DE VISITA AL MUSEO
Por Carolina Cárdenas Jiménez
agosto, 2020
Mi nombre es Anastasia, me gusta porque es sonoro y habla sobre lo extraña que soy hasta para mí misma. Creo que los nombres describen a la perfección quiénes somos. Una de mis grandes cualidades es criticar hasta con los actos más absurdos y pendencieros la mirada inmediatista de esta época: la fugacidad y frivolidad de las ideas.
Era algo más de las 2 de la tarde y mi muñequito de trapo no aparecía. El museo de arte se veía desolado como si desde hacía años no lo abrieran, sin embargo ese lugar era visitado por una gran variedad de público, sobre todo, estudiantes y artistas postmodernos.
Pensé que seguro se le había hecho tarde en una de sus reuniones. Eso sí sabía que, aunque llegara tarde, llegaría. Es un tipo que conoce el valor de la palabra, así que pensé en ir a tomarme un café, mientras le daba tiempo de llegar. Así fue como entré a un café antiguo que quedaba a un par de cuadras. El lugar exudaba un amargo olor a café y madera antigua, seguro porque tanto sus muebles como el piso y el techo de la edificación eran de madera.
Faltándome, quizás, algunos dos o tres sorbos del café sonó el celular, era el muñequito retardado. Se escuchaba acelerado, como si hubiese corrido, al menos, unos diez minutos. Miré el reloj del celular, eran las 2:45 de la tarde. Burlándome le dije que pensaba que ya no me llamaría porque se había caído en un abismo. Riendo me preguntó dónde estaba. Le respondí que en ese café antiguo en el que hacía pocos días habíamos tenido una discusión sobre el final del mundo de las ideas y el pensamiento. Rió, como siempre lo hacía, cuando le recordaba algo que habíamos vivido. Entonces me dijo que iba en camino.
A los tres o cinco minutos atravesó la puerta con cara de ya estoy aquí y tú me encantas más que nadie y te lo puedo decir de tres maneras diferentes:
a.) Eres hermosa.
b.) Pareces una flor.
c.) Eres un encanto, pequeña niña.
Le gustaba coquetear con la mirada. Me levanté y le dije que nos fuéramos. Mientras esperaba afuera, pagué el café. Apenas salí lo tomé de la mano y nos dirigimos a paso acelerado hacia el museo de Arte.
Eran como las 3 y 12 p.m., cuando atravesamos las puertas de la galería. No sabíamos lo que veríamos, simplemente queríamos ver algo nuevo. Adentrarnos en el mundo de las artes plásticas. Observé el letrero que anunciaba el horario y días que funcionaba el museo. Según eso, a las 5 p.m. cerraban. Al ver que el tiempo que teníamos para recorrer el museo era corto, jalé de la mano a mi marioneta. Él me siguió sin hacer ninguna pregunta. Supongo que ya se imaginaba la razón por la que lo hacía acelerar el paso.
El lugar estaba lleno de instalaciones. Una, era un espacio lleno de pupitres, televisores, escritorios, puertas, etc., en caos, como si hubiera pasado un terremoto por ese lugar. La segunda, era un grupo de zapatos de distintos tamaños, colores y tiempos de uso. Unos se veían nuevos y otros viejos. Una tercera, mostraba un montón de ropa vieja. Quizás las instalaciones decían algo, sin embargo no dejaban de ser un montón de objetos que se alejaban de lo que se supone debe proponer el arte: una propuesta estética. Además, no trasmitían ningún mensaje claro y, por supuesto, tampoco poseían espíritu.
Con esa instalación no soportamos más y nos echamos a reír. Nos miramos y entonces nos atacó la risa. Parecíamos dos niños que debían huir a mirarse para no reventar el lugar a carcajadas. Ante nuestra explosión de risas, las personas empezaron a señalarnos y decir:
1. No les da ni vergüenza.
2. ¿Por qué no se van, si esto les parece una payasada?
Otras jóvenes nos dijeron:
3. Váyanse que están interrumpiendo la exposición.
Mi muñequito de trapo me dio a entender, con su mirada, que nos fuéramos, que no tenía sentido discutir por esa razón. Yo quería hacerle caso, pero la situación me impulsaba a hacer algo inesperado. Una voz llegaba a mi cabeza: “incendia todo, derrumba todo”. Esa voz la oía constantemente. Sobre todo en momentos en los que debía actuar con rebeldía.
Así que mientras gritaba que la postmodernidad y lo que ella implicaba era una farsa, pateé los zapatos que formaban una espiral y, luego, deshice en un extraño frenesí de patadas y puños, que hasta yo misma desconocía, el montón de ropa. La rapidez con que había destruido las cosas, no permitía que las personas fueran conscientes de lo que había hecho, pues no era claro si era un performance o un estado explosivo de mi parte, así que las personas permanecían con la boca abierta y los ojos tenían la apariencia de dos platones, pero nadie musito palabra. La situación era caótica y hasta confusa para mí.
En ese momento el único consciente de mi locura era mi marioneta. Alguien gritó que éramos unos desadaptados, otros aplaudieron y un tipo nos tiró un zapato golpeándonos la cabeza con su hedor nauseabundo. Cuando salimos del museo faltaban 5 minutos para las 5. De esa manera, desaparecimos del lugar atravesando las salas y en un par de segundos la salida. Así que tomándome de la mano, me sacó corriendo por la séptima y, de forma inmediata, mi muñequito paró el taxi pensando en llegar pronto a Chapinero. De un momento a otro estuvimos lejos de allí, lejos de las mentiras de la humanidad y de la farsa de una época en la que cualquier cosa se puede nombrar como “obra de arte”.