¿Pensamiento ventrílocuo o propio?: 

Breves apuntes sobre la independencia del pensamiento latinoamericano 

Por Sonia Marsela Rojas Campos*

Julio, 2025

 

 

En el marco de la Guerra fría que había dejado la Segunda Guerra Mundial, se fueron consolidando a lo largo del planeta movimientos estudiantiles y obreros que alteraron el panorama político, cultural y social de una buena parte del mundo. El espíritu revolucionario había llegado a América Latina con una fuerte necesidad de independizarse de países como Estados Unidos e Inglaterra así como de desestabilizar dictaduras y gobiernos autoritarios, muchos de ellos apoyados y sometidos a los imperios económicos y políticos del país del Norte.

 

Tres décadas (entre el 60 y el 80) fueron caldo de cultivo para múltiples movilizaciones estudiantiles y obreras que dieron como resultados, acontecimientos tan dolorosos como la masacre del 68 en México así como triunfos importantes como las revoluciones cubana (1959) y sandinista (1978) y procesos de fortalecimiento democrático como los de Venezuela y Colombia. Todo este ambiente convulsionado no solo reinterpretó y transformó la historia política de la región sino que originó diversos movimientos intelectuales, culturales y artísticos que se sumaron a los procesos revolucionarios.

 

La academia Latinoamericana, además de elaborar marcos interpretativos a los acontecimientos políticos y de proveer de argumentos teóricos a los movimientos revolucionarios, también se impregnaba de ese espíritu transformador que le permitió preguntarse por su papel en dichos procesos sociales así como por la independencia de la tradición europea y anglo en la producción de conocimiento. 

 

En este contexto van apareciendo debates en torno a lo propio y a la identidad del pensamiento en América Latina que dieron lugar a la pregunta por ¿es América Latina reproductora y ventrílocua del pensamiento anglosajón y europeo o produce su propio conocimiento? 

 

De acuerdo con el filósofo mexicano Leopoldo Zea (2005 [1969]) el pensamiento latinoamericano guarda una estrecha relación con la historia universal que se configura desde Europa. Una relación que se tejió o por imposición o por adaptación de lo extraño a lo propio; una relación que solo cambió cuando los intelectuales y activistas de la región se dieron cuenta de su condición de dependencia. Solo en ese momento Latinoamérica logra cuestionar la verdad occidental y resquebrajar el monólogo desde Europa para encontrar otras verdades, otras voces, otras realidades desde la misma América.

 

Sabemos que los proyectos libertarios en la región bebieron del proyecto ilustrado, el de los Derechos del hombre, el de la razón, el de la ciencia; fue necesario inscribirse en el proyecto occidental de la ilustración para dar paso a las revoluciones y a la constitución de los estados      independientes. Sin embargo, estas libertades políticas no necesariamente significaron independencia de pensamiento sino más bien subordinarse a los cánones tanto del conocimiento legitimado como a la manera de producirlo.

 

Los procesos independentistas pusieron a las naciones ante un nuevo dilema: elegir entre un proyecto conservador que buscaba una independencia política que reconfigurara el vínculo con Europa dada la historia que unía a los dos continentes, y un proyecto civilizatorio (del liberalismo) que buscaría una libertad civil. Este último tenía dos versiones: de un lado, la postura mexicana que consideraba que solo los mestizos podían borrar la herencia colonial ya que eran ellos quienes habían logrado la conciencia de dependencia y, por lo tanto, de emancipación. Para esta corriente el camino era elevar los ojos a Estados Unidos, que encarna el nuevo proyecto civilizador. De otro lado, estaba la postura liderada por los argentinos quienes consideraban que la falta de homogeneidad racial impedía el proyecto civilizatorio, asunto que se encontraba encarnado en el mestizo. Desprecio total por todo lo que significa el pasado: los españoles a quienes se les califica de bárbaros y los negros e indígenas a quienes se les nombraba salvajes, serviles y poco inteligentes.  El camino era refundar los países americanos con el saber europeo que encarnaban los criollos. 

 

Al final, la tensión se resolvió mayoritariamente a favor del proyecto civilizatorio propuesto por los mexicanos. En cualquier caso, las distintas posturas mantenían un dejo de inferioridad, de mirar hacia otro lado; un lado que se consideraba superior, avanzado y que encarnaba el pensamiento del progreso que se anhelaba. 

 

Así, América Latina pareció sumergirse en la idea de que solo era posible imitar a los más desarrollados y, por mucho tiempo, parecían seguirse ciegamente discursos foráneos que intentaban ser aplicados en la región. Se constituyó una producción académica al servicio, casi siempre, del poder; una élite de intelectuales que privilegió unas historias hegemónicas mientras desconocía la pluralidad de historias que se producían en los espacios expulsados por la ciudad letrada y la ciudad modernizada. Los jóvenes intelectuales que con esperanza se formaron en el exterior vieron muchas de sus ilusiones estrellarse con las dinámicas de la Región que, una y otra vez, se resistían a ser explicadas desde los majestuosos y pretenciosos marcos teóricos y filosóficos de las ciencias pensadas en otros contextos.

 

Todas estas situaciones, aunque dolorosas, permitieron un proceso de desmarcación con el conocimiento anglosajón y europeo que durante muchos años redujo el papel de los intelectuales latinoamericanos a una función de reproductores y traductores de su conocimiento legitimado para ser aplicado sin cuestionamiento a las realidades latinoamericanas. 

 

Los estudios culturales, los estudios latinoamericanos, los estudios culturales y muchas de las vertientes de los feminismos y otras teorías críticas han ido girando hacia la independencia de pensamiento en la que, como lo diría Nelly Richard, se produce saber “desde y con América y no solo para América”.  Hay una suerte de toma de conciencia de nuestros pensadores en torno a “un estado de dependencia” que se buscaría cambiar y transformar.

 

Dijimos al inicio de este escrito que los múltiples movimientos sociales que siguieron a la Segunda Guerra Mundial sirvieron para que los intelectuales y activistas repensaran su papel en la sociedad y esa pregunta provocó un eco muy importante en América Latina que sintió la necesidad de deslindarse del conocimiento de Europa o Estados Unidos para visibilizar el que se había construido en nuestra América. 

 

Actualmente hablamos de filosofía y pensamiento Latinoamericano que recoge la diversidad y la multiplicidad de pensamientos, de cosmogonías, problemáticas y reflexiones. Sí, un pensamiento propio que se erige orgulloso para dialogar con el que se produce desde otros referentes geográficos; un pensamiento propio que no agacha la cabeza, que no se encoge en hombros sino que, por el contrario, se eleva sobre prácticas y modos de producción de conocimiento que propenden por la solidaridad, por volver a lo comunitario, por recomponer las relaciones con lo no humano, que recoge la sabiduría ancestral y la que desde las prácticas sociales, populares e intelectuales se han constituido en lentes para pensar las propias realidades y las que agobian al planeta. Un pensamiento que se erige como camino para salvaguardar a la humanidad de su propia indolencia y deshumanización.

 

 

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*Sonia Marsela Rojas Campos

Docente e investigadora en temas relacionados con la producción de conocimiento desde las diferencias. Apasionada de los procesos pedagógicos y de formación basados en postulados de la educación y la comunicación popular. Doctora en Ciencias Sociales, Magister en Antropología visual y Especialista en Comunicación-Educación.

 

 

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