Cohabitar en la Comunidad de la Tierra
Por Jessica Paola Melo Parra*
Mayo, 2025
La Comunidad de la Tierra se enfrenta una triple crisis- la contaminación, la emergencia climática y la pérdida de biodiversidad- que representa una gran alerta mundial. Esta situación nos exige dejar a un lado comportamientos individualistas y avanzar hacia una acción colectiva y solidaria. Sin duda, este no es un camino fácil, pues como bien lo expresa David Fischman, “Cuestionar nuestras más arraigadas creencias requiere de mucho coraje porque implica aceptar que hemos podido estar equivocados toda la vida”. En este contexto, resulta pertinente realizar un breve recorrido para reflexionar sobre la manera en que los habitantes de nuestra casa común, hemos fracturado el tejido de la vida. Aunado a ello, es necesario recapacitar sobre los caminos que pueden permitirnos sanar y restablecer la gran trama de la vida en la Tierra.
Cormac Cullinan en su inspiradora obra “El derecho salvaje. Un manifiesto por la justicia de la Tierra”, revela cómo la humanidad ha construido una ‘homósfera’, es decir, un mundo con derechos y privilegios exclusivos para los humanos, mientras que los demás integrantes de la Comunidad de la Tierra- retomando las palabras de Thomas Berry-, son reducidos a objetos. Como consecuencia, la Naturaleza y los demás animales se valoran únicamente desde una perspectiva antropocéntrica, es decir, en función de su utilidad para el ser humano, lo cual facilita su apropiación y explotación. Esta visión se sustenta en diversos sistemas de poder que se encuentran profundamente entrelazados, como el racismo, capitalismo, colonialismo, el patriarcado y el especismo. De este modo, se naturaliza la instrumentalización de todos los integrantes de la Comunidad de la Tierra: humanos, naturaleza y animales.
La ciencia moderna, el derecho ortodoxo y el lenguaje han sido pilares en la consolidación de estas formas de dominación y en la transfiguración de la Naturaleza. La ciencia convirtió a la naturaleza en objeto de estudio fragmentado, excluyendo y deslegitimando otros saberes que no son compatibles con el sistema de conocimiento que le sirve al poder. El derecho sometió la naturaleza y animales como objetos de apropiación, siendo así un vehículo permanente en las relaciones de dominación. Por su parte, el lenguaje edificó percepciones del relacionamiento con aquello ‘no humano’, mediante el uso de lo que Poerksen, citado en Giraldo y Toro (2020), denomina ‘palabras plásticas’, términos arropados con un discurso técnico que se sumerge en la lengua común, así, con locuciones como ‘recursos naturales’, cosifican lo viviente y genera una desconexión entre los humanos y los demás integrantes de la Comunidad de la Tierra, afectando nuestra manera de sentir y relacionarnos, transformando nuestra casa común en un entorno habitado por humanos y cosas.
Por fortuna, muchas voces han resistido frente a estas dinámicas de poder. Actualmente, se reconocen cada vez más la ciencia ancestral, a la decolonialidad del derecho y la transformación del lenguaje como formas para restablecer estas relaciones que se han fracturado. Estas transformaciones han dado lugar a nuevos senderos en los que florece la esperanza de mundos posibles. Dichas voces han usado herramientas jurídicas, políticas, sociales, entre otros, que dan frutos a miradas pluralistas, éticas y respetuosas de la vida en la Comunidad de la Tierra. Así mismo, movilizan conciencias para revalorizar los saberes propios históricamente negados, reconociendo además la necesidad de escuchar las voces de la naturaleza y los demás animales.
Frente a ello, se hace indispensable ‘redisoñar’ el derecho para que vaya más allá de lo humano, recogiendo miradas latinoamericanas que están cuestionando estructuras rígidas y ortodoxas, asumiendo con valentía los desafíos que esto conlleva, así para ilustrar un poco, los avances en derechos de la naturaleza y derecho animal que están derrumbando el muro que hemos construido con aquello que reconocemos como diferente y opuesto al ser humano.
Thomas Berry plantea que todos los miembros de la Comunidad de la Tierra tienen derechos inherentes a su existencia: el derecho a ser, a habitar y a desempeñar su papel en los procesos comunitarios. Lo anterior insta a comprender que nuestra casa común debe ser “una comunión de sujetos y no una colección de objetos”. De esta forma, debemos avanzar en la deconstrucción de las dicotomías cultura/naturaleza y humano/animal, desmercantilizar la naturaleza y comprender la interconexión de todas las formas de dominación. Esto nos exige cultivar comunidades interculturales, interecológicas e interespecie que habiliten nuevas formas de vida, alternativas al modelo colonial, racista, clasista y especista que ha dominado hasta ahora.
Según Walsh (2005), la interculturalidad implica relaciones complejas, intercambios y negociaciones entre diferentes saberes, seres y prácticas. La Corte Constitucional del Ecuador en el caso de la “Mona Chorongo Estrellita” refiere que lo interecológico, reconoce la interacción entre especies, poblaciones y ecosistemas y el enfoque interespecie, garantiza la protección animal en función de las características, procesos vitales y estructuras propias de cada especie, es decir, se tiene en cuenta las propiedades únicas y exclusivas de cada especie.
Si bien en la modernidad se valoró la capacidad de razonar, en estas nuevas comunidades, debemos recuperar la capacidad del cuidado, de la solidaridad regenerativa y así mismo ponderar la capacidad emocional como la empatía. Giraldo (2020) recoge lo planteado por Naess quien argumenta que la capacidad empática permite sentir la alegría y tristeza de los demás, lo que nos permite sentir cuando un animal puede ser mismo o cuando una montaña es destruida.
En síntesis, reconocer que nuestras relaciones deben ser interculturales, interecológicas e interespecie, es aceptar que nuestra existencia es relacional, donde nada está aislado, cada parte integra al todo, todo está vinculado en un entramado de vida. Esto nos llama a transformar nuestro comportamiento y promover un nuevo modo de habitar la Tierra. De esta manera, se abre ante nosotros un desafío abundante en esperanza que nos lleva a aprender a cohabitar en la Comunidad de la Tierra, comprendiendo que nuestra coexistencia va mucho más allá de lo humano.
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Bibliografía
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* Jessica Paola Melo Parra
Mujer colombiana, activista por los derechos animales, cofundadora y directora de UPPAA, vocera de la red de defensa animal de Risaralda, Integrante experta de Global Animal Law, Integrante de la Alianza Latinoamericana pro los Derechos de la Naturaleza, Ingeniera Ambiental, Abogada, Especialista en Derechos Humanos, Derecho Administrativo y Constitucional, Magister en Derechos de la Naturaleza y Justicia Intercultural.