Sergio Fombona

TRANVÍA POÉTICO

 

Valeria, en una de sus largas jornadas laborales, había obrado como vestuarista profesional, sugiriendo a una clienta prendas apropiadas para presentar su libro. Y la poeta en cuestión, agradeciendo el desinteresado asesoramiento de mi gorda, la invitó especialmente al acto. 

 

Era un jueves fresco, a las 20, en el barrio de Palermo. Ingresamos atravesando puertas cancel de coloridos vidrios biselados a esa antigua casona reconvertida en bistró, con pisos de mosaicos calcáreos, barnizados ladrillos a la vista y cielo raso original.

 

Decidimos sentamos en una mesa arrimada a esa pared repleta de pequeños retratos. 

 

-¿Viste a tu clienta?

-Viene más tarde, es lo usual- respondió Vale segura de su afirmación.

 

El único detalle que anunciaba la actividad literaria parecía ser aquella mesita bien iluminada al final del salón principal, dispuesta con micrófono, jarra de agua y correspondientes vasos.

 

El espacio poco a poco se fue colmando por grupitos de jóvenes,  sumados a un puñado de personas adultas y dos llamativas parejas de ancianos ubicadas frente a esa reducida tarima que hacía las veces de escenario. Chicos de diferentes edades, corriendo incansablemente, aportaban cierto ambiente familiar. 

 

-Muy buenas noches, muchas gracias por venir- abrió la velada una señora regordeta de mediana edad. –Esta tarde-noche tengo el grandísimo honor de dar a conocer este hermoso y fundamental trabajo de Libertad Alfonsina Guido Azcuénaga… 

 

Espontáneos aplausos taparon sus últimas palabras.

 

-Trajo a toda la parentela- le susurré a mi gorda.

-Shh- chistó llevándose el índice a los labios.

 

No volaba una mosca cuando Liber se aferró al micrófono.

 

-Hoy voy a leer poemas del poemario Cosmigonón, editado por Chinche Cartonera- anunció la autora alzando triunfante un ejemplar. 

 

Visiblemente nerviosa bebió un sorbo, ajustó el armazón metálico de los anteojos y empezó a recitar con voz impostada:   

 

Caricias despiertas

 

En tu entrepierna comienza el paraíso

Polvareda brumosa cargada de sentido

Se borronea, esfuma la realidad 

Re-surjo como pichona

Despliego mis plumas vírgenes

Al aire desvelado que aflora de tus manos

Y canto vívida, abrasada por tu calor

La dulce melodía del amor.

 

Me llamó la atención el silencio sepulcral. El público está emocionado, aturdido o embobado, pensé para mis adentros. 

 

Suspiros regados

 

Me asfixia la luna oronda

Y mis vallas resucitantes

Huelen el aroma al fracaso

Cómplice de una amorfa elipsis 

Que corroe sensaciones

Bajo este otro cielo,

El tuyo.

 

 

-Fijate cómo miran, se nota, nunca la leyeron- comenté al oído de mi gorda.

-Callate- espetó Valeria con furia contenida.

 

Una y otra y otra vez… 

 

Mi capullo 

Salvaje

Anhela

Tu firme retoño

Contemplar 

Los fuegos 

Quemantes

En tus negras pupilas

Y lamer-te

Ese producto espumante

-savia de vida-

Una y otra y otra vez

De nuevo.

 

-Tu clienta necesita novio.

-Terminala, boludo- ordenó mi gorda codeándome sin piedad una costilla.

 

Liber cerró su libro respirando hondamente. Por varios segundos nadie atinó a reaccionar, hasta que una voz femenina gritó: “¡Buenísimo!”. Y recién en ese momento hubo aplausos, incluso se pusieron de pie para ovacionarla.

 

Sergio Fombona

Buenos Aires, abril 2020

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LA CATE

 

Hace un mes, cuando llegué a casa, mi gorda me propuso tomar lecciones de tango. 

-Soy patadura- argumenté.

-Queda cerquita y podemos cenar.

-¿Quién nos levanta el miércoles? 

-Las clases empiezan a las 19.

- Vengo muerto, Vale.

-No seas malo, Maty, dame esa alegría- rogó haciendo pucheros.

-Vale, nací sin cintura y mis piernas no reconocen órdenes cerebrales…

 

La Catedral Club Social y Cultural había puesto de moda los martes por la noche, convocando orquestas contemporáneas y solistas tangueros de las nuevas generaciones porteñas. Su fachada parecía un cine de la década del cincuenta, con cuatro puertas vidriadas a través de las cuales se vislumbraba una ancha escalera. 

 

Subimos. 

 

Corriendo un telón negro ingresamos a ese galpón gigante con altísimo techo a dos aguas y piso de listones entarugados. 

 

-¿Te gusta?

-Está lindo- dije por decir. 

 

Tomamos asiento en una mesa arrimada a la pared y pedimos cerveza. El rostro de Gardel, con blanca sonrisa inmortal, nos “campaneaba” desde el fondo del escenario. 

 

-Bailemos- propuso mi gorda, decidida.  

-No me animo- confesé, atento a los movimientos intrincados de las parejas. 

 

Le tocó un profesor con pinta de “canchero”. 

 

Vale lucía calzas grises por debajo de una pollera acampanada que se inflaba levemente en los giros. Me fastidiaba verla llevada por un extraño: le hablaba de cerca estrechándole la cintura con su brazo diestro. 

Receloso, estiré las piernas, bebí el vaso entero. 

 

Los “milongueros” con prolijo “chamuyo” se deben “encamar” con todas, especulaba deslumbrado por una rubia de corto vestido verde. 

 

A la tercera pieza advertí que Vale no se había fijado ni una sola vez en mí. 

 

Continuaba entrando gente. Había tipos solos haciendo barra y ya no quedaban lugares libres. Me entretuve largo rato admirando piernas y traseros de las danzarinas más bonitas. Ordené empanadas y vino por si a mi gorda le entraba hambre, pero en los breves intervalos seguía parloteando animadamente con su pareja.

 

Y de pronto, como en un sueño hecho realidad, la rubia de vestido verde, en ceceante español, solicitó permiso para sentarse. 

 

-Okey- mascullé, reforzando mi asentimiento con pulgar arriba y sonrisa inocultable.  

 

Venía junto a una amiga pelirroja. 

 

Las invité a cenar y aceptaron de buena gana. 

 

Eran estudiantes universitarias, llegaban a Buenos Aires para practicar castellano, ensayar cortes y quebradas de su música preferida. 

 

Entre los danzantes pude distinguir que Vale, ahora en el lado opuesto de la pista, ni se había percatado de la situación. 

 

Las extranjeras conversaban, en perfecto inglés británico, arqueando sus esbeltas figuras sobre la mesa. Yo devoraba con los ojos a la rubia alemana de vestido verde, aunque también “junaba” los generosos pechos, desbordando el escote en V del suéter negro, de su compañera holandesa. Deseaba vivir solo, invitarlas a casa, acostarme con ellas. 

 

Ya estaba bastante picado cuando destaparon otro cabernet. 

 

No oía a la alemana y me acerqué rozándole la mejilla. Su cuerpo despedía una fragancia especial, quizás resultante de la combinación con algún perfume caro; me contuve porque le zampaba un beso.

 

-La propaganda instala falsa opción- tradujo la holandesa para incluirme en su charla.

 

-Opto por vivir- propuse levantando mi copa en señal inequívoca de brindis.

 

Pero mi felicidad duró un espasmo, expresado en grosero ahogo, al descubrir esa descomunal figura de Vale observándome desde la punta de la mesa. 

 

-¿Qué está pasando acá?- mugió enfurecida. 

 

Balbuceé una disculpa al mismo tiempo que me ponía de pie con la mirada perdida en las oscuras vetas del pinotea.

 

Definitivamente aquella iba a resultar mi única experiencia como bailarín de dos por cuatro.

 

Sergio Fombona

Buenos Aires, octubre 2019

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

 

RUBIO ÑU

 

Soy efectivamente “fulero”, lo devuelve la imagen del espejo, las personas al tropezarse conmigo por primera vez, sobre todo los chicos: no saben disimular. Ese fue el motivo por el cual intuí, en realidad al descubrir sus páginas detractadas, que acaso mis ancestros debían de pertenecer a alguna de las tantísimas especies descriptas en el bestiario de El libro de los Seres Imaginarios. Soporto desde cachorro que mi sola presencia hiera la susceptibilidad de aquellas almas híper sensibles, y quizá mi madre se llevara a la tumba el secreto de haberme parido en un establo.

 

En otro de mis denodados esfuerzos, no ya por invertir mi fealdad sino al menos por intentar mitigarla, decidí de pronto, al pasar por delante de una coqueta peluquería unisex, recortar y platinar el cabello pardo. Recuerdo haber salido del local ensanchando mi fiel sonrisa caballuna, tentado todo el tiempo de mirarme reflejado en las vidrieras comerciales, llevándome los dedos hacia la mollera para rozar esa fina tintura soleada. 

 

A escasos meses del inicio de un nuevo milenio yo estrenaba empleo en relación de dependencia -antes de entrar a cadetear al banco y mucho antes de conocer a mi gorda Valeria-, trabajando como “che pibe” diez horas de lunes a viernes en la oscura administración de una empresa que hacía logística de transporte terrestre, o sea, mandaba camiones a donde se lo pidiesen, y ni bien entré a la oficina en mi horario habitual, el primero en verme dijo: “Llegó el rubio ñu”. Aquel apodo desató imparables carcajadas entre mis compañeros, quienes acostumbraban hacerme bromas pesadas, porque este apelativo parecía encajar justo para definir mi abrupto cambio de imagen.

 

Al rato vino un camionero y alguien gritó: “atendé, rubio ñu”, y estallaron de nuevo las risas. Visiblemente ofuscado, el camionero lanzó una parrafada en guaraní, de la que sólo entendí la palabra “porteños”. “Lastimosamente…”, continuó apuntando al techo con índice de uña cuadrada, “Rubio Ñu le hace honor a los mitã'i, mártires de Acosta Ñu…” En ese momento, hasta yo mismo me asombré por mi reacción, cortando en seco la perorata para aclararle, con inusitada firmeza en la voz, que se referían a mi pelo –tirando de un mechón para graficar-, y que ñu, en inglés, quería decir nuevo, y se escribía con Ene de No, e de Es y doble v de Walter, repenticé. El camionero paraguayo, exhibiendo sus dientes de castor, despidió por toda respuesta una expresión agudísima, cuyo eco quedó flameando por todo el galpón: “¡carajú!”

 

Sergio Fombona

Buenos Aires, abril 2019

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

 

LA VIDA ONÍRICA DE JOSÉ MIGUEL

 

Siempre renegué contra quienes apelan a los sueños para relatar historias, detestando a aquellos personajes que en una cena, pasados o no de copas, monopolizan la sobremesa detallando, sin la menor gracia, malísimas anécdotas. Pero Silvia era la mejor amiga de Valeria y debía “fumarme” a su marido José Miguel -por suerte dos o tres veces al año-, sonriendo a desgano ante sus guiños cómplices, sus brutas alusiones y sus irritantes palmadas de hombro. Silvia y José Miguel vivían en el primer cordón del conurbano bonaerense, en una casa de dos plantas cercana a la estación Temperley, y para ir, nosotros –mi gorda y un servidor- debíamos tomar el subte línea A y hacer combinación con la C hasta Plaza Constitución y de ahí tren eléctrico.

 

-Ése tipo es un pelotudo olímpico- sostuve, viendo sucederse por la ventanilla rojos tejados y verdes copas de árboles bajo una celeste franja de cielo.

 

-Maty, almorzamos y volvemos antes del anochecer- prometió mi gorda. 

Soy, por sobre todas las cosas, reservado, aunque en realidad esté “encorsetado por una apabullante timidez generada en la infancia” –según mi psicóloga- y acaso quienes me rodean perciban, en mis circunspectas actitudes, cierta conducta relacionada con la buena educación; pero José Miguel contaba con capacidad innata para sacar lo peor de mí. 

 

Nos recibió Silvia, de buen humor, aparentando estar auténticamente encantada. 

 

-¡Amigazo!-, ensalzó, abriendo los brazos, ni bien me vio. 

 

Parecía que José Miguel, haciendo asado en el quincho del fondo, ya había bebido bastante. 

 

-¿Cómo estás?- atiné a contestar recibiendo su efusiva bienvenida.

 

Sirvió vino tinto y brindamos, vaya a saber por qué.

 

-Las pendejas vienen cada vez más putas- principió la charla haciéndome uno de sus abominables guiños. 

 

Veíamos a nuestras mujeres, a través del ventanal de la cocina, preparar ensaladas.

 

-¡Ajá! 

 

-Las contrato si tienen lindo culito.

 

En su fábrica de sánguches de miga mantenía relaciones íntimas con las empleadas y describía pormenores especificando que consumaba hasta sus fantasías sexuales alocadas. 

 

-Un aplauso para el asador- propuse apenas nos sentamos a la mesa.

 

José Miguel arrancó el almuerzo comentando enorgullecido que ayer por fin había logrado alinear la línea de los ojos con la de sus pensamientos. 

 

-Carajo- me salió. –Cuánta línea junta…

 

-En serio, Matías, hermanás tu ser con el mero hecho de estar- se apresuró a explicar con la boca llena.

 

-Como el yin y el yang- acotó mi gorda.

 

-Para mí con hielo- bromeé con cara de truco.

 

Se hizo un silencio tenso. 

 

Valeria lo rompió hábilmente contándole a Silvia el inesperado reencuentro con una de sus compañeras en común de la escuela secundaria.

 

Aunque el bueno de José Miguel reservaba su historieta central para la hora del postre.

 

-Aprovecho esta cálida velada entre amigos para contarles un proyecto que vengo macerando hace años, porque siento que a mi edad estoy en el momento adecuado para encaminarlo.

 

-No me dijistes nada…- reprochó Silvia frunciendo el ceño cejudo.

 

Visiblemente molesto, por toda respuesta, José Miguel agitó la palma abierta como espantando moscas.

 

-Maty tampoco comenta sus andanzas- dijo, insólitamente, mi gorda, actuando en defensa del dueño de casa.

 

-Los superhéroes mantenemos códigos secretos- lancé, divertido, alentado por el brillo del alcohol.

 

-Se puede saber de qué trata tu “proyecto”- interpeló Silvia, con voz firme, sus ojos fijos en los rombos estampados del mantel. 

 

-Una fundación para rescatar chicos en situación de calle. Estoy relacionado con personas muy influyentes quienes apoyan mi iniciativa. Les daríamos techo y comida a cambio de que presten servicios en mi empresa. 

 

-El trabajo infantil está penado- aclaré poniéndome serio.

 

-Nada fuera de la ley, Matías. -Rebatió con aplomo. -Estas personas influyentes insisten para que la fundación lleve mi nombre- agregó sonriente, sacando pecho. 

 

-Mucha gente necesita asegurarse un espacio del lado de los buenos, “si es que existen los buenos”, para tener la conciencia tranquila- expuse, con calma, diferenciándome de su vozarrón acaparador.

 

Como dije, José Miguel lograba sacar lo peor de mí, pero, en este caso, por lo visto mis respuestas funcionaron a manera de antídoto, con el inesperado corolario de que ése iba a constituirse en nuestro último encuentro.

 

Sergio Fombona

Buenos Aires, febrero - marzo 2019

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

 

DATOS DOMÉSTICOS

 

A la larga terminás por acostumbrarte, porque las chicas rellenitas hacemos lo imposible por parecer simpáticas, algo sumisas, serviciales, incluso desarrollamos precozmente nuestro instinto maternal; no es una regla de oro, depende mucho del carácter, la personalidad. Tampoco se debe al sobrepeso que yo, cada tanto, complazca a mi Maty entregándole la cola, sobando a su amigo pelado entre mis tetas o chupándoselo hasta tragarme la lechita. Igualmente el tonto de Maty especula que porque estoy hecha una vaca los tipos ni se fijan en mí ni vociferan cosas por la calle. Obvio, yo no provoco con calzas fluorescentes, maquillándome para la noche al mediodía, llevando prendas con escote corto. Si a los tipos –mi Maty incluido- solamente les importa ponerla, se van a andar fijando en tu estatura, la grasa corporal o si te falta un brazo. Sobre todo si son burdos, ni saben disimular, se babean contemplando una franja flácida de cintura al descubierto y su accionar es bestial. Como si a las mujeres nos sedujesen los “piropos” subidos de tono. Yo haría un alto para preguntarles cuántas chicas se “levantaron” pronunciando esa clase de groserías. Aunque por lo visto necesitan permanentemente probar su hombría. Nunca aceptarían que cualquier hembra insinuante empuja a su cama casi a quien quiere. Ya a mis diez años, cuando mamá me mandaba a hacer las compras, aprendí a diferenciar la mirada varonil por las veredas de Lomas del Mirador, me echaban vistazos libidinosos y los más degenerados detallaban en voz alta sus soeces fantasías. Es un clásico, nosotras, las mujeres, percibimos la mirada de los tipos posarse en nuestros pechos al entrar a un lugar y en nuestro trasero al salir. Mi dulce Maty, por haberme hecho mujer, no pasa a ser mi dueño. Es una pelea constante hacerles entender esos pequeños grandes detalles. Nosotras vivimos librando luchas desiguales para oponernos a una falsa historia de la humanidad escrita por los hombres. Pero, digan lo que digan, jamás se me cruzó por la cabeza amputar el miembro masculino, con lo excitante que es notarlo erecto apenas se rozan los cuerpos. Pienso en Nelson, el nuevo ayudante de carnicería, es un nene, menos de veinte años, está obsesionado conmigo, aprecia el buen lomo, ja. Nelson segurísimamente se toca recordando mis pulposas redondeces, lo devela su acecho ardiente, como si en vez de ojos tuviera camaritas para grabarme entera. Se desvive por ser simpático y trata de despacharme con un toque especial. Su deferencia me hace sentir una dama. Siempre me encantaron los varones y me pueden los bien machos, ahora, si ejercen violencia contra nosotras, del grado que sea, por ahí para creerse superiores, por inseguridad traducida en celos o lo que fuere, para mí lisa y llanamente dejan de ser hombres. Cuando se llega a la violencia no hay más para agregar, porque la relación ya se fue a la mismísima mierda, y al revés igual, si es su compañera quien maltrata, la violencia es el límite. Si la vida es lo que hay mejor disfrutarla en pareja, sea o no del mismo sexo, porque para mí, acá en Almagro o en la Conchinchina, lo único auténtico son los sentimientos.

 

Sergio Fombona

Diciembre 2018 - Enero 2019

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

 

UN BELA LUGOSI APORTEÑADO

 

Todavía era soltero aquella cruda madrugada sabatina en la que después de cenar caímos por Almagro, justo frente a la plaza del mismo nombre, para prolongar el festejo del cumpleaños del cajero más viejo de nuestra entidad: Alfredo Solito (Q.E.P.D.) 

 

Confieso que al entrar sentí un violento ahogo. Ese edificio abarrotado de gente, acaso construido a fines del siglo diecinueve -deduje por el grosor de sus paredes y la altura del techo-, daba la impresión de ser demasiado chico para bar. 

-Che, Alfredo ¿Cómo se llama este tugurio?  

-Es el boliche de Roberto, pibe. 

 

Se oía reggae fundido en animadas conversaciones. Un rubio pelilargo, haciendo equilibrio sobre su silla, sacaba fotos a las estanterías repletas de botellas polvorientas. Al fondo hacia la izquierda, en diagonal a la entrada, una puerta corrediza entreabierta causaba misterio.  

 

El Loco Leandro, vaso en mano, pidiendo permiso, arrancó escoltado por Eugenio rumbo a la mesa de las cinco chicas con aspecto de turistas europeas. Alfredo quiso fumar y seguido por Maxi y El Mono Barragán salieron a la vereda. Yo permanecí con César, empleado de seguridad, viendo a quienes despachaban bebidas detrás del viejísimo mostrador, molesto por tomar cerveza parado.  

-¿Cuál será Roberto?

 

César, la cara inexpresiva, levantó los hombros. 

 

Deslizando la mentada puerta corrediza, guitarrista y cantor treparon a una diminuta tarima. El instrumentista era gordito, calvo y vestía totalmente de negro. El cantor, con traje liso oscuro, rostro lechoso y pelo engominado hacia atrás, tenía cierto parecido a Bela Lugosi. Pocas veces en mi vida había escuchado tango, menos tocado en forma acústica y a escasos metros de distancia. Interpretaron varias piezas, premiadas con efusivos aplausos. Por los dos ventanales con postigos abiertos se asomaban El Mono, Alfredo y Maxi entre otros curiosos. Yo me sentía atraído por una morocha preciosa, le clavaba la vista fingiendo seguir al dúo. El Loco y Eugenio ahora compartían silla con las turistas mientras un muchacho flaquito empezó a pasar “la gorra”, acercando un clásico sombrero tipo fungi dado vuelta: el público contribuyó de buena gana. Había retornado la música funcional; César, ni noticias. Pedí fernet acodado en la barra. Debido al clima invernal, diagnostiqué resfrío o rinorrea acuosa a unos cuantos concurrentes masculinos y femeninos, porque les goteaba insistentemente una fosa nasal. De pronto tres jóvenes empezaron a ejecutar tangos y valsecitos criollos con guitarras y bandoneón. La morocha preciosa se ponía de pie entonces averigüé dónde quedaba el baño. Me costó trabajo atravesar aquella puerta corrediza. En ese pasillo a la derecha no cabía un alfiler. Se hablaba animadamente, casi todos fumaban y bebían. Me sentía extraño, acaso en diferente frecuencia con los demás. Esperé en un rinconcito. Circulaba un cigarrillo armado y lo rechacé. Al rato la morocha preciosa cruzó como rayo y no tuve oportunidad. Y de la nada apareció Bela Lugosi: ¿primerizo en Roberto? Sí, ¿todo bien? Espectacular, nene; y, desplegando su sonrisa postiza, diseminó aliento alcohólico al preguntarme en voz baja si buscaba milonga. Gracias, gracias pronuncié confundido y corrí la puerta regresando al salón. 

 

La morocha preciosa brillaba por su ausencia. Miré hacia todos lados sin poder hallar a mis compañeros de trabajo. A la mesa de las turistas la ocupaban distintas personas. Había amanecido cuando decidí irme. Caminé largas cuadras a la luz de un tibio solcito, y al traspasar el puente ferroviario llegué hasta Avenida Rivadavia, tratando de localizar la parada del colectivo haciendo visera con la palma. 

 

Sergio Fombona

Octubre - Noviembre, 2018

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

BALNEARIO BARRACUDA

 

Cualquiera merece unas buenas vacaciones y el hecho de mudarse por un tiempito a un lugar con mar disponible debiera de ser una situación enteramente favorable. Pero aquel viaje en ómnibus desde la estación terminal de Retiro, con aire acondicionado soplando a diecisiete grados durante cinco horas, fue una tortura, y, para peor, al llegar al balneario bonaerense de Villa Gesell, mi compañera de ruta y un servidor nos desayunamos de que no arribábamos a la histórica terminal frente al edificio donde alquilamos, ésta era flamante, espaciosa y quedaba a veinte cuadras. 

 

Amanecimos con un día espléndido, desde nuestro balcón sólo divisábamos una lonja azul verdosa pese a que el anuncio prometía “vista al mar”. A mi gorda, tan blanca como una ballena blanca, le costó trabajo calzarse su malla enteriza, y después de untarnos una buena capa de bronceador con beta caroteno factor de protección solar cincuenta, salimos provistos de heladera portátil, toallones playeros, sombrilla y sillas reposeras. El sol brillaba a sus anchas sobre el atlántico helado y con mi gorda optamos por mojarnos los pies en la orilla, avanzar despacio para que el cuerpo vaya tomando temperatura, pero cuando nos llegó a la cintura de golpe la perdí de vista. Fueron apenas segundos desesperados en los que empecé a chillar y hasta pedí ayuda al bañero agitando los brazos en alto. Emergió echa una tromba escupiendo líquido e insultos y ante la mirada azorada de los demás veraneantes nos fuimos a guarecer bajo la sombrilla. Trató mal a un senegalés vendedor de anteojos y recién se calmó zampándose media docena de empanadas bajadas con un litro de gaseosa cola. Aunque lo peor de aquella primera jornada en la playa estaba por suceder… Viéndome de cuerpo entero en el espejo del placard, noté mi piel colorada como tomate y de la bronca cerré con fuerza la puerta sintiendo ruido a vidrio roto: mal augurio. 

 

El martes también fue espectacular. Yo seguía despellejándome porque no cabíamos ambos en la sombrilla y mi gorda machacaba que la mostaza rancia le había revuelto el estómago, por eso insultó al vendedor de choclos y por poco tengo que irme a las manos en su defensa. A la mañana y entrada la tarde había invasión de churreros, iban y venían soplando sus silbatos, gritando a viva voz y hasta uno usaba un pequeño megáfono, y pese a su malestar mi gorda engulló cuatro rellenos con dulce de leche recubiertos con chocolate. Pasadas las diecisiete quiso meterse al agua con el argumento de su calidez crepuscular. Yo la acompañé hasta cierto punto, con semejante corpachón le resultaba sencillo flotar, pero no contamos con la marea, se fue alejando de la costa y cuando intentó volver a nado el estómago le jugó una mala pasada. Tuvieron que traer un lanchón para subirla entre una verdadera dotación de bañeros geselinos. Todo el mundo aplaudía a los rescatistas quienes la depositaron en la arena y se turnaban haciéndole respiración boca a boca, hasta que empezó a lanzar chorros de agua hacia arriba como una fuente de carne y hueso. 

 

Por la noche, trasladados hacia la sofocante ciudad de Buenos Aires en ambulancia de alta complejidad, apretando la manota del brazo sin suero de mi gorda, murmuré: debo estar meado por una jauría de elefantes… Manada, me corrigió, con voz extrañamente dulce, hablando en medio de sus sueños dopados. 

 

Sergio Fombona

Agosto - Septiembre, 2018

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

CON AMIGOS NO ES PECADO

 

-¡Buenos Aires…! La nombrás y aparece esa nostálgica imagen del monumento a la erección- se burlaba Manu con sonrisa cantábrica.

 

Manuel -Manolo le decían en su casa- o Manu -lo apodamos en nuestra infancia villalurense-, había llegado ayer de Gijón, donde reside hace cinco años. 

 

-Estás más flaca y muy bella, querida Valeria- alagó Manu con impostado acento asturiano –Tomá, para ti- le entregó una ristra de chorizos de jabalí. 

 

-Zalamero- reía mi gorda, contenta. 

 

Cenamos asado de tira a la parrilla, ensalada mixta, degustando una botella de borgoña y otra de cabernet sauvignon; mi amigo, con expresión placentera, los calificó: “sublimes caldos mendocinos”. Había alquilado un Fiesta para moverse por la ciudad y lo notaba ansioso por salir de ronda. Al terminar el postre borracho de vainilla también preparado por mi gorda, Manu alegó el impostergable encuentro con los “pibes”. Se había informado a través de Internet sobre locales nocturnos y rumbeamos directamente. En el trayecto le comenté que sentía mareos y me dio una pastilla rosa con tamaño de aspirina. 

 

-No la trago sin líquido.

 

-Agarrá- ordenó alcanzándome su petaca de whisky.  

 

Pese a las luminarias coloridas se imponía cierta media luz, lograda al ennegrecer techos y muros, en consonancia con gran parte del mobiliario. Atravesamos aquel aparatoso salón –yo medio a los tumbos-, para ubicarnos en una mesa alejada. Me daba vueltas la cabeza y ese engendro musical, estridente como pasada de murga, parecía sacudirme el cráneo. Una chica esbelta, alzando una bandeja repleta por entre la humanidad de los concurrentes, nos plantó dos tragos largos. Manu, inquieto, sólo se quedó escasos minutos. Alrededor mío las cosas se movían vertiginosamente. Tenía mucha sed. Asqueroso resultó el cóctel. Pensaba que ni en mi adolescencia había pisado este tipo de lugares. Además pensaba en mi gorda, si se enterase seguro me trozaría como a un pollo. 

 

-A este tololo lo conozco desde que era así…- dijo Manu sosteniendo su palma a la altura de la rodilla. 

 

Se dirigía a una rubia exuberante; me guiñó un ojo. 

 

-Divertite, chambón- agregó dejándome una ficha similar a las de casino.

 

Recostado contra la pared levanté el pulgar en signo de aprobación. Vacié mi vaso, paladear alcohol me revolvió el estómago. Traté de relajarme mirando mujeres. Vino una morocha pechugona. 

 

-Acá nadie se aburre- susurró con voz insinuante acercando sus labios a mi oreja. 

 

-Estoy bien- atiné a contestar.

 

La pechugona, apoyando su mano derecha en mi muslo, me lamió el cuello.

 

Al instante retornó la chica esbelta para retirar las bebidas y reemplazarlas por copas de champán. 

 

Ni Valeria me llamaba papito, menos todavía era de contar fantasías sexuales. Pagué otra ronda feliz por acariciarle los pechos. Aunque al querer besarla sacó la boca terminé por darle mi ficha. 

 

-¿Vamos?- preguntó frotándome la entrepierna.

 

Me puse de pie y todo volvió a girar pero esta vez tuve una arcada. 

 

La pechugona me llevaba de la mano cautivado por sus bonitas piernas, aquellas nalgas prominentes desbordando la ajustadísima minifalda, su espalda desnuda. Cruzamos la pista de baile, eludimos los reservados y, al ingresar por un angosto pasillo, brotó un vómito imparable y la bañé.    

 

-Error de aforo, Maty- bromeó el gijonés al día siguiente cuando lo llamé por teléfono. 

 

Y yo quedé mudo recapacitando: la saqué barata… Acordándome de los insultos a grito pelado de la pechugona, el posterior cachetazo y las fieras caras de los musculosos que me lanzaron a la calle como a una bolsa de basura.

 

Sergio Fombona

Junio - Julio, 2018

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Breves crónicas de Buenos Aires

 

MATY EL HERMOSO

 

     A Lili, mi entrañable abuela materna, le encantaba repetir que su nietito preferido sería gran conquistador; y yo me imaginaba capitán de buque pirata desembarcando en playas exóticas. También la tía Ana, hermana menor de papá, afirmaba concluyentemente que rompería muchos corazones femeninos: ni siquiera soy cardiólogo. Pero mi vieja entendía de qué hablaba; siempre, desde la cuna diría yo, mamá vaticinó mi vínculo con una mujer gorda, y aquello que para algunos puede transformarse en condicionamiento o llegar hasta el punto extremo del trauma, yo lo tomé como desafío. A decir verdad, nunca resulté atractivo para el sexo opuesto ni para el propio. Tuve escasa experiencia con chicas a lo largo de mi adolescencia, después tampoco florecieron alentadoras relaciones, sólo un puñado de noviazgos y si te he visto no me acuerdo…

 

     A pesar de todo, en algún momento, la vida nos acaricia. 

 

    Cuando la conocí, Valeria recién había cumplido veintisiete años. Le cedí mi asiento en el colectivo por creerla embarazada, aunque no estaba tan obesa como ahora. Casualmente viajábamos en la línea dos y nos fuimos haciendo amigos. A las pocas semanas le propuse ir a tomar algo al salir del trabajo; yo me iniciaba en la cadetería bancaria, ella vendía ropa informal. La cité una tarde calurosa en el Teatro San Martín, porque daban películas a cualquier hora y, además, por su ubicación estratégica sobre la Avenida Corrientes donde hay infinidad de librerías, teatros, cafés y pizzerías. Esperé en el enorme hall central,  disfrutando del aire acondicionado, oyendo alegremente a una banda de jazz. Justo esa misma mañana, yéndome de mi casa en Villa Luro, descubrí un objeto tirado en la vereda cubierta por pasto crecido y me acerqué; trae suerte, dije guardándolo, omitiendo el oxido y los clavos doblados. Al ver entrar a Valeria cargaba la herradura en mi mochila y compararlas fue un acto inevitable: hombros caídos, redondeces notorias distribuidas por su oronda anatomía, cabeza diminuta contrastando con su corpulencia generalizada. Y pese a llevarme quince centímetros de altura me sedujo su sonrisa apenas insinuada, esa manera cansina al desplazarse, la precisión en el uso del vocabulario, su voz suave y melodiosa trasmitía cierta calma. Al quinto encuentro, sin mediar palabra, confesó su virginidad. Quedé callado, la mirada fija en mis zapatillas flamantes; Valeria agregó: “te amo, Matías”. De nuevo no supe responder; probablemente enrojecí, pero me sentía muy bien, por primera vez especial. La noticia produjo el compromiso de ser nada menos que yo quien zanjara aquella incómoda situación. Entonces tomé coraje, admitiendo medio a la ligera que cantidad de personas en el mundo sufren de halitosis, y, cautivado por sus ojazos color miel, le planté mi glorioso primer beso en su roja boca carnosa. 

 

Sergio Fombona

Abril - Mayo, 2018

www.sergiofombona.blogspot.com

 





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