como si supiera que la vida de él sólo dependía de él.

 

Pero esos chispazos de tranquilidad no fueron suficientes para los dos días que siguieron. Dos días desesperados, agrios, dos días sin Santi en casa. Tía Annie nos echó la culpa a todos. Aunque gritó “ustedes perdieron a mi hijo”, a mí me pareció que decía “usted perdió a mi hijo, Juan Pablo, sólo usted”. Buscamos el destello verde de Santi hasta donde nos dio la imaginación. Esperamos en las noticias el anuncio terrible de un bebé hallado en la calle. Pero sólo encontramos el caso de un niño que había muerto por la picadura de un escorpión y otro que estaba en estado crítico por culpa de una abeja africana. El mismo periódico informaba que en los próximos días se realizaría una jornada de fumigación en diferentes barrios de la ciudad.  

 

Esperamos todo, menos que Santi regresara a casa al amanecer del tercer día, golpeándose contra las paredes. Tenía un ala rota y arrastraba tres patas. Todo sucedió muy rápido. Tía Annie cogió a Santi en la mano y la cerró suavemente. Dijo que se iba. Mamá trató de disuadirla, pero ella empezó a gritar que no nos preocupáramos, que al fin y al cabo ella era la mamá y era ella quien lo debía cuidar, nadie más. Con la otra mano hizo una llamada, luego sacó una maleta y unas bolsas y comenzó a acomodar trapos a jalonazos. 

 

Yo le ayudé a bajar las bolsas. Abajo la estaba esperando un automóvil. Mientras un señor negro y alto metía el equipaje en el baúl, tía Annie se agachó un poco, me dijo que después me pagaría y me dio las gracias por haberle ayudado a cuidar a Santi. Yo estaba llorando. Le rogué que me dejara ver a Santi por última vez. No será la última vez, me dijo ella, sonriendo. Le pregunté, entonces, si podía ir a visitarlo. Apenas me ubique, te aviso dónde es para que vayas, me respondió. Dicho esto, abrió la mano y la acercó a mi cara. Santi movió sus antenas. Me quedé viendo sus ojos negros y pequeñitos y supe que él también me miraba. El hombre del carro pitó. Pasé mis dedos por el caparazón sucio de Santi y le di un beso. Chao, Santi, grité. Tía Annie me dio un beso en la frente y se subió al carro. ¿Quién es Santi?, alcancé a oír que le preguntó el hombre, mientras ella se sujetaba el cinturón de seguridad. 

 

Con las semanas, las hormigas volvieron a la fuente. Paso horas enteras, cada día, revisando si entre ellas hay alguna de color verde.    

 

 

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